Del país profundo: Arnaldo Acosta Bello, el gran fabulador

Conocí a Arnaldo Acosta Bello en los tiempos de “la toma”, la crisis que entre los meses de junio y julio de 1969, sacudió el cuerpo agujereado de la Universidad de Oriente en Cumaná, cuando se levanta el fuego por la autonomía que reclamaban los estudiantes del Comité Central de Toma. Era la lucha por la renovación universitaria, que en Caracas, un año antes, había cobrado fuerza en la Universidad Central de Venezuela, despierta ante los vientos huracanados de los sucesos del mayo francés del 68. Arnaldo Acosta Bello, como amistoso periodista y buen poeta, en medio de la refriega, preparó una entrega especial sobre los sucesos de Cumaná del 69, fue la edición 42 de Oriente Universitario, ese mismo año del cierre de la incomparable espesura de una década transformadora. “También en ti que eres un ángel habita un insecto que despierta tempestades en tu sangre”, decía en letras mayúsculas una de las pintas que en aquel tiempo cruzaban una pared completa del alma mater, metamorfoseada por el toque de un sueño juvenil en Cerro Colorado.


Entre las mezclas de la llanura y el agua de Camaguán había nacido este Arnaldo Acosta Bello un mes de abril de 1927, y a los 69 años, también en un mes de abril, fallece en Barquisimeto. Fue en 1996, cuando el sereno rey de ojos vivos detuvo su risa. Una de sus hijas, Alejandrina Acosta Jaspe, en ronda constante, sigue elevando en un blog los Mapas del Gran Círculo y otros poemas, hasta la Confusión del Rey Esmeralda y rastrea sus huellas más cercanas para darle un lugar de persona privilegiada como poeta. Exalta su grandeza. En uno de sus ejercicios, al referirse al campo de concentración de Guasina, donde estuvo recluido Arnaldo desde el año 1952, ella ofrece el siguiente testimonio: “En el caso de mi padre, la única persona que veía por él fue mi madre, todos sus hermanos le dieron la espalda, dejándolo con el más terrible sufrimiento de desolación. Mi madre, Alejandrina Jaspe, recopiló sus poemas y en las noches en que la Seguridad Nacional no la interrumpía, ella con su máquina de escribir copiaba los poemas de mi padre, que luego vendía en la Plaza O’leary, por dos (2) bolívares para reunir los setecientos (700) bolívares que costaba el pasaje para México, ella no podía trabajar por aparecer en la lista negra de los que estaban en contra del régimen. Solo contó con la ayuda de las abuelas Ramona Bello y Basilia Jaspe y de mis tíos maternos Santana Jaspe y Tomás Jaspe. Todos los demás la dejaron sola.”

Fue guasinero Arnaldo, estuvo junto a cientos de presos, en esa isla de torturas que el río Orinoco inundaba con su paso año tras año. En la enormidad de su costumbre de escribir puso el oído en estas palabras: “Hoy tengo todo el rostro derrumbado en mi mano, hoy siento muchas ganas de alzar entre mis brazos mi propio corazón”. Mucho me hablaba de aquel tiempo deforme contra el cual luchó por años. Guasina, siempre Guasina, y de la Guasina de Río Grande frente a Sacupana, a la cárcel de Ciudad Bolívar y luego el exilio forzado de México. Eran los tiempos de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y Arnaldo Acosta Bello, como militante del Partido Comunista fue llevado a prisión y allí fue herido. En la ciudad de México en 1956 se publica su primer libro El Canto Elemental y tras la caída de la dictadura, se vuelve activísimo poeta en Caracas, con la fundación del grupo Literario Tabla Redonda. Seguirán entonces, una tras otra las ediciones de su extensa obra, en más de una docena de títulos, donde la fabulación asciende de forma progresiva con el tiempo, sin apartarse de la realidad que lo circunda.

En los días de aquella amistad en Cumaná, llegué a convertirme en uno de sus editores, con la obra Los Astros Secretos, incluída en la colección Testimonio que logré dirigir entonces. Un libro diseñado por Alvaro Sotillo, con extraordinarias fotografías de Sebastián Garrido y voces contrapunteadas de la gente más sencilla y sabia de distintos lugares, como el capitán Cornelio o el capitán Gaviota, grandes navegantes de este mar Caribe, o el hijo de Pascuala Carmen Navarro, el fumador de tabaco que veía a las langostas volando por el cielo y conocía las horas propicias para enamorar a las mujeres, o el propio marido de María Lares, que buscando la vida dejó los caballos del llano para venirse al golfo de Cariaco a pedirle la muerte al Gran Poder de Dios y salvarse del pecado. Así se iban caracterizando y ambientando los personajes de pueblo, en un libro de gran vigor y riqueza, donde se reconoce que el pasado está en el presente. Como dato curioso, Arnaldo Acosta Bello buscó y buscó por los caminos a uno de esos personajes que mucho antes había fotografiado Sebastián Garrido. Quería hablarle, conocer su vida de trotamundos, pero se hizo imposible encontrarlo, entonces el propio compilador de la obra lo imaginó en el relato Me llamo trueno. “Me llamo Juan pero me dicen trueno. Trueno y ando en las carreteras me meto en los pueblos me robo con los ojos los racimos de cambures y paso largo rato por los botiquines. Los muchachos me siguen y me jalan, joden bastante y me bambolean de una acera a otras. Yo soy música, luz, anochecer y amanecer…”. Fue su propia invención de la palabra, en este libro casi desconocido del gran poeta venezolano. Se imprimió en los talleres gráficos de la editorial de la Universidad de Oriente un mes de julio del año 1982.

En un antiguo vehículo gris Mercedes- Benz cupé, con motor de 6 cilindros, su estrella plateada de tres puntas y un sistema de frenos seguro, iniciamos con Arnaldo un constante recorrido por los pueblos de Oriente, íbamos en la búsqueda de las enseñanzas que llegaron a proporcionarnos esos seres a los que brindamos especial estimación por el asombro de su sabiduría. Era sorprendente la capacidad de fabulación de cada uno de los personajes que podíamos encontrarnos en nuestros viajes. Sus historias de vida, sus múltiples oficios, su apego a la naturaleza, su enseñanza constante a las nuevas generaciones, su humildad, su sencillez, su paciencia infinita. Así eran ellos, hombres y mujeres de una región marcada por una gran desigualdad social. La evangelización europea no pudo borrar del todo las huellas originarias, chaimas, coacas, cumanagotos, caribes, que en el transcurrir del tiempo templarían una nueva sociedad, con los aportes de los que llegaron de África, para hacernos en estos Anejos Ultramarinos el gran país que somos hoy. El antiguo territorio misional siempre era nuestra ruta entre las grandes plantaciones de caña de azúcar y de tabaco que las montañas y valles del Turimiquire nos permitían apreciar. Seguíamos el camino trazado por el naturalista y explorador alemán Alejandro de Humboldt, quien en 1799, sin contar a los guaiqueríes ni a los guaraúnos, calculaba a la población indígena en 60.000 habitantes, y de esa cifra estimaba que unos 15.000 eran chaimas que vivían entre montes y selvas. Hacia allá íbamos, a reencontrarnos con los pobladores chaimas de Santa María de los Ángeles del Guácharo y de Nuestra Señora del Pilar, San José de Aerocuar, Santa Cruz de Casanay, Jesús del Monte de Catuaro y a indagar entre distintos espacios de la serranía sobre otras misiones que no lograron reedificarse después de su fundación tres siglos antes. La astronomía, la geografía, la botánica, la etnografía y todas las comparaciones que podíamos hacer con los aportes y las experiencias de Humboldt, se convertían en nuestro círculo de conversaciones. Siempre entre Monagas y Sucre estaban las carreteras preferidas y era más frecuente detenernos en San Antonio de Capayacuar , San Miguel de Guanaguana , San Lorenzo Martir de Caranapuey , San Salvador, Aricagua, Arenas, San Fernando del Rey, y aprovechar al máximo la tranquilidad del valle de Cumanacoa, donde dejamos nuestras pisadas. Mucho aprendimos en esos años escuchando a la gente de los pueblos y nos propusimos diseñar una nueva ruta que debía llevarnos hacia la Península de Paria, hacia San José de Irapa, San Juan Bautista de Soro, Yoco,Yaguaraparo y Güiria, con el ánimo de estar más cerca de las costas de Trinidad. Volamos sobre el mapa.

Entre los amigos que iba sumando en aquel tiempo, Arnaldo ocuparía un lugar muy significativo en mi vida, por la anchura de un hermanamiento que se prolongaba cada vez más. A veces extendíamos nuestras conversaciones en Cumaná hasta la medianoche y era un recorrido constante por la historia del país, los acontecimientos del pasado y la actualidad de sucesos que ocupaban, de un extremo a otro, temas noticiosos del continente. Desde el día en que el cosmonauta Yuri Gagarin se puso en órbita, hasta la llegada de Armstrong, Collins y Aldrin a la luna en el Apolo 11, además del fin de la guerra de Vietnam, la situación del politburó de la Unión Soviética, la salida de Nikita Jrushchov y la llegada de Brézhnev, de todo eso hablábamos, así como de Muhammad Alí y de Pelé , o de Salvador Allende y Pinochet, sin que nos faltaran nunca el Ché y Fidel que celebrábamos con las canciones de Carlos Puebla, las de Paco Ibáñez y las del catalán Joan Manuel Serrat con los poemas de Ernesto Cardenal, de Benedetti, de Neruda, de León Felipe, de Alberti, de Antonio Machado y de Miguel Hernández que siempre estaban en nuestras bocas. Por supuesto que nunca faltaría la leyenda de Tabla Redonda, Sanoja Hernández, Darío Lancini, Cadenas, Guédez, Mateo Manaure, Jacobo Borges, Ligia Olivier, Pepé Berroeta y muchos otros, que a diferencia de los grupos Sardio y Techo de la Ballena, sintieron en aquel tiempo encarnizado una mayor necesidad del compromiso intelectual. Un reclamo siempre habría. Pero los 70 fue otra cosa. Con Rafael Caldera surgió la pacificación de la guerrilla y se legalizaron los partidos políticos que durante los gobiernos de Acción Democrática se mantenían en la clandestinidad. También ese era un tema de debates. Una palabra me ha puesto contra la pared, llegaría a decir este buen conversador.

Arnaldo en Cumaná tenía otro encomiable oficio, era reconocido siempre en la cocina. La extensión de su amor aumentaba en el cuidadoso trato a los alimentos. Allá en la llamada residencia de profesores universitarios, desde el Cerro del Medio, en un número que ahora no recuerdo de la casa de cuatro ventanas, eran placenteros los olores y los sabores que encontrábamos a diario. La infaltable zanahoria y el pimentón de vivos colores, cebolla, ajo porro, apio españa, calabacín, mezclados con el jerez y la salsa de soya, la pimienta y los gérmenes de frijol junto a los langostinos para preparar puntualmente el chop suey, que era uno de los platos del fin de semana. En sus manos, todos los frutos que ese mar de la boca del río nos ofrecía, se podían volver una llameante ofrenda. Recuerdo los calamares rellenos y en su tinta, la infaltable catalana de suave carne blanca con sabor a limón, el guiso de mero con champiñones, las huevas de pescado en mantequilla derretida y escalonia morada, con un suave sabor entre el ajo y la cebolla y por supuesto, cuando el tiempo lo permitía, la incomparable ensalada de langosta con manzana y aguacate, o un buen risotto con azafrán al frutti di mare o la afamada caldereta flambeada con brandy. Era un mundo donde yo iba descubriendo nuevos nombres, la endivia de hojas blancas y amargas, el radicchio rojizo, el aromático eneldo, y como un guerrero concentrado en su arte, este Arnaldo, de pura transparencia, intentando enseñarme a cocinar. Me contaba que cuando trabajó para sobrevivir en México, tuvo la gran escuela de cocina con la venta de ollas, porque debía demostrar la calidad del producto al cliente, mediante la preparación de los alimentos. Tiempo más tarde lograría uno de sus más ansiados sueños, cuando se va a vivir a los Andes y establece el restaurant La Montaña Mágica, donde compartió con todos los amigos el gusto por la buena comida y la poesía, allá en Valle Grande de Mérida. “El olor de este valle irrumpe entre relámpagos, no es perfume, sino esencia que negrea en los páramos y desciende a las trinitarias donde un paparote espera la noche con las alas pegadas al cuerpo…”

Arnaldo Acosta Bello en su casa de Valle Grande. Mérida. 1984
Credito: Vasco Szinetar




Esta nota ha sido leída aproximadamente 6527 veces.



Benito Irady

Escritor y estudioso de las tradiciones populares. Actualmente representa a Venezuela ante la Convención de la UNESCO para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial y preside la Fundación Centro de la Diversidad Cultural con sede en Caracas.

 irady.j@gmail.com

Visite el perfil de Benito Irady para ver el listado de todos sus artículos en Aporrea.


Noticias Recientes: