La idea de país en las crónicas de Luis Alberto Crespo y Gustavo Pereira

Venezuela ha sido inventada (como el resto del continente denominado Latinoamérica) por la crónica y sus herederos. Colón al encontrarse con su apariencia geográfica no dudó en imaginarla atribuyéndole virtudes de Tierra de Gracia y a su río Orinoco como uno de los ríos del paraíso terrenal. Desde entonces el país es menos una realidad terrestre que un espacio de la ficción descrita por descubridores, conquistadores, misioneros y testigos de toda laya, como los poetas y cantores. La fauna y la flora y su habitante originario perdieron paulatinamente su realidad en la pluma de los escritores y artistas, los decimistas y copleros hasta cobrar en estos tiempos los rasgos que le atribuye el realismo mágico. ¿Por qué no atrevernos a suponer que los pájaros y las flores de Venezuela recrearon hasta transfigurarla, su verdadera apariencia?

LUIS ALBERTO CRESPO

"Autobiografía de la crónica"

La Chronique en Amérique latine XIXe-XXIe siécles (vol.1), 2016

 

Aquí el hombre no se ahoga en su marco geográfico ni en la abrumadora historia pasada, porque puede salir a conquistarlo y a escribirla cada día.

MARIANO PICÓN SALAS

Suma de Venezuela (2007)

Pero uno tendría derecho a preguntarse para qué sirve entonces la sostenida evolución de la inteligencia humana si no responde a la igualdad social, a la justicia y a la solidaridad, por lo demás requisitos indispensables para la permanencia de la especie.

GUSTAVO PEREIRA

"Petróleo, cultura y desnacionalización"

Cuentas (2007)

1.- LA IDEA DE PAÍS EN VENEZUELA

En su extenso ensayo, "Comprensión de Venezuela", publicado por primera vez en Caracas en 1949, don Mariano Picón Salas plasma una estampa descriptiva sobre Venezuela, que cose en el verbo —hilacha tras hilacha—, el mapa nacional, para dibujar sobre un cuero de res de bordes irregularidades, ese país de poderosas imágenes y no pocas atávicas certidumbres. Décadas más tarde, los poetas venezolanos Luis Alberto Crespo (Carora, estado Lara, 13 de abril de 1941) y Gustavo Pereira(Punta de Piedras, isla de Margarita, 7 de marzo de 1940) lo hurgarán en sus fuentes vitales y su raigambre, para darle a esta gran nación una nueva piel en la palabra y el símbolo, en la revelación y la nombradura; también para hacer brotar desde el hombre mismo, el germen de su propio rumbo de país batallador.

Más allá de aquellos epítetos de Tierra de Gracia que revelara en su Carta del Tercer Viaje el navegante genovés Cristóbal Colón, o de la zona tórrida humboldtiana, y de los Estados Unidos de Venezuela que instituyera la conveniencia política de otrora; Picón-Salas atribuye al torrente solar propio del trópico, y a su calor germinal y productivo, el ímpetu de esa Venezuela de hombres y de historia, de mujeres y de partos increíbles, que manifiesta su enorme energía y fuerza, en la capacidad de impulsar las lanzas viajeras de la guerra de independencia, hacia los rumbos del Sur de Suramérica durante el siglo XIX, con el mismo impulso con que se edificaron los sueños más caros del país tras cada paso trágico y difícil de su historia nacional, un siglo más tarde; y hasta podemos añadir, dos siglos después, ya entrado este siglo veintiuno, en sus primeros veinte años.

Antes y durante su transición de país colonial a país moderno, arrastrando siempre el sino de su signo político más trágico, pero ardiente en la llama viva de sus pueblos para sobreponerse a toda derrota y a toda incertidumbre; antes y durante las guerras sufridas y vividas; antes y durante las dictaduras más férreas que han azotado al país (expresas o encubiertas por el poder lejano), sin que se adormezcan las fuerzas vitales de su gente diversa, de oriente a los andes, de Guayana a los llanos, del mar a las montañas; por sobre todos sus ríos, riscos y peñascos; Venezuela ha sido la gran nación de infinitos designios que han modelado su muy particular esencia humana. Caribeña y mestiza, a mucha honra, diría un bienandante. Ese calor tropical que estudió en su momento el eminente intelectual merideño, es el que alentó en Crespo y Pereira los hallazgos de sus verbos, y la nombradía de sus palabras y sus metáforas, para hacernos sentir en crónicas poéticas y periodísticas; en crónicas de verdades y encuentros; la imagen de un país no borrado, el rostro de un país oculto, la cara de un país que nunca se dio por vencido.

Ambos poetas, Crespo y Pereira, son hijos de tierra caliente y sangre caliente. Son originarios del calor seco de Venezuela porque a uno y a otro poeta lo alienta el ideario humanista; es decir, el ejercicio civil del decoro y la ética revolucionaria que prevalece en el hombre y sus derechos, en el hombre y sus libertades, como la razón de ser de esta única vida que llevamos sobre los pies. Sin servidumbres ni colonias, sin imperios ni cortapisas.

Estudiosos de nuestros procesos culturales vivos y ancestrales, conocedores de otros ejercicios de crónicas identitarias como las de Oscar Guaramato o Alfredo Armas Alfonso, Crespo y Pereira mantienen un ejercicio común y contemporáneo durante varias décadas, para estudiar y conocer el legado indígena venezolano, caribeño y, en suma, americano; con la misma entrega con que dan cuenta de artesanos, cultores de décimas y espinelas, literatura oral y cantos originarios, poetas y pintores, gente de teatro y pintura, artistas de la cocina y los sabores criollos, hacedores de casabe y otros panes de la tierra, instrumentistas diversos y lutieres de gracia autóctona, así como de todo encuentro que vierta en el arte el sentido más puro de la solidaridad y la fraternidad entre los pueblos, para conocernos los unos a los otros en armonía con los códigos del afecto y el amor; mientras se defiende y desentraña esa idea de país y de nación por sobre todo vasallaje, por sobre todo cipayage, por sobre toda ominosa dominación y caras empresas del expolio; manteniendo el carácter y la identidad de un verbo ganado para la justicia y el bien, y nunca para el engaño y la traición, el encubrimiento y la ignorancia. Tampoco, nunca jamás, para la sumisión.

Del mismo modo que Guillermo Sucre entrevé en Picón-Salas una profusa meditación para pensar el país de una manera sensible — para contarlo por medio de su elegante escritura, de base histórica— al tiempo que lo redibuja y reinventa, por sobre todas las mistificaciones e intolerancias entrañables, puesto que "en su visión de Venezuela destacan la claridad, el fervor, la pulcritud de propósitos, la íntima y aún desgarrada reverencia que se siente ante lo que llamamos ´la Patria´" (Picón Salas, 2007, pp. 8-9); animado el ilustre merideño por la voluntad de ayudar a comprenderlo mediante el don de la mesura, la independencia de criterio y la libertad de espíritu; así mismo asumen Crespo y Pereira ese ejercicio de hablarle al país, de darlo a conocer, paso a paso desde sus poesías y sus prosas, con un innegable sentido ético del respeto, la claridad, la verdad histórica y el sentimiento nacional.

Estos dos destacados intelectuales, cercanos en la edad de los ochenta años y, por ende, protagonistas de caras posiciones políticas en los años sesenta del siglo veinte, son parte de aquella juventud marcada por la cercanía con la palabra, la poesía, la utopía y la formación integral. Ambos son estudiosos directos de la identidad cultural del país desde la crónica y el personaje, desde el venezolano originario y el mestizo, desde el libro y el testimonio, desde el paisaje y su misterio; desde sus particulares poéticas que suman al verbo estudioso su esplendor descriptivo: Crespo en sus crónicas periodísticas, compiladas en dos obras capitales, El país ausente (2004) y Las hojas de las palabras(2014); Pereira en los tres tomos de Historias del paraíso (1997) y Costado indio (2001), además de todos sus títulos dedicados al ideario bolivariano, para desentrañar esa raíz y esa historia nacional que desde la empresa libertadora y liberadora, tuviera en las caras campañas de la Independencia de Venezuela, el sello de la impostergable defensa de su absoluta soberanía.

Dos autores representativos que dan cuenta de una noción de país que no para de fraguar sus luchas y revelar sus batallas más allá de la cotidianidad y más allá de su historia ancestral; a partir de su capital humano, de sus verdades y perfiles, como en su hora lo hicieran Simón Bolívar, Simón Rodríguez o Andrés Bello.

Pereira con su conocido somari (arte de brevedad y silencio, goce de sabiduría y encantamiento, cuando no arte de reflexión y desgarramiento, pero siempre revelación y entrega de la razón sensible), y Crespo con su crisol de espinas y tunas, recorridos de intemperie y florecimientos mágicos; dentro de una raigambre muy afín, que desde la figura del padre recorre sus sueños con la misma dimensión con que germinan los grandes sueños de este gran país.

2.- LA FIGURA DEL PADRE COMO GESTO DE LUCHAS

La figura del padre tiene en Pereira y Crespo especial relevancia literaria y moral. Esto lo han afirmado ellos en diversas entrevistas y conversatorios. Lo han plasmado en sus textos y confesiones, como parte entrañable —en la memoria plural—, dentro de la intimidad familiar, y han puesto de relieve los nombres de sus progenitores en la visión de país que han forjado desde la tarea literaria, convertida en oficio y compromiso. No se debe obviar que por la vena paterna los poetas adolescentes se hacen miembros del Partido Comunista de Venezuela, entrando la década del sesenta. También por las huellas del padre se hicieron hijos de Bolívar y Martí.

El poeta José Pepe Barroeta dedicó estudio e investigación a esta relación entre la figura del padre, la poesía y los poetas venezolanos, en su libro El padre, imagen y retorno (La imagen del padre en la poesía venezolana contemporánea) (1992). Hay, por tanto, una ventana abierta a ese tema para quienes deseen hurgar en la fuente de su contenido; sin embargo, en este acercamiento a Crespo y Pereira sólo dejaré entrever el sentimiento paterno que animó y determinó el ejercicio literario en estos dos autores, bien por su compromiso con el periodismo, el libro, el arte y la ciudadanía ejemplar; bien por su entrega a la defensa y construcción de una identidad de país que significó lucha ideológica, defensa de los derechos humanos, al trabajo, a la justicia, al bien, a la educación, a la familia y a la vida, como esencia de toda razón de ser.

No menos fueron los sueños y las batallas de don Antonio Crespo Meléndez (Carora 1906—Maracaibo 1988) y don Benito J. Pereira Perera (1913—2012), lanzando bengalas de dignidad y arrojo desde occidente hasta oriente, en aquella Venezuela de mediados del siglo veinte abrasada por las injusticias, las torturas, las desapariciones forzadas, la violencia política, el vejamen al trabajador y el mancillamiento al honor; así como la impostura de códigos imperiales acrisolados de dictadura y expolio; trastocada también la noción de democracia en juego de comadrejas, en pacto de miseria, en traición al destino merecido del pueblo a tener una país digno para el trabajo, para el bienestar, para el desarrollo y la auto sustentabilidad.

Dos padres que entrevieron, como visionarios idealistas, los desmadres que en usufructo de la llamada renta petrolera devendría atraso, gregarismo urbano, abandono del campo, y permeabilidad de la conciencia colectiva por el vicio de la corrupción, la ambición de riqueza fácil, el pillaje en todas sus formas y el mal uso del poder político y económico, durante las décadas cincuenta, sesenta, setenta, ochenta y noventa, sólo para cerrar el siglo veinte.

Como hebra de una estirpe de resolana y yerbajo, de cuarteadura de cal y de antiguos libracos, donde lo lejos es cercano, lo pequeño sin tamaño, la grandeza sin espavientos y amorosos los cuidados; nace en Carora, estado Lara, Luis Alberto Crespo Herrera, porque su padre Antonio Crespo Meléndez oficiaba los misterios más bellacos, pues amanecía cazando detrás de las estrellas la noticia y el pan diario. Sus contemporáneos lo dibujaron en el recuerdo, silencioso y acucioso tanto en la radio y como en el periódico, fundido con sus libros, "por costumbre y por vicio".

Por su peculiar sombrero, Luis Alberto se lo imaginó un mago, y causa asombro la ternura con que describe al padre: "Su pasión por el periodismo fue también sentimiento premonitorio: niño aún, editó un periódico en el polvo del patio de la casa. Su dedo índice le sirvió de redactor" (Crespo, 2014, p.317). Tenía dentro de la casa una vieja hamaca y un bastón sin mando. Una carta de Cecilio "Chío" Zubillaga le mostraba un abecedario, algún signo de los mayas, una calenda de mayo, un secreto entre ambos y sus recuerdos de paisanos. Por Antonio Crespo Meléndez, el padre, el joven poeta Luis Alberto Crespo soñó y presenció también a don Pío Alvarado. Acaso un grito en el cerro hondeando su escapulario de ganar la justicia y de vencer al más bravo, sea otra senda oculta que le mostró a Pío Tamayo, quien de paso tenía una biblioteca-bar desde la que "se participó en la prosodia contestaría de los refractarios de la dictadura del Minotauro de La Mulera" (Crespo, 2014, p.317).

Su padre era el lucero que los vivía recordando, como a los poetas tocuyanos Roberto Montesinos y Alcides Losada, acendrando así su formación intelectual, "que ni la tiniebla del gomecismo consiguiera enceguecer" (Crespo, 2014, p.317). Hasta el final de sus días, "fue un socialista cristiano, exactamente crístico" (Crespo, 2014, p.318). Pese a su recato y negativa a toda nombradía insulsa, el padre del poeta Luis Alberto Crespo, don Antonio Crespo Meléndez dejó valiosa muestra de su talento de cronista y literato de primer nivel, parte de las cuales publicó en su momento La Academia Nacional de La Historia de Venezuela, en su colección El Libro Menor; todo ello, sin obviar que también se le concedió el Premio Nacional de Periodismo.

La familia de Luis Alberto Crespo, desde los abuelos maternos (José Herrera Oropeza, fundador del Diario de Carora el 1º de septiembre de 1919) y paternos (Pedro Crespo Meléndez), hasta los bisabuelos, eran hombres de letras y de libros, de ideales y de luchas civiles; en quienes lo político y lo cultural tuvieron hondas certidumbres. Como refiere el poeta Miguel Márquez, su abuelo y su padre trabajan incansablemente en el periódico del pueblo natal, convirtiéndose en su referencia y su sentencia de vida para persistir, por tradición o por herencia mental, en la espiritualidad del periodismo como ejercicio de escritura y como ejercicio de identidad:

El Diario de Carora se convirtió en un espacio para afirmar el cristianismo social, las ideas liberales, las ideas socialistas, el ideario bolivariano (independencia, soberanía, antimperialismo); denunciar arbitrariedades; apoyar a los campesinos en su toma de conciencia para reivindicar sus derechos; denunciar a los latifundistas y sus abusos; abogar por la instrucción pública y por una instrucción inteligente y creadora, no repetitiva y sumisa; promover la lectura y las artes; cultivar el estudio del pasado y valorar la memoria; estimular un pensamiento territorializado, elaborado desde aquí, conscientemente, sin duplicar a ciegas fórmulas que vienen de realidades ajenas; criticar de hecho el silencio cómplice con la barbarie castrante de la eterna dictadura gomecista; criticar el dogmatismo, el racismo, la intolerancia, el despotismo, el peculado, las supuestas superioridades de clase; insistir en la siempre postergada industrialización de la región y de Venezuela; llamar la atención hacia la impostergable necesidad de buscar las formas que hicieran posible el crecimiento de la agricultura y la ganadería; advertir sobre los problemas de un país dedicado exclusivamente a la explotación del petróleo; en fin, contribuir a la urgente modernización del país, con igualdad de derechos, con libertad de prensa, con elecciones directas y secretas (Márquez, 2016, pp.12-13).

La voz secreta de la esperanza fue la voz que siempre escuchó aquel hijo en su familia. Tanto más cuanto más extrema la carencia. Familia noble, la del poeta Crespo, que a decir del poeta Gustavo Pereira, "en sueños y en lecciones y en luchas y en escritura necesaria" se enfrentó siempre "contra los gigantescos ritos de la injusticia, la estupidez y la indignidad" (Crespo, 2014, p.320). La línea exacta de la estirpe ascendente. El nombre de la abuela, la madre de su padre, se dice Flor de María Meléndez-González, grande ejemplo de mujer. Lo demás fue siempre camino, y nadie puede negar que el poeta Luis Alberto Crespo viene de un mundo de luz, como el mediodía, que nunca jamás dejó de alumbrar la historia nacional, porque en las huellas de sus nombres familiares descansa gran parte del sentir de este país; la dignidad y la identidad del país, que con la fuerza moral de su pasado trata de mantenerse en pie en el presente, combatiendo las más atroces amenazas de las fuerzas imperiales modernas. Sólo que ahora cuenta con el empuje de un pueblo rescatado de su propia invisibilidad; decidido a ser libre y soberano, por sobre toda impostura y dominio. Por otra parte…

El sentimiento social y el sentido de la justicia y el bien en el ejercicio laboral dentro y fuera de la empresa petrolera, fue el campo de batalla de don Benito J. Pereira Perera, quien como empleado de la Mene Grande pudo percibir las incontables injusticias que se cometían contra los trabajadores, y las ominosas acciones de los gobiernos de los años cincuenta y sesenta; no sólo en el manejo del erario nacional, sino en el acallamiento de las luchas civiles que clamaban el bienestar colectivo y la justicia social. Entonces se peleaba, sin miedos, por el estado de Derecho, por la dignidad del país y por la defensa de la patria, sin contorsiones. Como Martín Marval, otro viejo luchador sindicalista, don Benito Pereira Perera fue consecuente en su lucha y hasta las tierras del estado Zulia, en occidente, llevó su canto de batalla; y con él la familia. De vuelta a oriente —ya fuera del trabajo petrolero—, don Benito J. Pereira Perera funge Maestro de Obra en instalaciones sanitarias de hospitales, con el mismo tesón y compromiso de antes, con la misma orientación reivindicativa, solidaria y comprometida de antes, como parte de su norte vital de ir por el camino de la justicia y el bien con el mismo paso que andaba su corazón y su prole.

En ese tránsito, el joven adolescente Gustavo Eduardo Pereira Salazar devoraba la biblioteca familiar, tanto en Maracaibo como en la casa humilde de Puerto La Cruz; y cruzó a la carrera las calles, y la costa empedrada para solicitar nuevos tomos. También animó en el liceo la temprana conciencia del deber moral ante la historia y ante su tiempo. El mural del colegio expresó notas rebeldes. Sin embargo, la policía política estaba al cuidado de sus pasos y acciones, más por el padre que por los hijos, avistando el hogar sencillo, porque dentro había ideas revueltas. Estaba Carlos Marx y había una olla vacía, los hermanos pequeños, la vida y las hazañas de Simón Bolívar, aperos de trabajo y páginas manuscritas. Y, por supuesto, la poesía.

Allí, salvándose del desamparo, el joven poeta Gustavo Pereira, con la ayuda del padre, fundó el Ateneo de Barcelona, en un cuarto de la casa, su casa, al lado de la máquina de coser —una vieja Singer— de su madre, doña Ofelia Fernanda Salazar, con la que hacía la ropa de los niños y las niñas de la pequeña tribu. Como buena margariteña, doña Ofelia amparaba su rebaño con la magia del amor doméstico, contribuyendo así a sostener el amoroso hogar ante las limitaciones y las necesidades. Al recuperar esos recuerdos en su libro El legado indígena (2004), Pereira desentraña su voz caribe y su ciudadanía indígena. Su ser guaiquerí. Además, recupera de ese "pasado desconocido y viviente, extinto y recurrente, ignoto y cotidiano" guayquerí, una lista de vocablos a las que el poeta asume como "conciencia de aquellas filiaciones": piragua, cayuco, botuto, chichipe, guacuco, quigua, yaguaro, aripo, múcura, guaraguao, guayacán, mamey, maco, tacarigua, auyama, guayamate, cataco, cherechere, carachana, carapacho, guacharaca, cocuyo, guayaba, bejuco, totuma, charagato, cabuya, catuche, cuinche, camiguana, mara, yaque (pp.10-11). Como familia diversa y única, Pereira los ha estudiado como Kari´ñas, como Pemones, como Ye´kwana o Makiritare, como E´napa o Panare, como Yukpa, como Wa´nai o Mapoyo, comoYawarana o Yabarana, como Kapón; pero en igual medida, el poeta trata de los Arawak, y con ellos nuestros Wayúu o Goajiros, los Añú o Paraujano, los Baniva, los Baré, los Kurrimono Kurripaco, los Lokono o Arawako, los Tsasé o Piapoco y los Warekena. Como país las ha vivido hasta hacerlas una familia originaria visible.

Su libro Costado Indio (2001) recupera y plasma su riqueza cultural y etnográfica, y en la Constitución Nacional de la República Bolivariana de Venezuela, promulgada en diciembre de 1999, Pereira tuvo capital protagonismo y defensa de sus artículos 119, 120, 121, 122, 123, 124, 125 y 126 del Capítulo VIII, dedicados precisamente a dignificar y reconocer en los pueblos indígenas venezolanos, sus derechos civiles tangibles e intangibles (identidad étnica, salud, educación, desarrollo y asistencia técnica necesaria para el beneficio colectivo, propiedad intelectual, acceso al conocimiento y a la participación política, entre otros), bienes materiales y espirituales, organización social, política y económica; culturas, usos y costumbres, idiomas y religiones; hábitats y demás aspectos relativos a su cosmogonía y cosmovisión de sus formas de vida; recursos naturales, tierras, lugares sagrados y cultos, entre muchos otros.

De estas sangres suyas extrae la sabia de su rebeldía interior, su apego moral a la causa de los desheredados del bien y del amor, y la apunta como huella sonora para que se descontamine la historia de tanto encomio. Así lo afirma el sabio poeta: "Consecuencia de su resistencia frente al vasallaje, del despojo sistemático de sus tierras y de la progresiva exclusión a que fueran sometidos, nuestros pueblos indígenas se hallan casi sólo en las zonas fronterizas de oriente, occidente y sur del país" (Pereira, 2004, p.24).

De ese mestizaje Pereira será fiel estudioso y revelador, tanto más que esa mezcla de sangre significó decapitación de indios, mutilación de partes humanas, quema de cuerpos vivientes y castración salvaje de sueños naturales, como se hizo en Nueva Cádiz-Cubagua, La Española-Haití y México, por decir algunos lugares; en nombre de una cruz y de una conversión cristiana, que emanó de una vieja teología medieval pasada por el absolutismo y el fanatismo monárquico-religioso renacentista de una España decadente, que tintó como voluntad divina, el exterminio y el expolio de un continente que nada le había quitado a aquella Europa, y aquel mundo, allende los mares. Sumado esto al saqueo propiciado por otras potencias colonialistas europeas (ingleses, holandeses, franceses, italianos, españoles, portugueses, alemanes, japoneses, etcétera) , persiguiendo los mitos del paraíso terrenal (vida eterna, las fuentes de la eterna juventud, El Dorado y la Arcadia), significó no sólo la destrucción y el pillaje más atroz en estas tierras, sino el enterramiento de una cultura originaria que, más por fuerza de los milagros que por sobrevivencia, logró subsistir hasta el siglo veinte y lo que va del presente, como dolida y abrasante huella en su llama más viva. El Libro Primero de su magna obra Historia del paraíso, titulado Develación y saqueo del Nuevo Mundo (Caracas, Editorial El Perro y la Rana, 2007 y 2014; 426 p.),desentraña todos estos horrores.

Pereira muestra su interés en revelar esa cicatriz ancilar, dedicándole varios de sus poemas más conocidos, como "Carta de (Des)identidad", en Vivir contra morir, 1988; "Señas de identidad". en Sentimentario, 2004; "Forastería", en Escritos de Salvaje, 1993; "Jokoyakore naruae anayakore yarote", en Escritos sobre Salvajes, 1993; "Chichén Itzá", en Sentimentario, 2004; "Cholula 1519", en Oficio de partir, 1999; y su clásico "Sobre salvajes", en Escritos de Salvaje, 1993; para no olvidar las causas y medios que diezmaron a nuestros indios con tan diversos como crueles ardides, hasta borrarlos de la tierra:

La guerra de exterminio, la encomienda, la mita, las enfermedades epidémicas desconocidas en América (viruela, sarampión, gripe, tifus, malaria, difteria, paperas, peste, tosferina, tuberculosis, fiebre amarilla) y el choque cultural (…) Cifras contemporáneas calculan la población indígena americana para 1492 entre 70 y 90 millones de habitantes, de los cuales sobrevivirían, siglo y medio después, 3 millones y medio (Pereira, 2007, Vol. I, p.81).

Como protagonistas de esa historia nacional —que es lucha continuada entre generaciones—, y como voces destinadas a desentrañar ese país duro, socavado por las desmanes del poder y la ignominia, Gustavo Pereira (1940) y Luis Alberto Crespo (1941) mantienen durante más de cincuenta años un ejercicio consecuente con la poesía, con el artículo periodístico, con el encuentro, y con el gesto solidario ante otros camaradas del arte y tantas profesiones, siempre para revelar, para dignificar, para valorar y para entregar la razón de ser de sus búsquedas creativas y existenciales. Admirable resulta esta consecuencia.

Ante el umbral de sus ochenta años, repito, transitar por sus vastas trayectorias literarias y seguir como lectores sensibles cada detalle de sus palabras, de sus oficios, de sus costados indios, de sus recorridos humboldtianos, de su decir en la metáfora y su decir en la acción, nos redime y nos salva, por cuanto ambos creadores, como nuestro grande poeta Ramón Palomares y nuestro grande ensayista Mariano Picón Salas, han sobrellevado la idea de país, el sentir de país, más allá de sus aldeas, más allá de sus hogares de provincia, llámense playa o desierto, montaña o llanura; llámense Punta de Piedras o isla de Margarita, Carora o espina, Escuque o tierra andina, para entregarnos su paisaje, las vivencias de su gentes, los secretos de sus minerales, el galope de sus vientos, de sus caballos y de sus fantasmas más queridos; mostrando a Venezuela como tierra mágica, como tierra dolida y doliente, como tierra con pasado, con presente y con futuro, siempre que asumamos su identidad y su soberanía con criterios de pertenencia, con dignidad proba, con moral incorruptible y con la pasión de su grandeza natural e histórica. Con su poesía y sus cantos, su palabra y su huella.

3.- LA CRÓNICA LITERARIA DE LUIS ALBERTO CRESPO

Los bálsamos de la tierra y de los seres que la habitan, devienen en Luis Alberto Crespo de paternal angustia, y de estremecimiento visceral, en punzada amorosa, según el poeta Gustavo Pereira; pues fue don Antonio Crespo Meléndez quien le enseñó arrojo, y sustrajo hilachas de papel de sus bolsillos para que plasmara en verso sus encuentros con lo árido, lo espinoso, lo distante; pero igualmente para que escuchara lo que no se oye: el tañido, la letanía y el secreto de los montes. Pereira precisa, en una línea del prólogo titulado "Ese territorio invisible y amado" del libro de crónicas El país ausente (2004), que "Crespo ha hecho de su vida y de su obra una fascinante y extensa geografía de amor por Venezuela" (Crespo, 2004, p.9). Lleva el poeta Pereira el nombre de Luis Alberto Crespo al lado de otros larenses notables: Lisandro Alvarado, Cecilio "Chío" Zubillaga y Francisco Tamayo. De la espina ardida, de la tierra yerma, de la arcilla desguarecida, del peregrinaje y el tormento, del desamparo y los quehaceres dice también que adviene esa fina pluma, esa prosa cuidada, esa poesía enorme del corazón, para darle forma a esta grande empresa titulada El país ausente, cuyos 255 testimonios narrados o contados, puestos a la orden del día con rigurosa entrega periodística, durante casi una década, en el diario El Nacional de Caracas, andando por los rincones el país de Simón Bolívar y de Andrés Bello, el país de Simón Rodríguez y de todos los venezolanos; de Oriente a Guayana, del Litoral al Centro, de los Llanos abiertos y señeros a Occidente, del Sur a los páramos, de las más humildes aldeas a las más urbanas ciudades; siempre desde el ojo del hombre que ausculta un misterio, que detalla la hondura de un enigma, del poeta que encuentra una rareza y la trae a casa para convertirla en objeto mágico del lenguaje y del idioma. Valga decir entonces, en crónica periodística.

El país ausente es un libro de afectos, de lecturas y de descubrimientos. El poeta Miguel Márquez, quien ha dedicado notables líneas a esta obra en su largo ensayo "Luis Alberto Crespo: el paraíso de la aridez" (2016), intuye que Crespo se propuso rescatar del olvido cuanto edifica el país en su resistencia ante la desmemoria, a partir de esa decorosa conjunción de la crónica de viaje con el periodismo, y de la poesía con su tierra, más allá de la devastación dejada en Venezuela por el rentismo petrolero de los anos setenta y ochenta recientes; así como un gregarismo extraño y avaro sustentado en ciertas "arquitecturas de poder", caracterizadas por la injusta distribución de la riqueza nacional. Al hacer minucioso registro del quehacer socio-cultural del venezolano y desentrañar sus riquezas y valores humanos, Crespo:

busca impedir que la desmemoria se lo lleve todo: el arte contra la desesperación de la pérdida, la literatura contra la indiferencia, el egoísmo y el olvido; es decir, hablamos de una mirada crítica de los modos y maneras de su tiempo, de una escritura que va más allá de la superficialidad ambiental, de la hipocresía para esconder los orígenes, crítica del dinero como valor supremo y de la demagogia verbal y de la indiferencia con los otros (Márquez, 2016, p..60).

Extraordinaria es su capacidad de poeta embraguetado para el decir criollo, con la pluma culta y con la sencillez; con la hondura, con la metáfora y lo terrestre, para develar estampas humanas y de pueblos con la maestría de un oficio que sobrepasa al género de la prosa. Reconocerlo así es apenas atisbar las características de una alta condición de periodista que, como Gabriel García Márquez, halló abono fértil para el encantamiento de lo real y de lo maravilloso, para el realismo y para lo mágico en las entrañas mismas de lo memorioso y lo propio. Un ejemplo de ello está vertido en la crónica "Los espíritus de Teodora Torrealba" o la Niña Torrealba en otro decir, quien murió a los 120 años en el umbral de Sanare, predios larenses del municipio Andrés Eloy Blanco, "donde se curva el rastro que tuerce hacia Yay, ese distrito de lomeríos donde se concilia el cardo con la rama umbrosa" (Crespo, 2004, p.467). Sanare y Yay o Curigua y Sainó, que son zonas de canteras, llevan al poeta Crespo al encuentro con lo mítico del barro y sus cuidadoras de losas y artesanías ancestrales, de creencias campechanas, de ánimas del purgatorio y entierro de peculios en botijas de viento y luna. Por eso, al describir el duro oficio ejercido por las pieles de las doñas Teodora, Adriana o Alicia Mujica, matiza con galanura la belleza rústica y pertinaz: "Su estilo fue encantamiento de la arcilla color de tesoro, no se sabe si por embrujo propio o por industria aprendida de su madre Micaela. Prefería mezclar su embrollo de cieno y agua con la osamenta de las lozas que cedían pronto a la quema" (Crespo, 2004, p.467). De la premura de su recuerdo reconquistado se alienta Crespo para visitar también al escultor Sergio Escalona, para mirar la escultura hecha sobre el centenario personaje femenino del barro, y la describe al vuelo con ternura infinita: "La "Niña" luce su inseparable sombrero, viste su camisón de trapo ingrato, pero su figura de pastora solitaria fulge extrañamente con el lujo de la piedra que la sustrae de la ruina de la muerte" (Crespo, 2004, p.468).

Tiene tan delicado estilo para la nombradía y el reclamo, para el portento de la lengua y la razón de las querellas, que el sutil poeta de la prosa española que es Luis Alberto Crespo, increpa y desluce el sucio de las vías, el dolor visual de los corotos arrojados al borde de los caminos nacionales, por ofensiva impostura y la carencia de modales de conservación ambiental, con esta breve cita de reconocimiento de la belleza antes de la amarga sentencia y la verdad incuestionable, porque la basura que el viajero deja a su paso por las carreteras venezolanas, no tiene razón de ser:

Hay paisajes menos geográficos que escritos o nombrados. El del llano es más real en la copla que en la mirada. Cuánta Margarita sólo se encuentra en el polo y en los versos de sus juglares de peñero y trespuños. Pero ninguno es tan poco traducible a la realidad como ese Oriente que tramonta el espinar, pisa tierra roja en la depresión del Unare y vivaquea entre el cujisal, la tuna y la palma, hasta perderse más allá de Píritu y mucho después en la narrativa y la crónica de Alfredo Armas Alfonzo. Desde que el escritor de prosa única e irrepetible la hiciera suya, toda esa porción de la Venezuela de las albuferas y el monte deciduo de nuestro Oriente es puramente visible en el estilo y la motivación literaria de Los cielos de la muerte, La cresta del cangrejo, Tramojo, Los lamederos del diablo, Como el polvo, P.T.C. Pto. Sucre vía Cristóbal, El osario de Dios, Angelaciones, Clarines bien lejos, Siete güiripas para don Hilario, Cien máuseres, ninguna muerte y una sola amapola, Cada espina, Los desiertos del ángel, Las palabras de Guanape o de una vida enteramente atenta a la historia de los santos. La biografía de las yerbas, la averiguación de las huellas del hombre guerrero y manso y la crónica periodística cuyo tema único es la nostalgia (Crespo, 2004, p.37).

Obsérvese cuánto homenaje amoroso al país amado y dolido, reconocido y conocido brinda Crespo en su decir de geografía y letra, de palabra y nostalgia, de ubicuidad y asombro, de reflexión y extrañamiento. Su querencia y su dolencia se convierten en unísona expresión para valorar antes que negar, para llevarse el recuerdo de lo ignoto por sobre la morada de las penurias: "Digo inmundicia y siento que me expreso avaramente puesto que es un inmenso basural lo que agobia cuanto quiere florecer o verdecer en el suelo ocre y ardido del país de los balnearios y los resorts" (Crespo, 2004, p.38). Pocas lecturas dan tanto placer para repetirlas como la lectura de El país ausente, y pocas veces una crónica semanal fue capítulo sumado a la belleza del idioma español, las mil y una veces, como este ejercicio sumario de viajes y andanzas, de reconocimientos y murmullos, de decires y conquistas.

Luis Alberto Crespo es un poeta que ejerce y ejercita la crónica poética —que no aquella encasillada en fechas y datos sin pulitura ni holgura, sin metáforas ni imaginación— por cuanto lo motiva el paisaje, la estampa del hombre, la queja del tiempo, la recuperación de lo memorioso, el desglosamiento de lo contradictorio y el apunte del país que habla, dice y se expresa, para enarbolar sus sueños sobre las espinas y las asaduras de la inequidad, las injusticias y el olvido. Crespo desentraña la crónica del oro y la panela, del azúcar y el maíz, del petróleo y el agua, del licor y el café. Así mismo, todo el dolor y el cantar, todo sudor y esperanza de este Caribe latinoamericano es un portento de crónica en su escribir. Ese mismo Caribe que es nuestra lengua y raíz, y que de manera justiciera y reveladora el poeta Gustavo Pereira, en su vasto narrar y describir, nos acerca en sus libros Historias del Paraíso y Costado indio. Crónica poética que tiene en Orlando Araujo, Alfredo Armas Alfonzo, Benito Yrady y Antonio Trujillo constancia imperecedera. Crónica del tiempo y el tono social que tiene en Adriano González León, Miguel Otero Silva, José León Tapia, Earle Herrera y Esteban Emilio Mosonyi, material de estudio y hondas referencias.

El ensayista y estudioso de nuestra historia literaria, Alberto Rodríguez Carucci, en su conocida y reeditada obra Sueños originarios (2001), sostiene que las crónicas —fundamentalmente las crónicas de Indias— resisten diversas lecturas, de cara a las nuevas teorías surgidas en torno al arte, la historia, la literatura y el saber humanos, pero ofrece una brevísima tipificación de las mismas, hasta referir, incluso, las "crónicas disidentes", como La brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552) de fray Bartolomé de las Casas o de los vencidos, como los Comentarios Reales de los incas (1609) del Inca Garcilaso de la Vega:

Estas, denominadas a veces corónicas o chrónicas, fueron escritas por navegantes que exploraban las tierras que acababan de descubrir (Colón, Alvar Núñez Cabeza de Vaca), por soldados que participaban en las guerras de conquista (Cortés, Bernal Díaz del Castillo, Cieza de León), por misioneros empeñados en realizar la "conquista espiritual" de los indígenas americanos (Las Casas, Sahagún), o por eruditos humanistas que sin participar en los hechos, y en algunos casos sin venir a América (Pedro Mártir de Anglería, López de Gómara, Antonio de Solís), escribieron sus obras tras indagar acuciosamente en la documentación indiana (RODRIGUEZ CARUCCI, 2017, p.91).

Bien como documentos de la colonia y de la historia, conquista o colonización mediantes; o como discursos que contribuyen a desentrañar el pasado y determinar sus raíces nacionales, los poetas Crespo y Pereira conocen de mano todos esos documentos referidos por Rodríguez Carucci, tanto como otros intelectuales venezolanos en su momento (Arístides Rojas, Uslar-Pietri, Picón Salas), por cuanto en sus verdades o mentiras se rastrea la idea de país que tanto se intenta preservar ante los nuevos tiempos. Sin embargo, sus ideas de crónicas se basan en perspectivas de campo, de estudios de comunidades originarias que defienden su pervivencia y permanencia, como se vislumbra en un punto común de esos encuentros, cuando ambos poetas, Crespo y Pereira, conocen de primera mano el rito (o más exactamente, la fiesta) a los muertos Akaatombo, con el que la comunidad kariña de la Mesa de Guanipa, en el estado Anzoátegui, festeja el encuentro y salvación de sus espíritus y afectos ya idos, en un reencuentro que, tras la bebida del kashire y la danza, suprime dolor y ausencia, por entrega y comunión:

La fiesta de los muertos no excluyó a la inocencia: los niños "personificaron" el alma de un infante muerto, participaron en la danza y compartieron un magro festín aderezado con azúcar. Las niñas vistieron la florida naava tradicional. Danzaron en silencio. Nosotros —ya lo sabemos— también fuimos akaatombo. Y nosotros somos Esteban Emilio Mosonyi, Eduardo Gil, Santos López, Antonio Trujillo, Carmen Verde, de la Casa Nacional de Las Letras Andrés Bello; la antropólogo Daisy Barreto e Igor Arias y Maurelena Remiro, nuestros amigos del Ciara, la Fundación de Capacitación e Innovación para el Desarrollo Rural y de Prodecop, uno de sus organismos de punta. Hemos determinado andar juntos por el país ausente para afianzar la identidad cultural y social de las regiones y el mutuo fortalecimiento de la inteligencia del hombre con la tierra y su animamundi (Crespo, 2004.p.39).

Si bien la crónica clásica, la antigua, la europea, consignaba los hechos "sin comentarios y sin pormenores", bien que fueran de Pistorius o de Esteban de Garibay, Antonio de Nebrija o Lope de Ayala, por decir lo menos; de España, de Italia, de Portugal, de Inglaterra o de Alemania, las crónicas paganas de Luis Alberto Crespo, que también son clásicas para el sentir nuestro, abundan en pormenores y enriquecen los comentarios de protagonistas naturales, sean estos humanos viejos, humanos muertos, humanos por despertar, o paisajes que son o fueron; o recuerdos y nostalgias, tan vivos todos como las candelas de marzo, como el candor de su prosa alegre.

4.- EL PAÍS NUESTRO AMERICANO DE GUSTAVO PEREIRA

El país de Gustavo Pereira es sueño y dignidad, lucha y luz, astilla y pulmón, verbo y poesía. Lo nombra y lo sufre, lo perfila en el verso y lo catapulta en el tiempo. Es su libro y su padre, su cartilla de niño rumbo a la escuela para leer bajo un árbol y frente a un puerto vacío; es un pan negado a los pobres ante sus ojos de párvulo, y la herida de un golpe mortal en la nuca a un hermano. Es también el ojo cautivo de su paisaje natal y del libro que le anticipa en la infancia dudas y resplandores, para impulsarse tempranamente en los estudios serios y profundos que le develen una América mágica y desconocida; injustamente maltratada y, peor aún, contada y transcrita para el dominio tribal en documentos reales y portentos de idioma ibérico, de la mano de conquistadores, cronistas, viajeros y exploradores, así como toda suerte de mercaderes de fábulas ingeniosas, que no verdades históricas ni reivindicativas.

Pereira es un poeta con un ideal claro y definido, bolivariano, revolucionario, vertical. No son textos ni ideas ataviadas de vanidad, de prurito, de presunción académica ni de vano ejercicio del lenguaje. Es en cambio, la angustiosa recurrencia de una voz que hace esfuerzos para encontrarse desde el sendero infinito de las ideas con otras almas sensibles de la Humanidad –con mayúscula. Sus poemas "Fin de la historia" y "Cartel de adiós al Viejo Mundo" así lo manifiestan. (Pereira, 2017, pp. 49 y 52).

Desde Historias del paraíso (1997) a Los blancos hijos del cielo (1998) y de Costado indio (2001) a El legado indígena (2004), Pereira revisa y analiza abundante literatura indígena o sobre el tema indígena, de frailes y cronistas, como Historia de las Indias de Nueva España de Fray Diego Durán, la Relación acerca de las antigüedades de indios de Fray Ramón Pané, las Noticias Historiales de Venezuela (1627) de Fray Pedro Simón; así como tres obras fundamentales de Fray Bartolomé de Las Casas: Historia de las Indias, Los cuatro viajes del Almirante y su testamento (Relación compendiada) y la Brevísima relación de la destrucción de las Indias; la Historia de la Nueva Andalucía de Fray Antonio de Caulín, la Historia general y natural de las Indias (1535) de Gonzalo Fernández de Oviedo, la Historia general de las Indias (Siglo XVI) de Francisco López de Gómara, Historia del Almirante de las Indias don Cristóbal Colón de Fernando Colón; El libro de los libros de Chilam Balam de Chumayel, la Recopilación historial de Venezuela de Fray Pedro de Aguado, el Ensayo de historia americana (Siglo XVIII) de Felipe Salvador Gilij, la Conversión de Píritu (1690) del padre Matíaz Ruíz Blanco; y obras de autores contemporáneos como las Letras precolombinas de Georges Baudo, y de algunos textos de poesía indígena compilados por Jorge Zalamea y Ernesto Cardenal, entre otros. De manera especial estudia Pereira los aportes de Marc de Civrieux, también los de Basilio M. De Barral, Guarao-Guarata (Lo que cuentan los indios waraúnos), Esteban Emilio Mosonyi, Johannen Wilber y Ramón Paz Ipuana. Fueron estas mismas búsquedas del pensamiento y la dignidad del hombre de todos los tiempos y de todas las culturas, las que llevaron a Pereira a toda suerte de fuentes poéticas, como la proveniente de la cultura amerindia, a la cual consagra una sólida y relevante investigación.

La poesía le convoca a agudos razonamientos y no pocas dudas. Por eso se adentra en los movimientos y corrientes literarias, repasa los textos de los antiguos, a la poéises de los griegos, al mismo Aristóteles por todos conocido, pero fija su mirada con profunda atención y sensibilidad en los cantos quechuas de la Cordillera de los Andes, "Tratárase del haraui o canción elegíaca o amorosa, del haylli o canto guerrero, pastoril o religioso, del wanka elegíaco, del taki o canción, del wawaki ritual, del waynu o de la qhashwa (que acompañaba a la danza), la expresión poética en el Tawantinsuyo parece autodefinirse en delicada, candorosa sensibilidad, pero también en armoniosa integración cósmica" (Pereira, 2013, p.19); en los nahuas de Texcoco y sus poetas o cuicapicques, en los cantos de Tlaltecatzin, y del gran Nezahualcóyotl, o de nuestros pemones y waraos, kariñas y wayús, piapocos y piaroas, jivis y goajiros, yanomamis y yecuanas, yaruros y tamanacos y cumanacotos, por nombrar sólo algunas de nuestras ancestrales comunidades originarias, para legarnos un trabajo de visiones cósmicas, que nos son consustanciales a pesar de su negación histórica antes, durante y después del coloniaje de América.

Desde niño Pereira supo que había otro país —oculto y ocultado, escondido o negado—, que cada 12 de octubre se acentuaba en su borradura con la pretenciosa celebración del Día de la Raza. Por considerársenos salvajes y bárbaros, inferiores e indolentes, nos invisibilizaron. Por pensar que éramos idiotas nos dominaron de mil maneras. De este modo, el libro de escuela acalló la verdad histórica. El maestro de escuela sembró la falsedad y el germen de la dominación. Las instituciones del Estado resultaron serviles instrumentos para el capitalismo mampuesto, la democracia a dedo, el compadrazgo de intereses y la compra-venta de nuestro sentido de cultura. Ese país le dolió mucho a la juventud de Gustavo Pereira en los años sesenta. La mayoría jóvenes de provincia estudiando en Caracas, en sus universidades. Tenían no más de veinticinco años de edad y se llamaban Víctor Salazar, Rita Valdivia, José Lira Sosa, Eduardo Sifontes, Luis José Bonilla o Eduardo Lezama, pero fueron muchos, muchos más, estudiantes de medicina, de derecho, de sociología, de historia, de letras y filosofía, como Víctor Valera Mora, Edmundo Aray, Lubio Cardozo, José Barroeta, Caupolicán Ovalles, Aníbal Castillo, William Osuna, Juan Calzadilla, Ludovico Silva, Arnaldo Acosta Bello, Ramón Palomares o Luis Alberto Crespo.

En las trincheras estaban o andaban no menos combatientes de valor y gallardía, como Fabricio Ojeda, Germán Lairet, Oswaldo Barreto, Moisés Moleiro, Douglas Bravo y Francisco Prada Barazarte. Atrás en la historia estaban las páginas sangrientas del país de Juan Vicente Gómez, y la inmolación de un coterráneo de Porlamar llamado Luis Castro, integrante activo y altivo de la llamada Generación del 28. Más reciente ardía en llamas el país de otro dictador, Marcos Pérez Jiménez, de cuya sangre y aplanadora doctrina se liberó el pueblo el 23 de enero de 1958. Entrambos personajes crueles se enaltecía la figura revolucionaria y valiente del Comandante Carache, el profesor Argimiro Gabaldón. El joven Pereira lo sabe combatiente en las montañas de Lara, de Portuguesa y de Trujillo, desde el Frente Guerrillero Simón Bolívar, pero los presidentes "democráticos" Rómulo Betancourt y Raúl Leoni serán inclementes con la disidencia y los hombres en armas. Entretanto, el Partido Comunista de Venezuela ve caer muchos líderes pensadores y hermanos soñadores de la liberación nacional y el socialismo, que anteponían su conciencia y su dignidad al servilismo y la traición. La opresión fue ruda y cruda. Los pobres y los oprimidos fueron presos y muertos. Se peleaba por la patria. Se peleaba por el país de Gustavo Pereira. Tenía 20 años el joven poeta cuando enfiló su poesía tras esa causa, y la ha sostenido sin vacilar desde entonces. Tal es su ejemplo, tal su nobleza, tal su entrega.

Para leer el país de Gustavo Pereira debe considerarse varias perspectivas. Su poesía —su poética—, con sus variantes temáticas de tipo histórico-social (característica durante la década del sesenta), y su posterior libertad formal y visión universal, a partir de su conocido neologismo llamado somaris, dan una primera visión. Luego, su pensamiento ideológico de izquierda —indeclinable, sostenido, sustentado— expresa en toda su obra un sentir de dignidad y lucha incuestionable. Por otro lado, su prosa nos da una visión de la historia nacional integral, en lo que atañe a pasado, presente y futuro, de manera profusa, inteligente y bien documentada, con un estilo ameno y sabias certidumbres. Por último, su ejercicio cívico, de impecable basamento moral y ético, en lo profesional y, fundamentalmente, en su ciudadanía, resultan incuestionables.

Aquel joven rebelde que describe el país venezolano de 1965 y 1966 en sus primeros libros, a través de sus versos irónicos, (Preparativos de viaje, 1964; En plena estación, 1966; Hasta reventar, 1966 y El interior de las sombras, 1968), recién se aparta de los aulas de clase de derecho de la Universidad Central de Venezuela, y regresa a oriente, a Puerto La Cruz, a Barcelona, a Maturín, a El Tigre, como oficiante legal de los presos políticos; como defensor de sus camaradas detenidos y torturados, sometidos al rigor inclemente del bozal y la soledad; también para apoyar a los sindicatos de obreros y a quienes llamaban insurgentes o guerrilleros, a líderes estudiantiles y trabajadores de a pie, duramente perseguidos y aplastados. Se allanaban las moradas, se confiscaban panfletos, se golpeaba la carne y los huesos con la tortura miserable, y se desaparecían figuras emblemáticas, visibles, como escarmiento.

El poeta Eduardo Sifontes, por ejemplo, con tan sólo 27 años de edad, fallece en 1974 como consecuencia de las lesiones físicas y morales de la represión sesentista. Punto sensible éste para Gustavo Pereira. Pero podríamos decir lo mismo de Fabricio Ojeda, vetado y encarcelado, por cuya cabeza se ofreció una recompensa de 2.500 bolívares, detenido por el SIFA (Servicio de Información de las Fuerzas Armadas) el 20 de junio de 1966, junto a su compañera Anayansi Jiménez, apareciendo ahorcado en la celda, de lo que se aduce "suicidio", en misterioso ardid, sin que hayan bastado estos 54 años transcurridos para esclarecer tales hechos. La irracionalidad de las prisiones más oscuras, y el cuadro corrupto y opresivo de aquellos gobiernos "representativos" de la nueva democracia, no sugerían precisamente una poetización de la realidad. Esa realidad era cruel y abyecta. El país se apretaba con el alicate y la mordaza. El Estado opresor forzaba a traicionar con el sometimiento y el dolor a los camaradas líderes. El poeta es confeso al señalar que su vida de entonces la vivía en el filo de la navaja. Por otra parte, sirvió de abogado defensor y de juez ejemplar para socorrer a no pocos compañeros presos por su credo político, por artimañas ajenas y traiciones personales, cuando no perseguidos por injustificadas ardides del poder de turno. Así, con desasosiego y esperanza sobrevino el matrimonio y la familia entre 1967 y 1968. Esto dio nuevos aires y más ánimos a los planteamientos ideológicos y estéticos, se asumió el compromiso de sujeto-poeta ante los objetos-sucesos de la realidad, como lo ha reseñado en alguna entrevista con Floriano Martins.

El pensar crítico de Gustavo Pereira respecto al destino nacional del país no tiene ningún sentido si se desencaja de su juventud protagónica en la historia patria de los años sesenta. Más allá de sus estudios de leyes, más allá de la sobrevivencia material mediante el ejercicio docente a nivel universitario, más allá de sus viajes de formación por Francia, Italia, España, la Unión Soviética, China, Vietnam, Inglaterra, México, Perú, Ecuador, Colombia, Cuba, Martinica, Argentina y Estados Unidos, entre otras naciones; su talante reflexivo y su palabra orientadora le merecen el interés de sus lectores, y le ganan el respeto de varias generaciones de intelectuales. El poeta es persistente en su lectura del país desde "la posición ideológica asumida y vivida en los años sesenta", (Crespo, 2004, p. 487), durante toda su trayectoria vital, porque la desmemoria es el principal síntoma para la dominación y el colonialismo, porque la negación del pasado nos aniquila y porque la historia, si es dolida, encumbra las razones de la lucha con valor.

Las persecuciones, los encarcelamientos, las torturas, las desapariciones y muertes de esos años no tienen menos peso moral en nuestra identidad de país que los expolios del colonizador, que la negación sistemática del alma del indio durante el siglo XVI y los subsiguientes, ni menos que las voces jamás oídas de quienes nunca fueron oídos, llámense negros, esclavos, mulatos o mestizos, invisibles o pobres. Por eso se contrapone en el presente, y en todo momento, al endocolonialismo, a toda forma de etnocidio en el mundo, a la imposición de culturas cualquieras sean las vías empleadas, y a la inculturación actuales promovidas, básicamente, "por la transmisión de la podredumbre, de los antivalores de la contracultura de la que todos nosotros hemos sido víctimas" (Pereira, 2006, p. 52). El decir de la historia es también parte del país de Gustavo Pereira. Durante toda su formación académica, y a confesión propia, desde sus cuatro años de edad, se interesó por hurgar las verdades sesgadas, los hechos no esclarecidos y mal contados de aquellos procesos llamados de conquistas del Nuevo Mundo, y no saqueo; llamados descubrimiento de América, y no allanamiento de moradas originarias; encuentro de culturas y no robo ni esclavismo y racismo del más rancio calado. Por eso, su obra raigal en la temática pre y post colombina, titulada Historias del Paraíso, cuya tercera edición entregó al país la Fundación Editorial El Perro la Rana a comienzos de 2015, analiza y detalla esos procesos del coloniaje en América. El poeta Luis Alberto Crespo, en su libro de crónicas peregrinas El país ausente, da síntesis argumental de tan magna investigación:

Historias del paraíso (tiene) casi mil páginas acomodadas en tres tomos, apretados de voces, gritos, loas e insultos, documentos y grimorios, bulas, gracias y condenas, cobros de casa real y de congrua apostólica, pedazos de cartas y de diarios, prosa de contrarreforma y santo oficio, verbo de infundios y de acusaciones, a más del trajín las casas nadantes de los negreros y los filibusteros, a más de los países de papel que así llamaba a los mapas Juan de La Cosa, habituados por la fauna animal y humana de DeBry, esa exageración ilustrada de lo apocalíptico, la culpa judeo cristiana y el fascinante embuste de Raleigh, adornado con la risueña utopía de Moro" (Crespo., 2004, p.486).

La visión de país de Gustavo Pereira abarca desde el espectro histórico de toda la relación pasada del continente americano respecto a Occidente, hasta la propia génesis de la República, cuando se conforma en Capitanía General en 1777; y el estallido de libertad independentista. Su verbo persigue en prólogos, reseñas, notas de catálogos, apuntes diversos e intervenciones orales en diferentes escenarios, los pormenores de esa búsqueda, de desentrañamiento. Y añade en aquel prólogo de El País ausente:

Más allá de esperanzas y sueños, por sobre la hosca resaca de las conflagraciones de la independencia, hombres y mujeres de carne y hueso, devenidos en relámpagos, nos transfirieron entonces sus palpitaciones y sus rastros./ Y fue así que tuvimos un país./ Aunque la realidad siguiera dando tumbos./ A poco de la emancipación las páginas lascasianas, lejos de opacarse en empalidecidos folios, con distintos prontuarios continuaron barruntando los hilos conductores y las antiguas coordenadas de un coloniaje vuelto persistencia en actos y espíritu. En la nueva realidad, a cada angustia colectiva siguió un despropósito oligárquico, a cada fulguración un sinsentido, a cada clamor una treta, a cada investidura un desprecio, a cada insurgir un desamparo, a cada invención una mueca, a cada imaginar una oquedad. / La naciente patria fue conformándose como un remolino, con centro y periferias. / Y fue cada periferia una ausencia (Crespo, 2004, p.7-8).

Los insurrectos, los seres inferiores, los invisibilizados, los oprimidos, quienes han sido el objeto del comercio y no el sujeto del mismo; quienes acallan por intemperancia de la resignación o el miedo, por la desesperanza de las frustraciones, por la impotencia ante el poder dominante de los imperios militares, financieros y mediáticos; en fin, los humildes más soterrados de Venezuela, del Caribe hispano, del Caribe multicultural y multiétnico; los suramericanos sudacas, despreciados por Donald Trump, Joe Biden o cualquier otro sponsor de la burguesía blanca mundial; los latinoamericanos en armas en tantas montañas bombardeadas y molidos a tiros en tantos de golpe de estado facturados en la Escuela de Las Américas, llámense Allende o Gaitán, Hugo Chávez o Evo Morales; o cualquier otro nacionalista criollo de nuestra periferia continental, puede leer el país de Gustavo Pereira en su aguda revisión del pensamiento anticolonialista de nuestros libertadores, principalmente, en la revisada y comentada perspectiva del ideario bolivariano, a partir de sus obras (por suerte reeditadas ya), Simón Bolívar, Escritos anticolonialistas (2005, 2007 y 2011—en árabe—), El joven Bolívar (2007, 2009 y 2013), El juramento de Monte Sacro (2005) y Bolívar en Jamaica. La Carta y otros desvelos (2015). Esta última obra da cuenta de una acuciosa revisión del contenido antiimperialista de ese documento valiente y originario de las luchas emancipadoras de nuestros pueblos latinoamericanos, suscrita por el verbo soberano y emancipador del Libertador Simón Bolívar.

Todo esto deviene en necesaria insistencia para que nuestro pueblo—el pueblo que lee Gustavo Pereira, el pueblo que lee a Gustavo Pereira— beba de la visión preclara de nuestro andar histórico, sin bajar la guardia, sin doblegar la frente, sin descuidar las trincheras vigilantes de los días y de las noches pasadas, porque "cambian las circunstancias, proscenios y protagonistas, mas los poderes terribles que mueven los hilos de los procesos históricos—lucha de clases, los llamó Marx—, y con éstos el desiderátum de las sociedades, siguen cual fantasmas en pena expiando entre nosotros sus antiguas filiaciones" (Pereira, 2009, p. IX).

5.- PALABRAS FINALES: CRÓNICA Y POESÍA COMO SUMA DE LA IDENTIDAD.

Al resumir la perspectiva de lo nuestroamericano en las crónicas de Luis Alberto Crespo, no son gulas de palacetes ni portentos caballerescos sus temas, ni nombradía de reyes o emperadores, historias de notables alcurnias ni sangres reales sus episodios; sino testimonios populares de gente proba, oficios de uña y talón de los pueblos y provincias nativas de Venezuela; impresiones en el tiempo por donde hubo grandeza, reconocimiento y valoración de donde un héroe nacional selló su honra por la causa de la independencia; o un hermano primitivo que ensaya su nacer eternamente apegado a un rito ancestral.

En su visión, la crónica es una suma: historia, realidad y lenguaje; aunque entrañe mito, fantasía o ficción. Su método de cultivo conduce a algún hallazgo. Su pasión por cultivarla alimenta los saberes populares en la misma medida en que se nutre de ello. En sus crónicas hay emoción por nuestra historia, asombro por pertenecerla y dramatismo también por describirla; igualmente, un respeto inmenso para valorarla. Ese país que Luis Alberto Crespo busca y recrea en metáforas en cada viaje, en cada fotograma, en cada entrevista, vivencia y acompañamiento, para ejercitar una y otra vez su crónica ciudadana, su crónica reveladora de la identidad y la pertenencia, se le hace obra sumada, obra consumada y obra pura.

Sin importar los años y las intemperies de ese caminar, ni los medios en que publica cada artículo y cada confesión, su escritura penetra el país por los cuatro costados geográficos y antropológicos, pero también en el documento y la historia, en el testimonio y la denuncia. Por eso su prosa va sumando títulos de cierta semejanza temática, dueñas de un hilo común, de un país único y de un poeta protagonista del paisaje y su significación. Son Llano de hombres (1995), El país ausente (2004), La lectura común (2009), Al filo de la palabra (2011) y Las hojas de las palabras (2014). Son cinco los libros de esa prosa lúcida, de esa búsqueda sin fin del país grande y múltiple, único y propio de Luis Alberto Crespo.

Crespo se nos antoja un Humboldt y un Bonpland en piragua desde el Alto Apure hasta la entraña misma del Orinoco macizo; hasta la confluencia del Guaviare y el Atabapo amazonense, a los cuales percibe "en una pelea de remolinos y espumas" (Crespo, 2004, p.303); cuando el viaje le lleva tras los hechos persistentes del fusilamiento de Tomás Funes por Arévalo Cedeño en año de 1921, más allá de las páginas de la Canaima de Rómulo Gallegos y de La Vorágine de José Eustasio Rivera. Por eso, no se le escapan monumentos vegetales o de adobe, ni piedra de Caripe, Cariaco, Coro o de Turmero, por nombrar algunos pueblos, ni hatos ni baquianos de vías de donde el polvo tuerce las velas de las tardes. Igual se remonta al país de las perlas de 1534, describiendo la asadura de la concha de tierra seca que es Cubagua, adentrado en las páginas y crónicas de Enrique Bernardo Núñez, como se extasía en los estertores de luminosos disparos de fugaz plata aérea del mágico rayo múltiple del Catatumbo. En su prosa y sus crónicas detalla las huellas de cuanto encuentra y concede planas grandezas. Pueden ser los nombres de Argimiro Gabaldón, Cruz Salmerón Acosta o Hesnor Rivera, Elías David Curiel o Miguel Ramón Utrera, el de la "soledad sonora" en su casa con candado y silencio. Realmente los nombres son muchos y tantos, que están para ser buscados y leídos, descubiertos y enriquecidos dentro del cuerpo amoroso y vital de este compendio de notas y búsquedas titulado El país ausente (2004) o en su libro continuado Al filo de la palabra (2011), en la que se acentúa la crónica del decir lo literario en su paso rasante, en su devenir y en su pasado, sin vanos elogios ni vanas mezquindades, ocupándose de leer y dialogar con más de cincuenta autores; y La lectura común (2009) entre cuyas cien notas pergeñan pueblos, bibliotecas, músicos, iglesias, costumbres, decires, personajes, autores, libros, fantasmas y sueños múltiples como la metáfora. También en su libro Llano de hombres (1995 y 2006) la crónica se junta al caballo y al pasto para denostar al hombre de la monta y el jornaleo, al que cura el cuero y al cuajo, al que remienda la cerca con horqueta y tiende el alambre, al que pastorea y siembra en el horizonte abierto del campo y la sabana, al que sueña y espera como en la sentencia final de Doña Bárbara.

Por otra parte, la obra de pensamiento reflexivo, analítico y expositivo del gran poeta venezolano Gustavo Pereira, aparece y se expresa de manera paralela a su sólida obra poética, aunque es a partir de la década de los ochenta cuando su columna Poesía cabeza abajo, publicada en el diario caraqueño El Nacional, revela la aguda percepción de lector y la puntillosa observancia de los temas literarios, filosóficos, históricos y en suma culturales a los que este autor dedica atención constante e interpretaciones diversas desde temprana edad. Las obras Los seres invisibles (2006), Aprender a ser (2007) y Derechos culturales y revolución (2010) tienen su expresión en este apartado. Su obra poética y ensayística es un legado estético para recorrer y reconocer cuánto ha podido expresar al hacer poesía y vivir la historia. Estas expresan, de manera inconfundible, las sólidas bases éticas y morales de su trabajo intelectual. Esto por cuanto su arte es la vía empleada para expresar su compromiso ante la historia, ante sí mismo y ante su país de piedra y mar, de árboles y pájaros, Venezuela.

Del mismo modo que Crespo publicara en el diario El Nacional su columna "El país ausente", para dar cuerpo al libro homónimo, Pereira publica en ese diario su columna "Poesía cabeza abajo", para darle cuerpo también a uno de sus libros de más leídos y comentados: El peor de los oficios, publicado por la Academia de la Historia en 1991, en su Colección El Libro Menor Nº 173 (conformado por notas, artículos y reflexiones que dan cuenta de sus profusas lecturas occidentales y del oriente, y de cuanta fuente haya requerido su saber); reeditada esta obra en La Habana, Cuba, en 2004 por la Editorial Arte y Literatura con un magnífico prólogo de Norberto Codina, titulado "La condición perturbadora de la poesía"; quizás atareado en dar respuesta a la pregunta inicial que hace y se hace Gustavo Pereira en ese libro: ¿Cómo ha podido sobrevivir la poesía a través de los siglos cuando con tanto denuedo se viene proclamando en todo tiempo su extinción? No pocas entrevistas, no pocos ensayos, conferencias, prólogos, exposiciones de toda índole, artículos y notas ha dedicado el poeta a desarrollar una larga y pensada respuesta más allá de El peor de los oficios, cuya tercera edición apareció en el Fondo Editorial Fundarte de Caracas durante julio de 2012.

Quince libros de Pereira contienen las manifestaciones de sus visiones cósmicas formativas y su interior desgarradura frente a las conculcaciones y abyecciones que sufren sus compañeros de poesía, sus compañeros de sueños, sus camaradas del verbo, también como culto lector y sensible protagonista de las vicisitudes políticas e ideológicas de su tiempo, manifestando de manera constante, su visión de las culturas del mundo y de su propia cultura: la ancestral, raigal, la asimilada, la fusión, la mixtura; y aún aquellas que se le avienen al espíritu por el encuentro con sus raíces, sus fuentes, las manifestaciones de su ingenio popular. Estas obras son El diario de a bordo de Colón o la primera proclama del colonialismo en el Caribe (1987), La niebla antigua y amarilla (1988), El peor de los oficios (1991), El pensamiento anticolonialista de los libertadores (1992) —texto que comprende una extensa ponencia político-ideológica sobre el pensamiento independentista—; Historias del paraíso (Tres Tomos, 1997, 2007 y 2014); Los blancos hijos del cielo (1998) —ensayo a propósito de los 500 años del encuentro de Europa y América—; Costado indio (2001), que contiene textos sobre poesía indígena venezolana, además de cantares (breves poemas) en lenguas nativas warao y pemón; El legado indígena (2004), breve libro de reflexiones acerca de sus raíces nativas guaiquerí en su lar natal, la isla de Margarita; Simón Bolívar, escritos anticolonialistas (2007), compilación comentada de cartas y documentos de Bolívar que esclarecen su pensamiento y que Pereira recrea con agudas reflexiones; El juramento de Monte Sacro (2005), también dedicada al pensamiento bolivariano; Los seres invisibles (2006), conjunto de ensayos y notas sobre la pobreza mundial, el ambiente, la marginalidad, la exclusión social y el mancillamiento y la explotación del hombre por el hombre; Cuentas (2007), libro de notas diversas sobre arte, literatura y política, entre otros temas, Derechos culturales y revolución (2010), que establece el análisis de los derechos culturales en la Constitución y el compromiso del Estado venezolano en la consecución de sus fines para la transformación verdadera del hombre; y La poesía es un caballo luminoso (2013).

Pero tendríamos que detenernos en el Preámbulo de la Constitución actual de la República Bolivariana de Venezuela de 1999 para captar en plenitud en sentido de cada sílaba y la sabiduría de cada verso de Pereira puesto en la calle, en el ojo y en el alma del país durante más de cuarenta años y con más de cuarenta títulos publicados:

El pueblo de Venezuela, en ejercicio de sus poderes creadores e invocando la protección de Dios, el ejemplo histórico de nuestro Libertador Simón Bolívar y el heroísmo y sacrificio de nuestros antepasados aborígenes y de los precursores y forjadores de una patria libre y soberana; con el fin supremo de refundar la República para establecer una sociedad democrática, participativa y protagónica, multiétnica y pluricultural en un Estado de justicia, federal y descentralizado, que consolide los valores de la libertad, la independencia, la paz, la solidaridad, el bien común, la integridad territorial, la convivencia y el imperio de la ley para esta y las futuras generaciones; asegure el derecho a la vida, al trabajo, a la cultura, a la educación, a la justicia social y a la igualdad sin discriminación ni subordinación alguna; promueva la cooperación pacífica entre las naciones e impulse y consolide la integración latinoamericana de acuerdo con el principio de no intervención y autodeterminación de los pueblos, la garantía universal e indivisible de los derechos humanos, la democratización de la sociedad internacional, el desarme nuclear, el equilibrio ecológico y los bienes jurídicos ambientales como patrimonio común e irrenunciable de la humanidad; en ejercicio de su poder originario representado por la Asamblea Nacional Constituyente mediante el voto libre y en referendo democrático, Decreta:…

Constitución República Bolivariana de Venezuela (2000), pp.9-11

Tiene una singular trascendencia el hecho de que por primera vez en la historia republicana de Venezuela se establecen y consagran en el texto constitucional, a la par los derechos a la educación, los derechos culturales y los derechos indígenas como derechos fundamentales, y como base, para sustentar la noción de identidad y de pertenencia por sobre todo mecanismo de dominación y transculturación. Como poeta y jurista de viejas causas, Pereira es protagonista en esa puja, y del mismo modo que lo defendiera y propugnara en 1999, persiste en ese interés y en esa batalla, en su discurso de orden en el Palacio de Miraflores en 2001, con motivo de conferírsele el Premio Nacional de Literatura:

Por la cultura pertenecemos a un país, nos miramos en las fuentes de nuestro ser social. Por ella aprendimos a defender espíritu y tierra ante todo invasor, por ella enfrentamos las pretensiones hegemónicas de los imperios, las degradaciones del atraso y el estancamiento, las carencias o los abismos de nuestras resoluciones e irresoluciones. Por ella accedemos a los cauces vivos de nuestra identidad, pero por ella también aprendemos a reconocernos en el otro, a ver en el otro el complemento que nos falta. Por ella, sólo por ella, podremos superar el subdesarrollo y la pobreza (Pereira, 2007, p.238).

En una nota de reflexiones titulada "Los seres invisibles", el poeta Gustavo Pereira antepone su razón moral ante la vida, ante la historia y ante el país, a la propia condición de poeta, a cualquier pretensión de vanidad, por humilde que sea; y se asume en su plenitud como luchador de los derechos humanos, como defensor sensible de la vida, de la esperanza, del trabajo y del bien común entre los hombres, lo cual nos dice mucho de su espíritu solidario, y de su entrega a la causa de la justicia social en Venezuela y más allá. Veamos:

Escribo estas líneas menos como oficiante de la poesía que como angustiado ser humano cuya sensibilidad nació y creció bajo un orden social acicateado por injusticias seculares, y que aprendió a ver a un país, más allá del paisaje luminoso y de las gentes concretas y visibles, a ciertos seres invisibles que también lo poblaban. Tan invisibles y tan numerosos y tan laboriosos y tan persistentes como las gotas de la lluvia, y a quienes debo —o tal vez deba decir debemos— el papel donde escribo, el lecho donde duermo, el zapato que calzo, el plato donde como, el techo que me alberga y hasta el espíritu que me alienta (Pereira, 2006, p.9).

Pereira utiliza símbolos y metáforas de la poesía indígena venezolana como un medio de rescate de sus voces, y como reafirmación interior de esa otra identidad presente en el proceso del mestizaje americano. Se evidencia en su creación un interesante sincretismo mediante una visión cósmica y universal del hombre, también de la poesía como forma superior de expresión. No sólo traduce poesía indígena y escribe textos en esas lenguas, escudriña, igualmente, en sus ancestros guaiqueríes (nativos de la isla de Margarita), las raíces de su propio mestizaje. En esa vena encuentra su país, su identidad y su razón de ser. También su sentir y el sentido de sus luchas desde el sendero de las ideas, de la literatura.

Pariaguán,25 de marzo de 2021





 

REFERENCIAS

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(2018) Nueva lectura del Discurso de Angostura (prosa). Caracas, Venezuela: Fundación

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José Pérez

Profesor Universitario. Investigador, poeta y narrador. Licenciado en Letras. Doctor en Filología Hispánica. Columnista de opinión y articulista de prensa desde 1983. Autor de los libros Cosmovisión del somari, Pájaro de mar por tiera, Como ojo de pez, En canto de Guanipa, Páginas de abordo, Fombona rugido de tigre, entre otros. Galardonado en 14 certámenes literarios.

 elpoetajotape@gmail.com

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