Faltan cinco pa las doce

La de Año Nuevo es la noche más noche del año, en ella todo termina y todo recomienza. Noche inmensa, interminable, total, en que todo es al mismo tiempo alegría y seriedad. Es cuando se reúnen las personas que más significan unas para otras. En esa noche no estar en el lugar indicado a la hora señalada es no existir. ¿A qué se debe?
El eterno retorno

Mito del eterno retorno dirán algunos, especialmente Karl Jung, que confiaba en la universalidad de lo que no es más que su particular y simplificada interpretación de los símbolos. Me perdonan esta acotación técnica, pero es imprescindible y prometo volver al bonche al terminar este párrafo cargoso. No hay símbolos unánimes, no teniendo los signos propiedades intrínsecas, significan algo diverso cada vez y en cada paraje del mundo porque articulan humanidades distintas. Así se habla. Hay sí estructuras fundamentales que disponen a la mente en parámetros básicos de posibilidad. Me parece tesis más seria que ese Nintendo jungiano con el que naceríamos, previamente cableado en el cerebro, como el Pecado Original, donde estaría ya vivida toda la vida simbólica del hombre. La tesis jungiana explica todo facilito y, finalmente, por eso mismo, no explica nada. Una ‘estructura fundamental’ es distinta, no se refiere a representaciones nacidas junto con el cerebro, sino a las condiciones de posibilidad de la mente como fenómeno nouménico en el seno del universo, casillero vacío donde colocamos la experiencia y el sentido de que ella va invistiendo los símbolos. Una de esas estructuras es la idea de que todo se renueva en ciertos puntos periódicos de la flecha del tiempo. No es pensable el universo como desorden azaroso. La idea de que todo vuelve nos mitiga la ansiedad. No es fácil soportar la idea del desorden sin sentido, sin principio ni fin. Es sedante creer que hay un punto en el tiempo en que todo se reordena cíclicamente. La eternidad es sedante y es inevitable, no podríamos habitarnos a nosotros mismos sin esa idea. Y dejemos ya este cerebro para ocasiones solemnes y volvamos a la fiesta, a la hybris, al exceso de la vida.

Así, en la comunión unánime de copas y cohetones, la gente renueva sus horizontes, «recarga las baterías del cariño». O se desgarra cuando las reuniones se hacen o se juzgan imposibles. Es tiempo de reconciliaciones y rupturas, de consolidar afectos, arraigar odios y llorar nostalgias. Cuando falten cinco pa las doce este 31 de diciembre mi prima Delfina va a hacer más falta que nunca, porque se fue del mundo hace unos días, en plena juventud.
Todos somos cursis

Difícil desuncir el afecto de lo cursi, ese estilo íntimo, cordial, sentimental, autocomplaciente del sentido. Cursis somos todos cuando nos enamoramos, cuando acunamos a un niño, cuando queremos a la mamá. No hay otro modo, que yo sepa. Cuando no somos cursis es porque nos hacemos los locos, cuando nos las damos de intelectuales, por ejemplo, esa afición sobresaltada que los tontos confunden con no querer a nadie. Nadie se ha muerto de cursilería. Se ha vivido de ella, eso sí. Algunos la vuelven profesión, como los que recitan por radio Las uvas del tiempo en esa hora fundamental. Son servicios públicos que han de estar allí, como las quincallas, para cuando los necesitemos. En la Noche Buena de Año Nuevo la cursilería se vuelve primera necesidad.
La felicidad es comunista

Es curioso, nosotros tan racistas, que llamamos indio al ignorante y que nombramos tan feo el apellido del negro, especialmente mientras más nos sentimos indios y africanos, en ese momento cero e infinito de la vida, nos congregamos a comer hallacas y a bailar ritmos de cimiento africano. Entonces somos como debiéramos: indiferentes a las razas, sin creer que nadie es mancha por simplemente ser. Esa noche cardinal somos ecuménicos, porque la humanidad es más bonita y renueva sus promisiones. Como no hay espacio para el odio, se excluyen los privilegios y la gente sueña con abrazar mendigos, recoger muchachitos pobres y no importarle ser mestizo. Esa noche Panchito Mandefuá cena con el Niño Jesús. Dentro de cada uno de nosotros las tres raíces funden sus cuerpos como en el abrazo sexual. Como el danzón, tan bonito que parece cooperación pacífica de dos culturas, como si en su raíz americana no hubiera habido tragedia y repugnancia. La fealdad destila belleza, como Pegaso, el ser más bello de la imaginación, hijo de Medusa, tan fea que petrificaba del susto incluso a los héroes. Esa noche América vive su utopía, pacíficamente, gozosamente. Con la alegría del regreso del hijo pródigo.

Todo vuelve a su lugar más bonito, aunque al día siguiente retornemos a las mezquindades rutinarias y violemos la promesa de dejar el cigarrillo y las malas compañas. El Año Nuevo es una fantasía, utopía instantánea en la que, como niños, jugamos a que nos queríamos. «Yo y que era bueno y tú también y todo el mundo y que era bueno y todos y que nos abrazábamos como cuando y que venga el comunismo». «¡Sale y vale!», diría El Chavo del 8. « Tout le monde il est bien, tout le monde il est gentil », dicen los franceses, violando deliciosamente su inclemente gramática: ‘Todo el mundo es bueno, todo el mundo es gentil’. Y entonces jugamos y al menos una vez al año mis semejantes se topan con esa realidad inquietante que es la felicidad y que hay quienes nos atrevemos a recorrer el resto del año, desafiándolo todo, porque es posible, porque es justo y necesario y porque es el castigo más atroz para los que nos odian solo por no poder querer a nadie, salvo en Año Nuevo y tal vez ni entonces.


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Roberto Hernández Montoya

Licenciado en Letras y presunto humorista. Actual presidente del CELARG y moderador del programa "Los Robertos" denominado "Comos Ustedes Pueden Ver" por sus moderadores, el cual se transmite por RNV y VTV.

 roberto.hernandez.montoya@gmail.com      @rhm1947

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