San arroz, o el nuevo santo de los alucinados...

16-8-21: La verdad es, que si mi esposa y yo no nos ponemos a producir, a sembrar, a trillar café en un pilón, a tostarlo y a molerlo, no sé qué habría sido de nosotros. Cumplida la faena, empaquetado el producto, lo ofrecíamos por las redes y salíamos a venderlo. A veces nos echábamos veinte cuadras para llevarle medio kilo a un comprador. Pero nunca nos quejamos, y le metimos el pecho a todas las adversidades que se nos presentaron.

Total, que fue acertada la elección de irnos al campo a ver que producíamos.

Amanece el cielo arrebolado, y nos ponemos temprano en pie de guerra. Hay que organizar lo de la comida de la perra, de la señorita Solita. Se llena la casa de olor a cocido. Empaquetados los cuarenta kilos de comida de la guardiana de la casa, hay que pasar a hacer el desayuno de los otros dos obreros de la casa. Ventea, amagan las hojas de las matas de cambur, sonríen las gruesas y oscuras ramas del guamo negro y un hermoso cuadro de multicolores pajaritos se agolpan frente a la cocina, ahí donde están las mohosas barandas de cínaro.

Baja Neptalí a su fundo El Cobre, más tarde pasa Enrique con una niñita que al principio creí que se trataba su hija (Sofía Nazaret), y le dije a María Eugenia "-Van a pie hasta Los Naranjos" (a unos cinco kilómetros de La Coromoto)… La vecina Engracia baja al pueblo a ponerse la segunda dosis de la vacuna china y deja al cuidado de nosotros a su hija Lucia Valentina. Hoy le colocan la segunda dosis a mucha gente. Baudelio se anota para la primera. Lucía Valentina dice que yo hago muchos milagros y que por eso de ahora en adelante me va a llamar San Arroz.. "- Mire San Arroz, la perra necesita unos kilos de arroz para su comida, tráigaselos…".

Ángel se va a charapear a lo alto de la montaña frente a nuestra casa.

Viene el joven Oswaldo para tratar de arreglar la señal del televisor, trabaja dos horas y no lo consigue. Llovizna, se avecinan brumas por todos los costados de la montaña.

Entretanto nos dedicamos a trabajamos en el jardín. Acarreo madera para leña que pongo a secar en el huerto.

Continúa la pertinaz lluvia, se oye el sonsonete del agua y chapoteo cuando las vacas suben pausadas hacia las vaqueras; brillan las hojas de los maizales por los predios de Avenildo, se oyen ruidos y golpes secos porque han matado un toro negro de unos 300 kilos. Lo habían trasladado temprano hacia el patio del vecino, y lo cabresteaba un mozo de andar amorronado y de mirar ladino, y lo han matado a las 4:35 cuando, por supuesto, los zamuros se han recogido.

Llueve. La perra entra a la casa gimiendo, queriendo decirnos algo. Anda azarosa y nerviosa. El calor de la sangre la deprime.

Mi esposa decide cortarme el pelo y me siento en una banqueta mirando por la ventana la lluvia. Me coloca un paño en los hombros. Comienza la faena mientras llueve y se oscurece el día: agarra mechones y los va trinchando, amuñuñando pelos y luego tronchando. La tijera que se hunde y luego afloja cuando el guillotinazo cruje en la oreja. Se oye el rastreo del peine, los dedos en horqueta penetrando en el manojo suave y tenue del cabello, el moñito alzado y otra vez el afilado corte. Abajo, por el piso, otros arreboles de canas. Entre el ensueño y la lluvia. Ahora se procede al refilaje de las cejas con un peine bien pequeño, rastrillando y hundiéndolo en la pelambre, lo que sobresale rueda por la mejilla. Ya comienza a oírse el borbotear del agua en las canales, y mi esposa dice que he quedado como nuevo, que vaya y me vea en el espejo. Me sacudo el pelero, y en el espejo sigo siendo el mismo león afeitado de siempre. Llueve. Apetece un café.

Llega Ángel del "estarge", en lo alto de la montaña que está frente a nuestra casa. "Estarge" es algo así como una suerte de contrato. Al parecer varias personas se encuentran en ese lugar rozando todo un potrero. Marilú y Rosimar, hijas de Evencio y Avenildo se encargan de la preparación de la comida de los obreros, Cristian, el hijo de nuestra vecina Engracia, tiene ya varios días trabajando en ese estarge, por cierto, esta palabra no la conocía. Ángel nos muestra el codo donde lo ha picado un gigante abejorro amarillo. María Eugenia le da para que se coloque una crema. Por charapear todo el día, a Ángel le pagaron cinco dólares y le dieron las tres comidas. Para el desayuno arepa con queso, guarapo y café; para el almuerzo espaguetis con salsa de carne y cambur verde sancochado; para la cena arroz con mortadela. A un hijo de Alesio le tienen ofrecida una vaca por haber charapeado más de un mes.



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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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