El 2 de julio de 2005, varios países comenzaron a implementar sistemas de comercio de emisiones bajo el Protocolo de Kioto, marcando el nacimiento de una economía del carbono que transformó un tratado ambiental en un mecanismo financiero global. Aunque Venezuela no participó activamente en ese momento, hoy tiene la oportunidad de entrar en ese terreno fértil con una propuesta que une rentabilidad, justicia climática y soberanía ecológica.
Venezuela cuenta con millones de hectáreas degradadas y subutilizadas que podrían convertirse en sumideros de carbono productivos. A través de plantaciones forestales sostenibles, el país puede capturar CO₂, restaurar ecosistemas y generar ingresos mediante la venta de bonos de carbono certificados en mercados internacionales. Estas plantaciones, con especies nativas o mixtas, no solo absorben carbono, sino que generan empleo rural, protegen cuencas hidrográficas, revalorizan tierras degradadas y fortalecen economías locales sin desplazar cultivos alimentarios.
Un sistema nacional de comercio de carbono permitiría crear un registro nacional de emisiones y capturas, emitir bonos de carbono forestales y agrícolas, atraer inversión internacional para proyectos de reforestación, agroforestería y conservación, y establecer mecanismos de compensación para empresas que deseen neutralizar su huella climática.
La implementación de este sistema podría comenzar en estados estratégicos como portuguesa, Barinas y Monagas, donde existen amplias extensiones de tierras degradadas por monocultivos, ganadería extensiva o actividad petrolera, y donde las comunidades rurales tienen experiencia organizativa. En Amazonas y Bolívar, la riqueza biocultural y la presencia de pueblos indígenas ofrecen condiciones ideales para proyectos REDD+ con enfoque de soberanía ecológica, especialmente en zonas afectadas por la minería. En los Andes, estados como Mérida y Trujillo presentan ecosistemas vulnerables al cambio climático, donde la integración de sistemas agroforestales en cafetales puede fortalecer la resiliencia local. Incluso en Zulia, particularmente en el Sur del Lago, la presión sobre cuencas hidrográficas y la erosión de suelos abren oportunidades para restauración ecológica con participación comunitaria. Estos territorios no solo ofrecen condiciones biofísicas favorables, sino también un tejido social dispuesto a liderar procesos de restauración con justicia climática.
Este modelo puede ser políticamente viable si se construye sobre participación comunitaria real, con protagonismo de pueblos indígenas, cooperativas y mujeres rurales; transparencia institucional, con monitoreo independiente y acceso público a los datos; y soberanía ecológica, asegurando que los beneficios permanezcan en el país y no se conviertan en una nueva forma de extractivismo financiero.
La experiencia reciente del estado de Lagos, en Nigeria, refuerza esta visión. En junio de 2025, Lagos lanzó la primera Bolsa de Carbono Subnacional de África (LCX), con el objetivo de movilizar más de 1.000 millones de dólares en ingresos climáticos mediante la comercialización de créditos de carbono. Esta plataforma no solo permite negociar reducciones verificadas de emisiones, sino que también canaliza los recursos hacia proyectos de energía limpia, transporte sostenible, salud ambiental y resiliencia climática. Además, introduce esquemas de financiamiento climático basados en resultados, incluyendo pagos por adopción de tecnologías limpias y mecanismos de distribución de beneficios en comunidades vulnerables.
El legado del 2 de julio no es solo técnico, es simbólico: nos recuerda que cada país y cada territorio puede escribir sus propias reglas en la transición ecológica. Venezuela tiene la oportunidad de hacerlo sembrando árboles que capturen carbono, sí, pero también dignidad, empleo y resiliencia.
