Golpear desde adentro la estructura del Poder Público, apoyándose en un cargo burocrático como medio para desestabilizar el Estado de Derecho. Así se define la doctrina del fascismo institucional.
Si llega a controlar el poder político, degenera rápidamente en Terrorismo de Estado. Pero mientras sólo sea minoría en oposición, intenta hacer experimentos como el comentado por una elegante ex diputada burguesa: “confrontaciones no dialogantes, no electoral (…) un proceso de atornillamiento y domesticación donde se genera un sistema de control social total”.
Quien practica esta doctrina, se aleja de sus deberes con el pueblo y se vale de su autoridad como plataforma capaz de promover una oposición inconstitucional contra las instituciones estatales en perjuicio del interés nacional.
El funcionario fascista actúa dentro de la burocracia, muchas veces como gobernante, su propósito es asaltar el poder para establecer la supremacía de su pandilla privilegiada. Para ello usa propaganda engañosa, lavado de cerebros, medios de comunicación y hasta elecciones, pero sí de las últimas no se desprende la victoria, entonces gana tiempo, se declara inocente y sigue atacando por otras vías.
Para evadir el costo de sus derrotas, el funcionario fascista difama a las instituciones del Poder Público. Sueña con convertir a cada empleado público en un vil saboteador. Acusa sin pruebas y crea la matriz mediática de que los poderes constituidos son ilegítimos y cometen fraude contra la República Decente, o sea, la alta sociedad y sus rehenes mentales.
El fascismo en general, abiertamente legitima la violencia contra los derechos humanos por motivos políticos, religiosos, raciales, etc. Mientras que el fascismo funcionarial es un modo aparentemente pacífico de conspirar entre quienes ocupan cargos públicos, aunque puede pasar fácilmente a la agresividad según lo requiera la táctica de combate.
