Y las tierras ásperas —aquellas donde son más arraigadas las supersticiones, donde San Benito se hizo el terrateniente de la caña de azúcar y se tragó a todos los negritos con la fe— también parieron brujos de laboratorio y castizos taumaturgos.
En aquel pueblo largo y quebrado donde el sol se chorrea hasta la plaza y muere en el umbral de la iglesia, nació el joven antípoda de San Benito, pariente cercano en el color, pero distante en lo apolíneo y dionisíaco.
Aquella cansada calle de Betijoque que semeja ser el rabo de un tren ascendiendo por una cordillera le vio brotar y también contemplar —aun siendo niño de mirada inquieta— ese extraño relámpago que surgía de un cielo cercano y que, según afirmaban, caía en un río.
Decir el lugar exacto donde nació Rafael Rangel, citar la hora, el día, el año en que su rostro café hizo sonreír a sus padres, es historia conocida. Lo importante, lo trascendente fue que desde ese momento Betijoque, Trujillo y Venezuela se hicieron fulgurantes en el firmamento de la investigación, de la ciencia.
De esa tierra áspera, de ese pueblo estacionado en el verano y continuamente golpeado por el tambor, Rangel hizo una larga travesía a su apasionado mundo donde había captado una vida secreta, terrible, pero llena de sacrificios, de esfuerzos en pro de la solidaridad humana. ¿Acaso él desde niño no había observado, contemplado minuciosamente las columnas de hormigas, los extraños, pero fascinantes laboratorios donde las abejas organizaban delicados paraísos?
La ciudad fue desde entonces su estremecimiento, la nostalgia un golpetear en su sangre, en su mirada hacia esas casitas lejanas, escondidas, guardadas por poderosas montañas. Pero se fue haciendo hermano del microscopio, amando a las probetas, escrutando, alargando su ojo de buitre, descubriendo cosas misteriosas, un universo de extraños seres, de insignificantes pero terribles figuritas. Y sus insomnios se fueron multiplicando, su corazón agigantándose, haciéndose manzana para sus amigos, para los infortunados, para su pueblo y su patria. Después vinieron los hallazgos, los anticuerpos, los descubrimientos. Y frenó males y curó a los pestosos. Quería ser como Pasteur, pero hubo una pérfida confabulación y todas las compuertas se le cerraron y le dejaron en la más abyecta soledad.
Entonces optó por el camino del cianuro y murió como un poeta maldito.
El otro fue un hombre al estilo Pedro Claver, que nació en un costado de Betijoque, en un poblado que se denomina Isnotú y que en la actualidad es como una cajita milagrosa donde se fabrica el turismo con devoción.
Se llamaba José Gregorio Hernández Cisneros, y para los futuros hagiógrafos nació el 26 de octubre de 1864 y murió el 29 de junio de 1919, exactamente a las dos de la tarde, en la esquina de Amadores, Caracas.
Si Rangel, el científico suicida, el vecino betijoqueño, perdió su alma entre las sombras, en cambio el médico, "El doctor de los milagros" fue como un tiro al cielo, porque por donde lo busquemos —como decía Picón Salas al referirse a Pedro Claver— lo encontramos disparado a la gloria celestial.
La pasión por servir a la humanidad, por amar a sus semejantes y también la fatalidad unió a estos dos grandes betijoqueños, ya que ambos murieron trágicamente. Sin embargo, uno seguiría aun en el "más allá" con su infortunio y el otro tomaría aureola de santo.
Coetáneos, separados geográficamente por la quebrada La Vichú —ese hilo que va reptando entre la cañabrava, que se va chupando la vegetación hasta caer a La Perla— los dos inmortales con sus vidas distintas, antagónicas, unidas estrictamente en el profundo amor por la humanidad, dieron factura inmortal a ese paisaje decrépito, de sol clavado, de parches y plantíos de cambures, de caña de azúcar y trapiches, de montes donde abunda una pequeña pero peligrosa fauna.
Betijoque se hizo luminoso, cobró fama de fuente sabia desde el instante en que el reconocimiento póstumo se ciñó sobre la frente de aquel joven negro como hay pocos blancos. Isnotú, por su parte, se transformó en santuario, en huerto turístico, en adoración y estación santurrona, en mina para los prevaricadores.
Hernández pudo haber sido un anónimo más, pero un impacto, una explosión interior trepidante en su niñez hace que cambie el curso de su existencia. Tiene apenas siete años cuando una inmensa legión de hombres armados, de gente extraña, de rostros feroces, de tropa hedionda, se llega a La Vichú y rompe el silencio, la calma del somnoliento Isnotú. Son los soldados de Venancio Pulgar, un maracucho al que le pica la sangre cuando no combate; son los invasores que establecen grandes campamentos, que enfilan los cañones, que apuntan sus máuseres, que alzan los machetes hacia el tranquilo hogar. Y a partir del 5 de noviembre de 1871 la violencia se hace presente en Isnotú, la sangre corre y las moscas empiezan a danzar, a posarse sobre los cadáveres. El niño ve entonces a un doctor y a un cura que no tienen sosiego, que desafían el fuego, que van a todos los sitios y se inclinan ante los heridos, ante los difuntos, cumpliendo con el deber.
Y desde allí comienza el infante a tejer sus ilusiones, a fabricar serenamente su apostolado.
Después vendrá Caracas, la metrópoli del bullicio, pero de la generosa luz. Y Hernández se hace médico y hace también práctica el juramento hipocrático. No lo tira por la borda, no lo oculta en caverna de olvido ni lo toma como un arma mercantil. Va emulando a Claver, pero si bien no besa llagas ni asea a pestosos, va sembrando la fe entre los humildes, administrándole a los pobres sus conocimientos, curando males, haciendo caridad, asentando la medicina con mística pasión.
Era tan sagrado, tan férreo en el cumplimiento con el deber, que el 29 de junio de 1919, al comienzo de la hora más pesada de la tarde y en momentos en que sesteaba el general Gómez y que lo áulicos se mordían la lengua y tapaban todos los ruidos, un automóvil conducido por un individuo que desde ese instante deja de ser anónimo destroza esa vida ejemplar, la existencia física de Hernández.
Todavía no había expirado el ilustre de Isnotú cuando se le lanza al cielo y se le empieza a tejar la aureola de Santo; se abre igualmente la ruta de los milagros, y el pueblo, poseído por una fe producto del reconocimiento a una acción edificante, le otorga poderes divinos y le trae ocasionalmente a convivir con los humanos, le resucita para que maneje diestramente el bisturí, para que extirpe tumores malignos, para que le devuelva la salud a los desahuciados.
Se le lleva a su tierra natal, se encierra su imagen en un santuario y se le hace un museo; se profana su memoria, decapitándose al hombre por el culto, se da inicio a la expoliación a través de su obra ejemplar, de sus méritos, de su conducta maravillosa. Así hoy es casi un taumaturgo a la fuerza, despreciado irónicamente en el gran ejemplo que dio hasta por la mayoría de sus hermanos de profesión, porque, en síntesis, la labor más extraordinaria de José Gregorio Hernández fue su amor por los humildes y su celoso apostolado por la medicina.