Aquel genio que vino de Colombia y amó con sagrada devoción a Venezuela: el padre Santiago López-Palacios…

Recurro a mi diario, y llego a la fecha 13 de noviembre de 1994…

3:15 p.m. He ido a visitar al padre Santiago López-Palacios. Está en cama, con los ojos cerrados. No sé si dormido. Sabe que yo lo acompaño, pues Rocío (su amiga de muchos años) se lo ha dicho en voz alta, pero él sigue en su camino hacia la ausencia definitiva. Me estuve a su lado largo rato. Rocío se acerca y pasa su mano por la cabeza; el padre permanece en su misma posición, con los ojos cerrados. Sin poder hablar. Sin fuerzas, quizá, pues lleva varias semanas inapetente. Rocío me dice que ella duerme en una estera, cerca de su cama.

Miro hacia el jardín: un día radiante como los de diciembre. Pienso en la muerte, en la sagrada incomprensión de la muerte que siempre llevamos a un lado como sombra infalible y desconcertante.

Me devuelve Rocío unos libros que le había llevado al padre hace poco: ya casi no lee, y sólo le pide a Rocío que le lea algún que otro párrafo, de esa montaña de obras que le acompañan en su cuarto de dormir, y al fondo, el jardín, las plantas, a las cuales dedicó toda su vida ahí frente a nosotros, y me cuesta admitir que el padre nunca más las podrá regarlas, atenderlas, hablarles; por doquier, los centenares de libros estudiados por él, toda una vida entregado a la investigación de la botánica, la literatura, los idiomas (domina perfectamente el latín, griego, inglés, el francés, portugués, alemán, el italiano, hebreo; y el vasco y lo vi estudiando el árabe). Nunca hizo alarde de saber nada, y más bien parece un sencillo labriego español: de las vascongadas, de donde venían sus ancestros. Su obra Verbenacea de Venezuela, que exige de una paciencia suprema y conocimientos extraordinarios del latín, sólo un monje como él podía elaborarlo. Había leído, por ejemplo, en sus lenguas originales a El Capital de Carlos Marx, Historia de la decadencia del imperio romano de Edward Gibbon; las obras de Shakespeare, las de Schopenhauer y Kant, y la Divina Comedia; además, Don Quijote, las poesías de Jorge Manrique, el Gil Blas de Santillana las conocía de memoria.

Su humana comprensión del mundo, su sabiduría, lo llevó a ser cura, no lo contrario. Ser cura para él fue una defensa, la forma de la soledad que buscaba para llevar a cabo el inmenso proyecto de su vida creadora. Conoció tanto al ser humano, supo vivir sin amargura ni envidias, que en medio de los más tenaces dolores de su último mal, aun así, admitía que la vida era maravillosa. Era de roble su alma, jamás evitaba el trabajo, y como satisfacía a su cuerpo con apenas dos o tres horas de sueño, lo demás lo dedicaba a leer, estudiar, sembrar, investigar. Conocía algo de carpintería; llegó a manejar avionetas, fue alcalde, profesor universitario y recorrió casi toda Europa, la China y América, cosas que en otro lugar ya comenté en este diario.

Hace unos cinco años, el acontecimiento de la muerte de su madre, le produjo un vacío tan grande, que desde entonces nunca más fue el mismo. Su madre murió en Medellín, y la muerte le sorprendió estando él en Mérida. Desde este golpe, el padre entró en una penosa depresión, y a veces pienso, que a partir de allí, el mal que lo venía destrozando encontró fuerzas para invadirle aún más su organismo.

Teníamos, en el Taller de Literatura de la Facultad de Ciencias, tantos planes en común con el padre Santiago; él fue prácticamente el creador de este Taller; nos visitaba con regularidad; conversó con los jóvenes de Ciencias sobre el difícil tema de la escritura y siempre estaba pendiente de lo que hacíamos. De allí malamente pudimos editar la traducción que él hizo del alemán Y ellos no se avergonzaban, de Joachim Fernau; fue corrector de pruebas de los trabajos del profesor José Zambrano, de Roger Vilaín, Alirio Pérez Lopresti, Pedro Pablo Pereira, Luis Vargas, Amable Fernández, Miguel Valeri, Jesús Alberto López y Rosana López y los míos; leyó con gran interés y afecto la traducción de la obra de N. Loski, que hizo del ruso el sabio Andrés Zavrostky, La intuición sensorial, intelectual y mística, cuya edición fue dirigida por nuestro Taller.

Hace un año, leyó en alemán la obra de Siever sobre Venezuela que me la había prestado nuestro amigo común Carlos Chalbaud; el padre me dijo que si se sintiera bien se habría entregado a la tarea de traducirla.

Todos mis trabajos los leyó el padre Santiago; hasta en los últimos días críticos de su terrible enfermedad me dijo que estaba dispuesto a discutir a fondo mis planteamientos sobre la historia de Colombia. Era un solidario silencioso de los mil enfrentamientos que a diario yo sobrellevaba en esta ciudad, y estaba pendientes de ellos.

A través de nuestro Taller, el padre conoció a ciertas personalidades que llenaron los últimos años de su vida, de una extraordinaria calidez humana; seres que debieron ser desde muchos años atrás, en este medio, sus compañeros de corazón: doña Otilia Palaush, Jean Marc de Civrieux, Miguel Valeri y su esposa Briguita, don Pedro Solano, Gisela Barrios y Andrés Zavrostky. Todo esto lo pensaba, allí a su lado, viéndole dormir; cuando Rocío me preguntó, desde cuándo le conocía, y le contesté como un sonámbulo que desde siempre. Desde que tengo memoria, conozco al padre, y además, claro está, el padre Santiago jamás podrá morir para mí. Y por otro lado es uno el que siente perder una parte esencial de la existencia. Todos los que le conocimos no quedaremos con su sabiduría. Uno no sabe del tiempo, ni el tiempo es lo importante en estos seres. Están desde siempre en uno.

 



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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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