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Ya hemos escrito sobre aquella expresión que se hizo tan común y popular en Venezuela, no sé si en otras regiones de América Latina: "Negro es negro y su apellido mierda". Oí decir muchas veces en familias pobres, en mi propio hogar, que cuando alguien hacia una chapuza o metía la pata, la exclamación: "¡Cuándo no el negro derrama el plato!". Pues, por otro lado, desde niño le metían a uno en la cabeza, en nuestra casa y en la escuela, que el indio era un ser hediondo y flojo, y que por eso nuestro país era tan retrasado, que debimos haberlos exterminados a todos tal cual como hicieron los ingleses y norteamericanos en "sus tierras", en el Norte, en los estados mejicanos que se apropiaron. Los catalogaban de "hediondos", porque decían que comían culebras o monos. Lo peor, pues, era ser indio. Indio era lo más bajo en la escala social de occidente, por debajo de los negros. Todos estos valores impulsados desde la cultura europea y norteamericana, porque los gringos como sabemos, arrasaron con los indios porque no era una raza "práctica", útil para el desarrollo que se planteaban. El intelectual que en Venezuela, llevó la voz cantante en este desprecio hacia los indios se llamó Mario Briceño Iragorry (aunque a muchos les arda), como veremos.
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Todavía en Mérida tenemos una parroquia (comienza en el viaducto Sucre y se extiende a lo largo de la avenida Andrés Bello hasta el sector Zumba) que lleva el nombre del abominable conquistador Juan Rodríguez Suárez, el más grande empalador e incinerador de indios de estas tierras andinas. ¿Qué les parece? Es raro por no decir rarísimo ver en la región andina, que algo lleve el nombre de un indígena. Eso es imposible porque a casi todos los mató Juan Rodríguez Suárez, y a éste le hicieron los godos de la godarria merideña una imponente estatua ecuestre en la entrada de la ciudad, que afortunadamente con la llegada de Chávez al poder, desapareció. Incluso, existía en Mérida un periódico llamado "Juan Rodríguez Suárez" que llegó a dirigir el señor pro-godo, don Eloy Chalbaud Cardona-Febres.
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Escribió Simón Rodríguez en el Epílogo a su obra "Sociedades Americanas", lo siguiente (con expresiones propias de los colonos europeos): ¡No ha de quedar un... Indio! para que haya seguridad!" "es menester acabar, con esa Canalla!" (dicen algunos americanos) expresión apasionada, perdonable en la Ira; en la Calma, no habría términos con qué vituperarla. Si los descendientes de Conquistadores reflexionaran, tratarían de dejar sus apellidos, i harían bien en tomar los de los Indios, para perderse en la masa — i hasta ingratos deberían ser, absteniéndose de pronunciar el nombre de Colon: el bueno… el virtuoso Italiano, no vino a matar jente; pero abrió las puertas a unos asesinos, creyéndolos Cristianos (si Simón Rodríguez se hubiese leído el "Diario de Colón", dudo que lo hubiera hecho, otro juicio habría tenido sobre el "el virtuoso Italiano"). Por luego, un poco más adelante (página 94), el mismo Simón Rodríguez escribe: "no hai peor mal que el que se hace bajo las apariencias del bien".
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Pues bien, "El loco" (así le llamaban) Juan Rodríguez Suárez, fue un extremeño, nacido en Mérida, ciudad de monstruosos conquistadores. De hecho, existe en España la ruta de los Conquistadores, por la provincia de Cáceres, en Extremadura. Por allí nacieron también genocidas como: los Pizarros (Francisco, Hernando y Gonzalo), Hernán Cortés, Bernardo de Alburquerque, Pedro de Valdivia, Hernando de Soto, etc. Esa ruta comprende Trujillo, Mérida, Miajadas, Escurial, Logrosán y Guadalupe. El monasterio de Guadalupe es un convento jerónimo donde los conquistadores debían solicitar licencia para zarpar a América. Así lo hizo Colón y después bautizó con el nombre del monasterio a una de las islas que descubrió en las Antillas. Juan Rodríguez Suárez era un zagal maligno, pendenciero y pervertido cuando muy joven se vino a América. En sus recorridos por los pueblos indígenas se habituó a violar mujeres, a torturar, mutilar y aperrear indios; llevaba consigo, en sus correrías asesinas todo un harén, con las que tuvo muchos hijos, entre ellas: Juanica, Juanico, Beatriz, Juana, María, Pedro, etc.
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Juan Rodríguez Suárez con mañas y arteras prácticas el 1º de enero de 1558, consiguió hacerse con la Alcaldía de Pamplona, y desde allí emprendió una expedición hacía la que se denominaba Sierra Nevada (nombre que se le daba a semejanza de la que existe en Andalucía, España). De Pamplona salió Juan Rodríguez Suárez con sus huestes de asesinos al grito de "¡A sangre y fuego venceremos!" "Llegaron a Capacho o Loma de Los Vientos y Juan Rodríguez Suárez dio muerte a 250 indios, a quienes quemó vivos en sus propias chozas, o dejó atados a los árboles para que muriesen de hambre y de sed., o fueron hechos pedazos por perro amaestrados, o alanceó con sus propias flechas como si fuesen pelotones de ajusticiados."
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"En igual forma mató a 300 indios en el Valle de Santiago. Los sobrevivientes huyeron despavoridos esparciendo la noticia de estas masacres por todos los rincones de la Cordillera, cundiendo el terror entre todos aquello habitantes que veían en Juan Rodríguez Suárez la figura apocalíptica del Jinete de la Muerte… De otros 250 indios asesinados como los atenriores, y de innumerables violaciones de indias vírgenes y casi niñas, dan cuenta los escritos del Fiscal que lo acusa ante la Real Audiencia, no sólo entre los Capachos y los indios del Valle de Santiago, sino más adelante, entre los Táribas y sus vecinos de Palmira, Cordero, El Zumbador y El Cobre."
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El 8 de mayo, el Fiscal de la Audiencia, Licenciado Garc+ía de Valverde presentó el 8 de mayo de 1559 a ese máximo tribunal formal acusación contra Juan Rodríguez Suárez, en la que se establece que este monstruo dio muerte a más de ochocientos indios que murieron comidos de los perros, flechados o alanceados por Juan Rodríguez Suárez, o que ordenó se les atase a los árboles hasta ser devorados por las fieras y aves de rapiña, o que mandó a quemar vivos en sus propias chozas, ADEMÁS DE FUNDAR A MÉRIDA SIN LA CORRESPONDIENTE LICENCIA, ya que sólo estaba autorizado a descubrir minas sin perjuicio ni ofensa de los naturales, según establecía la Real Provisión del 1555 dirigida por la Real Audiencia de Bogotá al Cabildo de la Ciudad de Pamplona.
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Preso, acusando y sentenciado a muerte, este criminal de Juan Rodríguez Suárez huyó de Bogotá; fue protegido entonces por otro obispo parecido a Baltazar Porras, llamado Fray Juan de los Barrios. De nada le valieron a este obispo Fray Juan de los Barrios los argumentos de la justicia que señalaban a Juan Rodríguez Suárez como "homicida voluntario, alevoso, incendiario, raptor de doncellas y vírgenes, salteador de caminos y depopulador de mieses, campos y comida". Nada de eso impresionaba a Juan de los Barrios y le dio cobijo al asesino hasta que éste huyó hacia Venezuela donde ya reconocía no a la justicia de Bogotá sino la que emanaba de la Real Audiencia de Santo Domingo. Fue así entonces como Juan Rodríguez Suárez se hizo lugarteniente del gobernador de Miranda, Pablo Collado, quien lo contrató por su gran fama de asesino de indios. Con unos 35 hombres salió Juan Rodríguez Suárez del Tocuyo hacia los Meregotos del cacique Terepaima, se internó por esos lares enfrentando a los indios Teques y hostigando a Guaicaipuro. El historiador merideño Andrés Márquez Carrero, manteniéndose en la línea racista de Mario Briceño Iragorry se dedica a defender a los criminales conquistadores, y dice que Guaicaipuro no respetaba unos convenimientos (sic) de paz con Juan Rodríguez Suárez y que además nuestro cacique cayó sobre los invasores y le asesinó mucha gente que trabajaba en "sus" (en las de Juan Rodríguez Suárez) minas. Y añade que Juan Rodríguez Suárez podía cobrarse esa "traición". No escatima adjetivos contra los indios cuando dice Márquez Carrero que éstos actuaban con los españoles con toda la furia y salvajismo que les caracterizaba. La historia finalmente recoge que fue el cacique Terepaima quien le puso fin a la vida de este monstruo de Juan Rodríguez Suárez, y que después de matarle le descuartizaron.
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Nos dice el antropólogo Jean Marc de Civrieux, que "una de las leyendas más arraigadas que nos legaron los cronistas, se refiere a la pereza del indio. En esta apreciación coinciden unánimemente nuestras fuentes, y los misioneros corroboraban lo que afirmaban los colonos encomenderos: Se quejan amargamente de ese supuesto vicio, que los historiadores modernos suelen aceptar ciegamente como hecho real. El padre Caulín, que fue un verdadero especialista en elaborar largas listas de vicios de los bárbaros (que llamaba también brutos irracionales), no olvidaba nunca de mencionar la pereza, en primer término. Los escasos defensores de los indios, como el padre Las Casas, aludieron, para combatir esta leyenda, a una debilidad física del indio, una interpretación más generosa, pero tan falsa como la otra. El problema consistía evidentemente, en una resistencia pasiva al trabajo forzoso. En su medio ecológico, el indio no escatima esfuerzo, ni teme tareas agotadoras, siempre que las considere urgentes y satisfagan las necesidades inmediatas de la comunidad. Cuando no existe prisa en realizar una tarea, la aplaza sencillamente, porque su filosofía de subsistencia rechaza las previsiones excesivas. De este modo, goza de los agradables períodos de ocio que le concede la naturaleza, los aprovecha al máximo y se dedica oportunamente a observar los pájaros que, como lo recuerda el Evangelio, cantan y nunca se mueren de hambre, enseñando al hombre a no afanarse excesivamente por la subsistencia. A este respecto, Ruiz Blanco anota, con evidente desaprobación, que los Cumanagotos trabajan a tornapeón, sólo por la comida. Eso bastaría para explicar el fracaso de las tentativas españolas de someter al Cumanagoto a los horarios rígidos de un trabajo obligatorio, y de sacrificar los recreos, a veces considerables, que la tradición tribal dedicaba a charlas, juegos y esparcimiento colectivo".
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Pues, bien, don Mario Briceño Iragorry, era admirador de las fórmulas sacramentales del quirite romano cuando asumía el dominio de un lugar y mediante ritos con estolas y báculos -que la Iglesia Católica tomó del Imperio Romano- declaraba la "posesión del espacio contra el vacío del desierto". Don Mario creía en el Poder Cósmico de la Anunciación Divina, el cual justificaba la presencia y dominio de España en América y el derecho a decir a los "salvajes": "-¡Escuchad extraños, hemos descubierto esta tierra y por tanto es nuestra! Quedaréis obligados a nosotros. Nos debéis todo: vuestras vidas, vuestras mujeres, vuestros hijos y cuerpos porque carecéis de Alma.
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Arturo Uslar Pietri, Juan Vicente González, Mario Briceño Iragorry, Rufino Blanco Fombona, Gil Fortoul, Vallenilla Lanz, Caracciolo Parra León, Pedro Manuel Arcaya, constituyen los representantes más notables de los mantuanos de nuestra historia. Estos señores hacen de la presencia española en América, la columna vertebral de sus estudios, y la colocan como lo esencial de nuestra cultura, el orgullo de nuestra raza; quizás el más exaltado ejemplo de esta posición sea don Mario Briceño Iragorry. (Don Rufino Blanco Fombona, aunque colocado en este grupo, hace sin embargo las más terribles críticas al apasionamiento que por la sangre y el fuego sentían los españoles. No obstante, don Rufino sentía al mismo tiempo un desprecio repulsivo por nuestros aborígenes, y esto lo hace aparecer como un intolerante y odioso investigador de nuestros orígenes).
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En su libro Tapices de Historia Patria, -que para 1982 llevaba cinco ediciones- don Mario asume una posición extremadamente eurocéntrica, católica, romana, sobre el asunto de la conquista; prácticamente no ve lunar alguno en el proceder del conquistador. Cierto es que el suscrito tiene sangre española, y un apasionamiento por las cosas que ama, que sin duda viene también de nuestros viejos y atolondrados conquistadores. Tuve mi época en que vi como algo denigratorio de nuestra condición la presencia entre nosotros de los aborígenes (porque también nos lo inoculaban en la escuela, en los textos, en los discursos, por la radio, prensa y televisión) y llegué a considerarlos como elementos de perturbación en el camino hacia el ansiado "desarrollo". Tal vez en esa época, este libro de Tapices de Historia Patria (así como en su momento me parecieron convincentes los trabajos de don Arturo Uslar Pietri y Pablo Neruda sobre la presencia del español en nosotros) me habría traído ciertas satisfacciones por no tener que usar guayuco ni plumas. Pero hoy, cuando vemos tan falso y deprimente el mundo que nos rodea, y precisamente a causa de la soberbia del pequeño burgués, dueño y señor del status, con esa presunción estúpida de creer que todo lo comprende y que todo lo puede someter al cartabón de sus prejuicios; cuando miramos hacia la ridícula postura de esta gente que quiere imitar en todo a los gringos, y sostener que el que no lo haga es comunista y un peligros para la sociedad, caemos en la cuenta de cómo nuestros aborígenes estaban en el justo medio del buen vivir, por carecer de miserables ilusiones, por su desapego hacia las propiedades materiales, y por sus grandes recelos hacia los "civilizadores europeos"; por ese modo de acoplarse al medio sin ocasionar perturbaciones ni infernales desacuerdos entre sus comunidades o con sus vecinos. De muy buena gana le regalo a don Mario Briceño Iragorry el mundo civilizado de los españoles (el cual a mí me provoca cólicos y bostezos), que prefiero el mundo de los indios maquiritares y yanomamis, el cual miro de vez en cuando con nostalgia desde el gris espacio de mis condenadas ocupaciones.
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Mario Briceño Iragorry, queriéndose dar ínfulas de "civilizado" mira con desprecio hacia nuestros indígenas, y dice, por ejemplo, que Guaicaipuro no puede merecer el nombre de héroe, porque "el héroe requiere una concreción de cultura social para afianzarse" (¡cursi, coño!); y sigue añadiendo con alarde jurídico, arrogante y retórico: "la defensa de un bohío podrá constituir un alarde de temeridad y de resistencia orgánica (¡qué entelequias, Señor!), pero nunca elevará al defensor a la dignidad heroica. Porque héroe, para serlo, en la acepción integral, debe obedecer en sus actos a un mandato situado más allá de las fuerzas instintivas: su marco es el desinterés y no la ferocidad". Esto es lo que se llama ignorancia y petulancia lingüística. ¿A qué interés se refiere don Mario? Nunca podremos saberlo. Y habla sólo de fuerzas instintivas y de ferocidad (animal). Cómo se ve que jamás tuvo la menor preocupación por estudiar las tradiciones indígenas, su cultura, la cual está llena de hermosos poemas ante los cuales los civilizados son verdaderos patanes, genios de la maldad. Por esta vía de indigno sometimiento a los valores europeos, fue por el que Juan Bautista Boussingault dijo que Simón Bolívar no podía ser considerado héroe ni gran guerrero, por lo reducido de las tropas que comandaba, si se le comparaba con las de Alejandro, César o Napoleón.
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Don Mario llama románticos a quienes critican a los españoles por su "cruel comportamiento" -porque tal cosa no hubo para él- durante la conquista. Y justifica la presencia de estos señores en América "situándonos más allá del tiempo y contemplando la conquista de América como una nueva ondulación que hacía en su progreso la curva institucional del Occidente, habremos de juzgarla en su conjunto como un hecho cuya legitimidad, si bien no reside en la voluntad del soberano, se fundamentaría en un plan cósmico. ¡Un plan cósmico! Por ese plan cósmico tuvo Venezuela sumida en la esclavitud durante tres siglos. Estas son las necedades que propenden a la corrupción de nuestros muchachos, y que dieron como resultado la fofa democracia representativa que por tanto tiempo sufrimos. Claro, si los delicados intelectuales que tenemos hablan de este modo, ¿qué podemos esperar de los políticos de partidos sometidos a los dicterios de Washington o de la Corona española?
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Los indios para don Mario Briceño Iragorry, merecían poco o ningún respeto. En su concepto, esta raza no ha dejado casi ningún rastro en la presente generación porque "la sangre aborigen quedó diluida en una solución de fórmula atómica en la que prevalece la radical española" (pág. 41). Nuestros indios eran en su concepto lo más atrasado de América. No hay entre estas tribus -en su modo de ver- "organización político-social, una comunidad continua" sino seres divididos en parcialidades. Según él, no se llegará a conocer nunca el origen ni la naturaleza de aquellos primitivos pobladores (pág. 42). Agrega también que los caribes eran de vocación germánica; eran duros y crueles, comedores de carne humana, fresca y cecinada (pág. 43). Para don Mario, eso de conservar a los indios en su medio, respetándoles sus dioses y sus costumbres, es "como si se organizara un museo de historia natural en plena selva, y maldita la gracia del Olimpo zoológico que llenaría sus templos" (pág. 44). Nuestros indios eran unos "atrasados" que ni siquiera "utilizaban adobes en sus construcciones" (pág. 46). Deberían estar agradecidos de haber sido pacificados por los españoles (pág. 67); habla de la "flecha aleve del indígena" (pág. 71); que a estos infelices se les ofreció la paz y "en nombre del Rey se les redujo cuando de grado no la aceptaron" (pág. 81); que eran "duros de corazón" (pág. 83), poseían ferocidad natural (pág. 85) "y en verdad que eran de poca cabeza los infelices" (pág. 86). Y añade muy ufano, luego de otros tantos adjetivos presuntuosos, que la encomienda no fue un sistema de explotación, "sino un medio de mejorar la condición de los naturales a trueco de que estos trabajasen para el encomendero" (pág. 86).
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Véase pues, de dónde viene ese monstruo del desarrollo tecnológico, que no es de los indios, sino de nuestros mantuanos historicistas que mueven a todo dar el rabo y las fórmulas atómicas donde prevalezca la radical española. Y estos señores acuñaron también -para acabar de ponerla completa- el término de Madre Patria, que si a ver vamos aquí no hubo Madre de nada, sino desmadre en todas las dimensiones sociales. Madre Patria es España para don Mario Briceño Iragorry, Arturo Uslar Pietri, Ricardo Palma, Rafael Sañudo, Laureano Vallenilla Lanz, Gil Fortoul y otros tantos, que con tan despreciables puntos de vista, se han ocupado de estudiar nuestros antepasados. Entre quienes comprendieron la importancia de la raza aborigen en nuestra cultura se encuentra Simón Bolívar, quien mostró preocupaciones porque se hiciesen leyes que la protegiera, la respetase. Con respecto al negro hizo lo mismo, pues lo incorporó en los ejércitos -pese a los escrúpulos del general Francisco de Paula Santander y compañía-. Decía Bolívar que aquella era una guerra que tenían que ganarla todos los que buscaban por ser libres en América. Fue tan tajante, la posición del Libertador en su propósito de hacer de América un territorio enteramente nuevo en el concierto de las naciones, que no sólo nos quiso hacer libres, sino que procuró el experimento político que jamás hombre alguno haya intentado, que fue el de cortar de modo absoluto con el antepasado aberrante de aquellos invasores llegados de España para tiranizarnos, esclavizarnos y envilecernos. Nunca me cansaré de decir que ese experimento sublime, que debemos recordar cada día fue el Decreto de Guerra a Muerte. Pretende decir don Mario, que la guerra de Independencia fue contra el pasado en función política y no histórica, como si la historia y la política no fueran hebra del mismo tejido humano y social; esto lo dice para eximir de culpas al español en la espantosa guerra que nos hicieron. Más bien la guerra de independencia se volvió contra el sórdido régimen ibérico, que despertó entre sus líderes la necesidad de reformar el miserable estado español.
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El Decreto de Guerra a Muerte fue el intento por buscar un deslinde total con España. Ese terrible grito de "españoles y canarios contad con la muerte aun siendo inocentes", es la búsqueda de esa tabla rasa para conformar un medio acorde con el crisol de razas que había estado hasta entonces elaborándose, y desde allí iniciar la creación de un estado completamente diferente al español. Fue este Decreto, el fallido intento por cortar con el cordón umbilical que nos unía a esa "Madrastra Patria". En 1810 no teníamos historia en el concepto occidental. Separados de la España que nos dominaba, debimos erigir un nuevo orden, no en pos de las civilizaciones europeas o gringa, buscando la moda "fashionable" para ocultar el peludo y harapiento rabo del radical español. Ese rabo, el cual no pudo cortar Bolívar del todo, por lo cual quedó intacto (y así lo admite don Mario) en nuestras leyes ordinarias. Después no seguimos a España en su historia, sino que hemos sido españoles en el mal sentido, principalmente en lo referente a la flojera y a la dejadez, que nos inclina a dejar las cosas como están, sobre todo las malas. (En esto sí tuvimos madre). Porque no es que digamos, que todo lo español fue malo, sino que en busca de un "desarrollo" que no estaba en nosotros, matamos lo bueno del español que llevábamos -por considerarlo retrasado- y dejamos intacto lo más nefasto de esta raza, sobre todo sus prejuicios, su desprecio por nuestros más profundos y auténticos valores nuestros, nuestras raíces indoamericanas.