Los corruptos de antier…

En marzo el gobierno de Páez está irremediablemente perdido. De no haber sido el sustituto. El León de Payara hubiese abandonado al país. Se siente achacoso y descreído. Rojas, sin embargo, además de audaz, es indomable. Cruza las líneas enemigas para instruir a las guerrillas que pululan en la retaguardia; escribe casi a diario en la prensa; el millón de libras esterlinas que pidió en empréstito a los ingleses, aunque se ha reducido a la sexta parte por sus dolosos manejos, según clama Fermín Toro, le ha dado ánimo a los caraqueños, para enfrentar la ola federal que amenaza con ahogarlos a todos. Como si no fuera suficiente el desastre de la hacienda pública, como se lo hacen ver Gual y otros "probos varones", grava por otro millón de libras, siete millones de pesos, las aduanas del país. En sus cuentas, a lo gran capitán, "faltan setecientos cincuenta mil pesos", que no logra justificar. Tan sólo el miedo a la degollina liberal lo salva de ser destituido y colgado de un farol, como lo quieren los godos.

Guzmán Blanco, luego del Consejo de Guerra y de sus genuflexiones amatorias, se echó en la hamaca del corredor. Vuela su pensamiento por los bahareques del techo.

— ¡General!, —dijo a su lado Juan Sabroso—, afuera lo están esperando Don Manuel Azpurúa y una vieja más fea que el carrizo. Dice que tiene urgencia de hablar con usted.

Tan pronto entró a la sala, de un vistazo se dio cuenta de quién era la persona que con ropa de mujer y mantilla de viuda lo esperaba:

Pero Don Perucho, usted sí que tiene bolas para meterse en la cueva del lobo.

—Un poco menos que tú, que llegaste a arrinconarme, pero algo me queda; como te lo estoy demostrando, decidí hablar contigo.

Sin mayores circunloquios, como si hablase consigo mismo, dijo a Guzmán Blanco:

—Si haces lo que yo te digo, te haré ganar dos millones de pesos, que están guardados en una cuenta secreta de un banco en Londres. Tan sólo yo, y nadie más que yo, conoce su existencia. Como bien te lo puede decir tu padre, es facultad del Ministro del Interior manejar este tipo de cuentas, entre las tantas cosas que tiene que hacer para mantener el orden. La cuenta secreta de la cual te hablo es de cuatro millones de pesos y es propiedad del gobierno de Venezuela…

—Bien ¿y qué? —preguntó Guzmán inquieto, al no comprender hacia donde iba El Sustituto.

— ¡Qué muy pronto tú serás el gobierno de Venezuela, porque yo me rindo! La verdad es que ya no podemos más. Vengo a proponerte la paz, a entregarte el poder. Tú serás muy pronto el representante de Venezuela, puedes ir a Inglaterra y cobrar el dinero depositado, partiendo conmigo la cochina. Pero como perro viejo late echado, no te revelaré el banco, ni el número de la cuenta, hasta que hayamos firmado la paz y nos encontremos los dos en Inglaterra.

Como Guzmán tuviese una expresión indefinida, Don Perucho soltó su carga final:

—Para que te dejes de escrúpulos te voy a contar algo, de lo que ni el mismo General Páez tiene la menor idea, porque haría fusilar a los culpables. Hace pocos meses, Servadío, mi agente financiero, llevó una carta firmada por lo mejor de Caracas y de los Valles de Aragua al gobierno de Su Majestad Británica, donde le pedían la intervención armada de Inglaterra en Venezuela, (hoy se lo piden a los Marines) para poner fin a esta guerra sangrienta que amenazaba acabar con la raza blanca en nuestro país. A cambio de esta pacificación y de la entronización de la oligarquía, Venezuela cedería a la Gran Bretaña toda la Guayana, amortizando de esta forma la deuda externa.

— ¿A razón de qué, de no ser por lo que estoy diciendo, los bancos ingleses nos concedieron el año pasado un millón de libras esterlinas, es decir, siete millones de pesos, y nos acaban de prestar otro, cuando Venezuela está en la miseria, además de la mala fama que arrastra por insolvente? Como tú comprenderás, no hay patria, no hay país, no hay nación. Se acaba de reventar la piñata y al grito de "Aleluya, que dada quien coja la suya", nos la estamos repartiendo. Tú me dirás: ¿y por qué usted no se opuso a tan abominable negociación? Y yo te respondería simplemente: no fue decisión mía, sino de la gente que apoya mi gobierno. De haberme negado, me hubiesen tumbado y otro hubiese hecho el tronco de negocio del que yo no me he beneficiado y que te estoy proponiendo.

—En resguardo de la dignidad del gobierno, se convino un enfrentamiento entre ambos ejércitos. Era indispensable hacerle comprender a los caraqueños que toda resistencia era imposible. Días antes de firmarse la Paz en Coche, más de ochocientos soldaditos, de banderas encontradas, fueron sacrificados en una farsa sangrienta; el General que condujo al ejército gubernamental a la matanza, luego de tremendo interrogatorio se metió un tiro.

Semanas después El Sustituto y Guzmán Blanco marcharían hacia Europa en barcos distintos. Ambos tenían un mismo destino: Londres.

—José María Rojas, por yerno de Quintero y cuñado de Henry Lord Boulton, gerente y apoderado de su empresa, es un hombre rico del que nadie acuerda de haber sido factótum del régimen depuesto. Es el mejor mediador entre vencedores y vencidos. Su amigo Antoñito, a quien vende como el detente contra las turbas, es un aval de seguridad para la oligarquía. Mientras sea Antoñito quien mande —dice a Boulton—, no desvela el triunfo de la llamada revolución. Antoñito no es más que un mantuano venido a menos por las circunstancias y por la mala suerte. No es de los escupe para arriba, ni de los que se caga en su nido, por más que ande rodeado de zambos insolentes. Además de continuar siendo un caballero que no hace concesiones demagógicas, como lo hacen muchos de los nuestros imitando a los arrieros, es más que respetado por sus huestes, a las que ha tenido a raya en sus desbordamiento. Solamente él y nadie más que él, óiganme bien, es el único que puede meter a esa genta en cintura, y en especial si nosotros le prestamos apoyo.

—Tiene razón, José María —acotó el General Andrés Ibarra, edecán del Libertador, mantuano por los cuatro costados, que por sus diferencias con Páez se aferró al partido liberal.

El General Juan Crisóstomo Falcón, Presidente de la Federación y Presidente provisional de Venezuela, tarda tres meses en llegar a Caracas. Ya es del dominio público su indolencia y la fijación que tiene por su ciudad natal. Además de su querencia geográfica, está enamorado como un mozuelo de su joven esposa. No quiere separarse de ella en ningún momento. Mientras dura su ausencia, Guzmán Blanco, como presidente encargado, hace y deshace a su antojo. Entre tanto hace preparativos para viajar a Londres, tal como se lo ha sugerido a Falcón, con el fin de solicitar un empréstito.

José María Rojas, sabe cómo debe solicitarse el Crédito, Guzmán Blanco, a pesar de sus años en Estados Unidos, no domina el inglés ni está al tanto de cómo se manejan los grandes negocios. José María es la persona indicada para acompañarle, por su dominio del idioma y la credibilidad comercial de los Boulton. Finalmente se marcha a Inglaterra, acompañado de José María y de Jacinto Regino Pachano, cuñado de Falcón.

Londres, desde que lo tuvo a tiro, lo sacudió de sorpresa. Jamás se hubiese imaginado la existencia de una ciudad de tales palacios, jardines y avenidas. A pesar de su dominio de los hombres, se sintió encogido al penetrar en el banco de las negociaciones y cruzó sus primeras palabras con el secretario del secretario del Director, al que confundió con el primero, tal era su elegancia y desdeñoso aplomo.

El primer secretario, un gigante rubio de ojos inexpresivo, era una ampliación corregidora del subalterno. Aunque tres en los Estados Unidos le dieron a Guzmán algún conocimiento de inglés, el otro no entendía una de cada dos frases que pronunciaba, al explicarle dónde había aprendido el idioma, el otro le respondió glacial: —Como lo escribiese Oscar Wilde, "Tenemos muchas cosas en común con los norteamericanos, menos el idioma".

Para su sorpresa, el Director del Banco, el poderoso Mr. Mac Donald, al que se referían sus empleados con unción religiosa, era un gordo cordial que salió a su encuentro con los brazos abiertos y el corbatín fuera del sitio. Ya había estado en Caracas. Fue con quien Don Perucho trató el primer préstamo. Tan pronto dijo "¡Oh, qué gran hombre es el Señor de Rojas!", Guzmán no tuvo duda de la comisión que le habría hecho ganar El Sustituto.

Entre Venezuela y el Mr. Mac Donald se tramita un empréstito por un millón quinientas mil libras esterlinas, o nueve millones setecientos cincuenta mil pesos, de los cuales el 40%, es decir, seiscientas mil libras, son retenidas como interés adelantado por el prestamista, además de un 6% del interés anual, más de un 5% de comisión para el simpático director. Guzmán saca cuentas: el millón y medio se ha reducido exactamente a un poco menos de la mitad. Aquello es una estafa insólita; pero el país se muere de hambre, y hay que apaciguar a caudillos y caudillejos a los que Falcón ha prometido crecidas recompensas. Por más que el empréstito sea usurario, los cuatro millones y medio de pesos que restan resultarán suficientes para paliar las emergencias. Para luego del plazo de tres días que pide Mac Donald para consultar a la Junta Directiva, le informa casi lloroso a Guzmán que en la Financiera hay poderosos enemigos de Venezuela, al cual se tiene como país en ruina, incapacitado para pagar cantidades sustanciosas. Tan sólo puede ofrecerle cuatrocientas veintiocho mil libras, la tercera parte de lo solicitado.

Luego de diversas diligencias con bancos y agentes financieros, se logra un préstamo de cuatro millones y medio de pesos, parte del cual se utiliza para pagar algunas acreencias pendientes con Francia y Estados Unidos.

Más de dos meses permaneció Guzmán en Londres. No tardó más de tres días para estar cenando en un reservado con una espléndida actriz de vodevil, antigua amante del rey de los putos, como llamaban al Príncipe de Gales, ya no le sonaban como pistoletazos los descorches de champán, ni el chirriar de los violines que lo deleitaban en recámara particular, con su pareja, a lo largo de la cena. Ya no tenía que estar a destajo en coches de alquiler, como lo hizo al principio en su agitar financiero. Guzmán comprendió la necesidad de ser precavido en sus dispendios, ya que, como decía su padre, "a nadie se le discute que meta su cuchara en el presupuesto nacional, lo que se discute es el tamaño". "La envidia y el chisme en Venezuela hacen más estragos que las batallas campales". Acompañado por Servadío, el agente de Pedro José Rojas, hizo suya la cuenta secreta de Venezuela en la Behring Brother. Salió de la financiera con las letras de cambio, una a su nombre y otra a favor del antiguo Sustituto, quien lo esperaba ansioso en el mismo coche cerrado que lo llevó a Behring, donde le entregó a Guzmán los documentos que justificaban la tenencia. Tan pronto Guzmán subió al vehículo, Don Perucho le soltó sin preámbulos:

—Créeme, Antoñito, que hasta este momento tenía serias dudas de que me dieras lo mío.

—Créeme, Don Perucho —le ripostó con gracejo—, que ganas no me faltaron.

— ¿Y por qué no lo hiciste?

—Por ser un caballero y por conocerlo a usted mejor que medio liso. Un hombre que se atreve a ir al campamento del enemigo a proponerle algo semejante, es capaz de seguirme hasta la misma China.

—Tienes talento, Antoñito; de haber sido así, no estarías vivo para contar el cuento. ¿Quieres que te dé un consejo de viejo resabiao? Déjate de pendejadas, date una vuelta por París, ahora que eres rico, para que veas lo que es vivir. Luego que entregues cuentas a Falcón, hazte nombrar Ministro de la Delegación en Francia y quédate a vivir allí. En Venezuela no se vive, se sobrevive apenas, esperando la muerte. ¡Bueno, Antoñito, hasta aquí nos trajo el río! Para que la gente no sospeche me largo ahora mismo. Te espero en París. Estaré alojado en el Grand Hotel, que es el mejor del mundo.

Guzmán Blanco se sintió perturbado al saberse dueño de dos millones de pesos, una verdadera fortuna, que hacía risibles sus sueños iniciales de codicia. Al comienzo de la revolución federal, escéptico de su triunfo y añorante de Nueva York, había cometido la estupidez de decirle a Level de Goda, en un apto de cinismo: "No me veas, Luis, como un competidor; lo mío es ponerme en unos ochenta mil pesos, que son los que necesito para vivir en Nueva York".

"¡Qué pobres son los pobres!", —se dijo así mismo—, arrellenado en los muelles y lujosas poltronas del Royal Hotel de Londres, trajeado a la última moda por el mejor sastre de la capital inglesa. Bellas y enjoyadas mujeres, que no eran putas, le sonreían seductoras y displicentes, por más que no las hubiesen presentado.

¡Esto es vivir, lo demás es una mierda!

Le place el poder, disfruta el poder; el hacer destruyendo, el destruir haciendo. No hay voluntad que resista la suya. Hace y deshace a su antojo. El país lo ama. El país lo adora. Él es Venezuela, Venezuela habla por su verbo, llora por sus ojos, ordena con sus manos. La Hacienda Pública es cosa propia. Si él la llena, tiene derecho a quitarle su tajada. A eso no hay moralista criollo que pueda oponerse. Siempre le han gustado Chuao y las Vegas de la Universidad, con la solariega casa del conde de San Javier, su fantasmal propietario. Basta su propuesta, pagadera en bonos devaluados, para que una y otra propiedad pasen a sus manos. Le gusta la Hacienda Guayabita, en los Valles de Aragua, propiedad del General Juan José Sánchez. De no ser por el negro Sánchez, que me la tiene jurada, la compraría en el acto.

¿Y para qué son los amigos?, le respondió Linares Alcántara. Al día siguiente en la tarde llegó la nueva por boca de Linares: Un grupo de facinerosos entraron a media noche en Guayabita y mataron a su dueño, el General Juan José Sánchez. ¿Sirven o no los amigos? ¿Ah, mi General? En noviembre de 1874 inaugura la estatua del Libertador en la Plaza Bolívar.

El 18 de mayo se embarca con su familia hacia Europa. El barco llega al puerto francés de Saint Nazaire. Allí se encuentra en un aprieto: los funcionarios de la aduana quieren abrir su equipaje. Como había devuelto los documentos que lo acreditan como diplomático, resultan inútiles sus explicaciones ante las autoridades.

—No hay papeles, no hay nada, responde el jefe de la Aduana, ya montado en sospechas. Al abrirse tres cajones de su equipaje relucen, para sorpresa de los franceses, coronas de oro, exvotos, candelabros de plata, rosas de perlas, sagrarios, custodias, mantos y copones: ¡Pero esto es una iglesia!, exclama a voz a cuello el jefe de la Aduana.

En el momento en que se pretende descerrajar otro cajón, llega José María Rojas, que detenta el cargo de Ministro de la Legación de Venezuela en Francia. Con su habilidad persuasiva y crematística impide que los tesoros robados a los conventos sean confiscados.

¡UFF, qué mal rato he pasado!, —le expresa Guzmán al terminar—. ¿Te das cuenta de lo que tantas veces te dije, vivir sin poder es no poder vivir? Antes creía que era exclusividad de Venezuela, pero al parecer es un fenómeno universal.

Guzmán con todos sus defectos, tenía una gran virtud: su genial capacidad administrativa, que lamentablemente anulaba con su codicia y su irrefrenable tendencia al peculado, que servirá como ejemplo y justificación a la casi totalidad de los presidentes que han gobernado a Venezuela (hasta 1999). Los beneficios por exportación y la inversión extranjera llevan al país a la opulencia. El erario público se enriquece, y Guzmán también. En cada intervención del Estado, grande o pequeña, sea el ferrocarril, un almacén en la Guaira, un barco de guerra o la ración diaria de la tropa, el Ilustre devenga una comisión. Es uno de los principales accionistas del ferrocarril en todos sus ramales, y de la Compañía que explota el oro de Guayana. Es dueño absoluto de las haciendas de Chuao, donde se cultiva el mejor Cacao del mundo. Posee las mejores haciendas de Aragua y de Barlovento. Compra fundos a precio ínfimo y los vende al gobierno a precios desorbitantes. Quiere ser más rico, pero mucho más rico; quiere retornar a Francia, donde apenas estuvo año y medio con su familia, a consecuencia de la traición que puso en peligro su fortuna. Las dos terceras partes de su riqueza están en Venezuela, lo que la hace vulnerable. En el momento menos pensado inventan quién sabe qué, y le confiscan a uno los cuatro reales. Él quiere su dinero en Francia o en Inglaterra, (los de hoy prefieren Miami) pero fuera de Venezuela, no vaya a ser cosa de que venga el diablo y sople. Lo que renta de sus propiedades, por más que aquí, país de muertos de hambre, parezca una fortuna, en París son cuatro lochas, como lo descubrió al retornar de nuevo en el 77, luego de nueve años de ausencia.

La vida en su París se ha puesto por las nubes. El alquiler del palacio donde se alojase el emperador de Brasil le resultaba oneroso, por eso compró una vivienda en la Rue Copernic, que si no está mal para un rico burgués o para un noble venido a menos, no es lo que le corresponde a un Archiduque Americano, quien tuvo la oportunidad de codearse de quien a quien con las emperatrices Carlota de México y Eugenia de Francia. Como les quedó el ojo.

¡Gringos Go Home! ¡Pa’fuera tús sucias pezuñas asesinas de la Patria de Bolívar, de Martí, de Fidel y de Chávez!

¡Chávez Vive, la Lucha sigue!

¡Independencia y Patria Socialista!

¡Viviremos y Venceremos!



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Manuel Taibo


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