Durante más de un siglo, América Latina no fue vista por Washington como un conjunto de naciones soberanas, sino como su "patio trasero": un espacio donde los intereses estadounidenses se imponían sin debate, y donde cualquier intento de autonomía era tratado como una herejía. Guatemala, en 1954; Chile, en 1973; Centroamérica en los 80; México bajo el TLCAN… la historia es conocida. El mensaje fue claro: aquí no se reforma; se obedece.
A pesar de todo, algo ha cambiado. Hoy, desde Caracas hasta Brasilia, los pueblos han dicho —con votos, marchas o silencio firme— que no volverán a ser colonia disfrazada. En esa negación, late la primera grieta del orden unipolar.
Pero, ¿cómo se sostuvo por tanto tiempo ese dominio? Tras los golpes y las invasiones, opera una máquina más sutil y poderosa: la fábrica del sentido común.
Durante décadas, un mantra se repitió hasta el cansancio: "Estados Unidos defiende la democracia". Frente a los hechos —los golpes, las dictaduras, los bloqueos—, la afirmación colapsa. Entonces, ¿por qué tantos aún la creen?
La respuesta está en una industria dedicada a producir realidades. Centros como el Council on Foreign Relations o la Rand Corporation, medios globales, Hollywood, universidades financiadas, tejen una red que no impone ideas a la fuerza, sino que las hace parecer naturales, inevitables. Su guion es inmutable:
· Si un gobierno nacionaliza recursos, es "populismo peligroso".
· Si un país se niega a alinearse, es "autoritario".
· Si un pueblo resiste una invasión, es "terrorista".
· Pero si un régimen aliado tortura, mata o roba, es un "socio imperfecto, pero necesario".
Esta doble moral no es hipocresía accidental; es el sistema. Y se revela con obscena claridad cuando el imperio, al ver erosionado su poder, recurre al robo directo. Incautar petróleo venezolano en alta mar no es un "embargo"; es piratería del siglo XVI en el siglo XXI. Sin embargo, la fábrica del sentido común lo envuelve en eufemismos estériles: ‘ejecución de sanciones’, ‘acto de aplicación’. El buque saqueado es una ‘incautación legal’; la víctima, un ‘régimen sancionado’. El hurto, así narrado, se convierte en política de Estado legítima. Así se diseña la sumisión: se celebra como "libertad" lo que es dominación, y se condena como "caos" lo que es autonomía.
Con esta lógica al descubierto, el resto del mapa global se lee de otra manera.
Oriente Medio se convirtió en la zona sacrificial permanente: un territorio donde se destruyen Estados y se normaliza la violencia extrema… en nombre de una "estabilidad" que solo garantiza el flujo de petróleo y hegemonía. Irak fue reducido a escombros por una mentira. En Siria, se financió el caos para derrocar a un gobierno indisciplinado. Y en Gaza, la lógica imperial se desnuda por completo: un pueblo entero vive en la mayor prisión al aire libre del mundo, mientras Estados Unidos financia cada bomba del genocidio más documentado de la historia. Esto no es un "conflicto étnico"; es la eliminación sistemática de una memoria incómoda, un recordatorio vivo de que la "civilización" nunca nace del vacío, sino del encuentro —y a veces, del exterminio—.
China y Rusia emergen, no como salvadores, sino como la prueba del fracaso del "fin de la historia". Rusia defiende, a menudo con puños de hierro, el principio de que la soberanía no es negociable. China, por su parte, ofrece una alternativa práctica: infraestructura, comercio y crédito, sin exigir sumisión ideológica o bases militares. Ninguno es un modelo de virtud comprobable hasta ahora, pero su sola existencia ha roto el monopolio de la narrativa. Hoy, un país del Sur Global puede elegir sus socios sin pedir permiso. Eso no es anarquía; es soberanía en acción. Su verdadero peligro para el imperio no está en sus ejércitos, sino en su ejemplo.
Esta ruptura del monopolio no se limita a las grandes potencias. Es en el Sur Global, históricamente saqueado, donde la multipolaridad encuentra su expresión más vital.
África está dejando de pedir permiso para existir. Durante siglos fue tratada como un depósito de recursos y cuerpos. Hoy, países como Mali, Burkina Faso y Níger expulsan a las tropas extranjeras acusándolas de lo que son: neocolonialismo encubierto. Rompen las cadenas financieras, cuestionan monedas coloniales como el franco CFA, y se integran a bloques como los BRICS+ por interés estratégico, no por retórica. El mensaje es tranquilo y firme: ya no somos la periferia por decreto.
El hechizo se está rompiendo. Los pueblos ven con claridad creciente que no están "atrasados", sino colonizados; no "desordenados", sino resistiendo. Y en esa lucidez, nace la verdadera soberanía: la del pensamiento.
Y en ese silencio incómodo, entre la fanfarria de las sanciones y el crujido de estómagos vacíos, se escucha el sonido de un coloso con pies de barro. La fábrica del sentido común puede llamar 'operación legal' a un robo en alta mar, pero no tiene eufemismo para el hambre en las puertas de sus propios cuarteles. Mientras sus buques realizan actos de piratería en el Caribe, sus bases se convierten en comedores de caridad. El soldado que debería proyectar poder global, espera su ración junto al maestro al que el Estado ya no paga. Esta es la implosión del mito: el imperio que pretendió alimentar al mundo, ahora no puede alimentar a sus servidores.
Durante siglos, se nos dijo que el mundo tenía un solo centro, un solo destino. Que la libertad venía en aviones, no en asambleas.
Pero algo ha cambiado. No fue un decreto, ni una victoria militar. Fue algo más profundo: la humanidad ha decidido respirar por sí misma.
En Caracas, un pueblo resistió el bloqueo más cruel y no se rindió.
En Gaza, niños escriben poemas bajo las bombas y no olvidan sus nombres.
En Bamako, soldados bajan la bandera extranjera y alzan la suya.
Esto no es caos. Es multipolaridad: no la ausencia de orden, sino la existencia de muchos órdenes, muchos tiempos, muchas memorias. Y en esa diversidad late la verdadera civilización: no la que impone su verdad, sino la que reconoce al otro como sujeto.
El imperio pensó que el miedo bastaba. Pero subestimó la inteligencia colectiva de los pueblos. Esa inteligencia que sabe que nadie puede representar tu historia mejor que tú. Que la verdadera libertad no se importa: se construye, con errores, esperanzas y manos propias.
Hoy, el mundo ya no gira alrededor de un solo "faro".
Gira alrededor de millones de hogueras pequeñas, encendidas en cada rincón donde un pueblo ha dicho: Aquí estamos. Y no somos mercancía.
Frente a esta respiración colectiva, el imperio responde con el ahogo y el robo. Pero su patente de corso es, también, su lista de la compra. Y en esa miserable ecuación se resume la bancarrota integral de un modelo: el que sacrificó el bienestar de su gente en el altar de la dominación global y que, al fallarle el botín, descubre que se quedó sin pueblo y sin dignidad.
Esa es la nueva geometría del poder.
Y en ella, por fin, la humanidad vuelve a ser sujeto de su propia historia.