Mucuchíes, 18 de mayo.
Nos hallamos en una explanada del páramo merideño bajo un sol que incinera y azotados por la polvareda que levanta una brisa gélida y cortante. Mis compañeros y yo, en representación de Clase Media en Positivo, vinimos a charlar con el Presidente Chávez. Trajimos cartas y discursos pero se nos ha exigido brevedad: lo esencial debe decirse en sólo dos minutos.
Con algo de retraso, el Comandante Chávez inicia su alocución televisada Aló Presidente, un espacio creado para que el pueblo converse con el líder de la revolución bolivariana.
A nuestra izquierda, vemos a un niño campesino con terribles cicatrices en la cara: Hace un año sufrió extensas quemaduras que casi acaban con su vida. A su lado se halla una niña de cinco o seis años que nació sin ojos, más atrás están dos hombres en sillas de ruedas. A mi derecha, una mujer sostiene con orgullo una escultura de un Bolívar rechoncho cuyo rostro se asemeja al Presidente Chávez. Es un obsequio con el que espera despertar el interés y la admiración presidencial por toda la artesanía local. Estamos a mano derecha del Presidente, a la sombra de un toldo bajo el cual no cabemos todos.
Al frente, a unos doscientos metros de distancia y contenidos por cuerdas y decenas de soldados, se hallan millares de personas alineadas a lo largo de más de un kilómetro. Con sus atuendos carmesí, sus proclamas y pancartas, simulan un brioso ejército aguardando la orden de batalla.
El discurso del Presidente cabalga en su segunda hora y los ánimos se han ido caldeando. Bajo nuestro toldo se presiente que de los dos minutos concedidos ya sólo nos restan segundos. Repentinamente, una mujer con un niño en brazos se desprende de la multitud y corre hacia la tribuna presidencial. Los guardias de honor difícilmente le dan alcance, ella se lanza al suelo gritando y llorando mientras una secretaria de la oficialidad corre a taparle la boca. Más tarde supimos que el esposo de la humilde mujer padecía de cáncer en el esófago. Poco después, una niña con un cuaderno en la mano también emprende carrera y llanto, pero su desesperado intento termina en los brazos de un guardia que la calma con insólita dulzura. Sucesivamente, como flores de un árbol, se desgajan mujeres y niñas de la multitud, todas con el mismo propósito e iguales resultados: ninguna alcanza su meta. Otro niño de unos seis años, más indómito y rebelde, se arma con piedras y palos enfrentando a los fornidos guardias, pero sus sonrientes enemigos logran someterlo. El discurso presidencial puede entonces continuar.
Al ver los esfuerzos de aquella gente por alcanzar al Presidente, miro de nuevo a quienes tengo a mi lado. El niño de las horrendas cicatrices desea recuperar su piel para no alejar el cariño de la gente, la niña ciega quiere ver el color intenso que viste la revolución, y los hombres paralíticos, bailar sujetos al talle fino de una hembra. Aquellos otros de la pancarta piden una escuela que catapulte sus hijos lejos de la miseria, y mis amigos y yo, obviamente mucho más afortunados, aspiramos que nuestras ideas y quejas las convierta el Presidente en soluciones y reformas. Todos, pues, trajimos el mismo equipaje: esperanza. Sin embargo, la presencia de la niña invidente que nunca podrá ver, nos espeta una incómoda pregunta: ¿cuánto milagro demanda nuestra esperanza?.
El Presidente termina de hablar luego de cuatro horas de tensa espera. Su helicóptero sobrevuela el campo presagiando la partida. Lograron hablarle sólo unos pocos, muy pocos; aún no sabemos quién los escogió. Los demás, muy desencantados, con los rostros polvorientos y tostados, iniciamos el regreso intentando comprender por qué no pudimos hablarle al mesiánico mulato.
Entre tanto, la multitud que resistió de pie el lacerante sol por más de cinco horas, comienza a desplazarse masiva y silenciosamente hacia un mismo punto, como si el clarín de batalla finalmente hubiese sonado. Múltiples afluentes van formando un enorme río escarlata sobre el que flota el Presidente. Allí están niños ciegos y quemados, artesanos con estatuas de "Hugo Rafael Bolívar" y decenas de paralíticos exigiendo a sus brazos la prisa que olvidaron sus inermes piernas.
Algunos de nosotros subimos a un montículo temiendo ser arrastrados por aquel caudal de risas y llantos, oleaje de brazos extendidos y destellos de ojos encendidos. Al contemplar el paso bullicioso de aquella gente, sentimos tensarse los privilegios que siempre nos han anclado en ínsulas y cimas; súbitamente comprendemos que lo importante no era venir para hablar con el Presidente; que lo fundamental es acumular valor para zambullirse en este río escarlata y entender cabalmente su tragedia y su esperanza. La educación, el bienestar y ese estilo de vida yankee que pretendemos tan de nosotros, los de clase media, nos han inmovilizado demasiado tiempo en mullidos escepticismos.
Tuvo que emerger un soldado humilde de las aguas azufradas de este cálido torrente para desenterrar la esperanza que nosotros dábamos por muerta. ¡No pidamos más entonces!, que ya bastante se nos ha escuchado y otorgado. ¡Que sea la niña ciega o la angustiada madre las que exijan cancelación de deudas!: que les devuelvan sus ojos, su tersa piel, sus piernas, sus escuelas, sus tierras, sus empleos y sus vidas.
Nosotros, en cambio, los "señoritos" de la clase media, estamos obligados a forjar con los privilegios utensilios para cosechar el anhelo de esta gente que es toda río y corazón, porque esta revolución bolivariana, que es por ahora nuestra única esperanza, pende de un delgado hilo sometido a gran tensión: la ilusión del pueblo. Con escafandra y linterna, nademos en las aguas profundas del río escarlata, allí quizás habiten ignotas formas de vida destinadas a ser la genealogía del bien.
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