“(...) Será que a la más profunda alegría,
le habrá seguido la rabia ese día:
la rabia simple del hombre silvestre
la rabia bomba – la rabia de muerte-,
la rabia, imperio asesino de niños,
la rabia, se me ha podrido el cariño,
la rabia, madre por Dios tengo frío,
la rabia, es mío –eso es mío, sólo mío-,
la rabia, bebo pero no me mojo,
la rabia, miedo a perder el manojo,
la rabia, hijo, zapato de tierra,
la rabia, ¡dame o te hago la guerra!,
la rabia, todo tiene su momento,
la rabia, el grito se lo lleva el viento,
la rabia, el oro sobre la conciencia,
la rabia –coño- paciencia, paciencia (...)”
Silvio Rodríguez.
Dicen que Bagdad ha caído. Que, finalmente, tras mil y una noches de oprobio, la delicada garganta de Scheherazade fue cercenada. Su voz no halló a un sultán Schahri a quien fascinar. Esta vez, Scheherazade no pudo conmover a sus abyectos verdugos: traficantes y mercaderes que luego de encarcelarla, hambrearla y amordazarla, la ejecutaron en espeluznante carnicería.
Dicen que Basora también sucumbió al sitio, que a la preñada humanidad la hallaron inflada, abierta en canal, flotando en un muelle de al Basrah. Que Mosul es una bacanal de venganzas donde ensordecen los alaridos del terror y las risas de las infames hienas.
Los Infantes infanticidas se ufanan del triunfo. La piara ya se revuelca en el oleoso y negro lodazal del botín. Los hipócritas y cínicos festejan la masacre y el pillaje y se reparten los contratos de la “reconstrucción”. ¿Cómo podrán los depravados mercachifles reconstruir el Irak milenario que ardió en los templos, museos y bibliotecas? ¿Cuáles serán las empresas yanquis que “reconstruirán” a las familias despedazadas?
Anuncian las huestes de los cobardes el éxito de su ofensiva y el final de la guerra de Irak. Pero la guerra nunca fue “de Irak”, porque Irak no hizo la guerra. Además, tampoco fue una guerra. La guerra supone dos bandos armados en conflicto y eso escasamente ocurrió. Se trató, sí, del criminal genocidio, de la devastación, de la catástrofe y del despojo total del sufrido e indefenso pueblo iraquí.
Una parte de ese pueblo retorna ahora del exilio, otra emerge de los refugios subterráneos en los que se ocultó durante el diluvio de bombas. Son los sobrevivientes del holocausto; los que obedecieron y dieron la falsa bienvenida para preservar la vida; los testigos del exterminio de sus seres amados; los espectadores obligados de la devastación de casas, escuelas, museos, hospitales, mercados, bibliotecas, templos de oración, estadios, cines, palacios, teatros y tantas otras “torres gemelas” convertidas ahora en silenciosos cementerios. ¡Cuánto se parecen estos iraquíes a los prisioneros liberados de los campos de concentración nazi!; ¡Cómo se parecen por su caquéctica indiferencia, su encandilado desconcierto y su torpe deambular sin destino!.
Pero, muy pronto, estos sobrevivientes hallarán en las ruinas de sus ciudades, en el recuerdo de sus familias muertas y en la insultante presencia de los asesinos y saqueadores, la inspiración y la fuerza para iniciar, ahora sí, la guerra de Irak, la guerra del pueblo de Irak, y junto a él, la guerra de todos los pueblos con sed de justicia. Porque si antes sólo fuimos un clamor mundial por la paz, ahora tendremos que ser ejército de resistencia mundial y de liberación, guerra contra este Imperio cruel, mentiroso e inmoral que ahora domina y destruye la tierra.
Irak será en adelante la bandera del antiimperialismo, el llamado a la intifada, el polvorín encendido, el bosque de puños en alto, el grito invocador de justicia, el gesto de repugnancia ante el festín de los chacales, el manantial del torrente de lágrimas vertidas por los niños amputados y sus madres desoladas, el himno por la gloria de los heroicos soldados que fueron incinerados al defender su patria.
Mercachifles: ¡Irak no ha caído, ni caerá!. Por el contrario, se erige como magno desafío a la paz, como despiadada afrenta a la justicia, como otro Auschwitz y otra Hiroshima que desde su silencio espectral acusan a las bestias sanguinarias que son la esencia del mal en este mundo.
Irak no ha perdido la guerra porque apenas está comenzando. El sentimiento de soberanía de su pueblo resurgirá entre las cenizas y los escombros; a su lado estaremos las demás víctimas del Imperio, haciendo la guerra al rapaz ejército invasor. Guerra desde la tribuna y la carta de amor, desde la mesa hogareña y la escuela, desde el barbecho y la oficina, desde el hospital y el bote pesquero. Guerra de ideas y de palabras, de ingenio y de creación, de protesta y resistencia, y, si la hora obliga, guerra de sangre y de fuego.
La voz de mando de este enorme ejército humano proviene de los ojos mustios de los iraquíes, que nos exigen defender la justicia, que retan nuestro “miedo a perder el manojo”, que nos conminan a lanzar un grito de guerra desde todas partes del mundo para que el viento de los mass media no lo silencie.
Irak no ha caído ni puede caer. Debe levantarse incólume, glorioso y eterno en las almas de los justos, elevando la conciencia sobre el oro, anunciándonos que todo tiene su momento y ha llegado el momento.
Irak es otro heraldo del fin de este Imperio en decadencia.
Sobre las ruinas del imperio, entre el Tigris y el Eufrates, florecerá una nueva civilización cimentada en el amor, en la verdad y en la justicia. ¿Utopía?. “¡Ay!, sin Utopía, la vida sólo sería un ensayo para la muerte”
¡Viva, pues, la guerra de Irak!
(*) Médico pediatra y profesor universitario.