La ciencia ya no puede mantenerse al margen: o impulsa la transformación o sostiene el desastre

La ecología, en su forma más radical y honesta, debe trascender su papel de ciencia meramente descriptiva para transformarse en una ciencia intrínsecamente subversiva. Ya no es suficiente con estudiar y catalogar los ecosistemas; la urgencia actual demanda una denuncia frontal de las estructuras sistémicas que inexorablemente los destruyen. Jesús Antonio Aguilera, en su influyente obra Ecología Ciencia Subversiva (1980), articula esta evolución con una claridad meridiana: "La ecología no solo estudia sistemas vivos, sino que desnuda las estructuras que los destruyen". Esta subversión no se fundamenta en una postura ideológica preexistente, sino que emerge de una profunda y necesaria reconfiguración epistemológica. Al poner en evidencia de forma irrefutable que el modelo económico dominante, caracterizado por su obsesión con el crecimiento ilimitado, el extractivismo desenfrenado y una desigualdad estructural, es fundamentalmente incompatible con la estabilidad y la resiliencia del planeta, la ecología se convierte en una voz incómoda para los centros de poder. Lejos de ser una disciplina neutral, se erige como una ciencia que interpela, que cuestiona profundamente y que exige transformaciones estructurales y sistémicas ineludibles.

El reciente informe del Rhodium Climate Group no deja lugar a dudas: el mundo ya ha rebasado el crítico umbral de los 1,5 °C de calentamiento global respecto a niveles preindustriales. Si las tendencias actuales persisten, nos dirigimos inexorablemente hacia un aumento de 2 °C antes de mediados de siglo, a menos que se implementen cambios radicales y sistémicos. Este dato trasciende su naturaleza técnica para convertirse en una línea roja ética de proporciones globales. Cada décima de grado adicional no solo agrava exponencialmente el sufrimiento de la vida humana y no humana, sino que intensifica de forma dramática las sequías prolongadas, las olas de calor extremas, las migraciones forzadas masivas y la irrecuperable pérdida de biodiversidad. La ciencia climática ya no se limita a proyectar escenarios futuros; ahora nos confronta con la cruda realidad de impactos presentes, de vidas en riesgo inminente y de sistemas naturales al borde del colapso.

Uno de estos sistemas ya ha cedido ante la presión antropogénica. El alarmante Global Tipping Points Report 2025 confirma que los arrecifes de coral han cruzado su punto de no retorno. Incluso bajo los escenarios más optimistas de estabilización climática, su recuperación a gran escala es, en el mejor de los casos, improbable. La Gran Barrera de Coral, joya de la biodiversidad marina, sufrió su peor declive registrado entre 2024 y 2025, con eventos de blanqueamiento masivo y una devastadora pérdida de hábitat. Este colapso ecológico tiene ramificaciones profundas, afectando directamente a más de mil millones de personas que dependen, de una u otra forma, de los ecosistemas coralinos para su sustento y protección costera. Pero más allá de la tragedia ecológica, es una señal política ineludible: los corales son el primer punto de inflexión irreversible, el primer sistema global que nos grita que ya es demasiado tarde para revertir el daño y que la inacción tiene consecuencias catastróficas y permanentes.La crisis climática como síntoma de un sistema fallido

La crisis climática no debe ser percibida como una anomalía o un fallo esporádico del sistema; es, en esencia, su consecuencia directa e ineludible. La economía extractiva global, fundamentada en la extracción masiva e insostenible de petróleo, gas, minerales y biomasa, es la principal responsable de la abrumadora mayoría de las emisiones de gases de efecto invernadero. Si las emisiones continúan a su ritmo actual, el planeta podría enfrentarse a un aumento de más de 4 °C para finales de siglo, con implicaciones existenciales para la civilización humana y la mayoría de las especies. Esta proyección no es meramente una cifra técnica; es una advertencia ética de proporciones planetarias. La lógica intrínseca del crecimiento ilimitado, la acumulación desmedida de capital y la destrucción territorial sistemática son fundamentalmente incompatibles con la estabilidad climática y la habitabilidad de la Tierra.

Los megaproyectos extractivos, frecuentemente presentados bajo el eufemismo de "pilares de desarrollo", en la práctica, generan una espiral de degradación ambiental irreversible, desplazamientos forzados de comunidades enteras y la irreversible pérdida de modos de vida tradicionales y conocimientos ancestrales. Como bien señala el Consensus Building Institute, el impacto silencioso pero profundo de estas industrias sobre las comunidades locales es persistente, devastador y raramente contabilizado en términos económicos. La ecología subversiva denuncia con vehemencia esta contradicción inherente: no puede haber una transición energética y ecológica justa sin desmantelar fundamentalmente el metabolismo extractivista que sigue alimentando la crisis climática y el colapso ecológico.

En términos de responsabilidad histórica, los datos son irrefutables y contundentes. Los diez países más emisores de CO₂ concentran aproximadamente el 70 % del total mundial de emisiones históricas y actuales. China lidera en volumen absoluto, seguida de cerca por Estados Unidos, India, Rusia y Japón. Europa, aunque ha logrado ciertas reducciones de emisiones en algunos de sus países miembros, sigue siendo parte integral del núcleo histórico del problema, dada su industrialización temprana y su modelo de desarrollo extractivista. Esta concentración geográfica de emisiones revela que el calentamiento global no es un fenómeno difuso e inespecífico, sino una consecuencia directa de decisiones políticas y económicas históricas y actuales tomadas por un grupo relativamente reducido de naciones y corporaciones. La deuda ecológica acumulada por estos países, particularmente los del Norte Global, es inmensa e impagable, y su inacción continuada frente a la crisis climática constituye una forma de violencia estructural y una injusticia intergeneracional.

La ecología subversiva, en este contexto de crisis multidimensional, no se limita a proponer alternativas teóricas; exige responsabilidades concretas y acciones transformadoras. Como reitera Aguilera, "la ciencia ya no puede ser neutral. O contribuye al cambio o perpetúa el colapso". Cambiar el sistema implica una serie de acciones interconectadas y radicales: desmontar el extractivismo en todas sus formas, redistribuir la riqueza de manera equitativa, restaurar los territorios degradados y reconocer y saldar la deuda ecológica acumulada históricamente. No se trata meramente de "salvar el planeta", pues la Tierra seguirá su curso geológico; se trata, más bien, de salvaguardar la posibilidad misma de un futuro habitable y justo para la humanidad y para el resto de la vida.

Este 1 de noviembre, Día Mundial de la Ecología, no celebramos la innegable belleza de la naturaleza, sino la tenacidad de quienes la defienden. Como afirmó Chico Mendes, líder sindical y protector del Amazonas brasileño que pagó con su vida su compromiso, «la ecología sin lucha de clases es jardinería».

En un momento de colapso y cambio acelerado, la ecología se debe convertir en una ciencia de resistencia, una urgencia vital e innegable.



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Álvaro Zambrano Carrera

Ingeniero Forestal. Profesor Universitario. Consultor Ambiental y Forestal- Especialista en Ecosistemas y medio ambiente -Project Management, Línea de Investigación: Economía Climática +584145656113

 Alvarocarrera2@gmail.com

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