El predominio de la tecnología sobre el saber científico y filosófico es, cada vez más, exclusivista e imperial. El mundo, en todas sus dimensiones, no "se sirve" de la tecnología: el mundo es –de manera obligatoria y unidimensional- tecnología y nada más que tecnología.
Uno de los esfuerzos más estériles en la fase en que nos encontramos es la "crítica humanista" hecha en tono elegíaco. Lamentarse nunca sirve para nada. Toda crítica humanista verdadera incluye una crítica de la tecnología, no efectuada por la vía de la demonización, sino acercándose al fenómeno de lo tecnológico en cuanto plexo que anuda relaciones de dominación. La propia comprensión de esas relaciones de dominación es ya, de forma potencial, un paso hacia la disolución de las mismas. Es por ello que todo crítico "humanista" de la tecnología que ignore a Marx, al menos como ejemplo filosóficamente magistral de cómo proceder a analizarla y resituarla, no suele aportar gran cosa, a mi modo de ver.
El hombre es, en gran medida, Homo faber: es en sí mismo un animal "técnico". No hay camino más recto para saber quiénes somos que el camino de analizar de dónde venimos. Nuestros ancestros, desde la más lejana prehistoria, emplearon la mano libre (libre respecto al suelo, esto es, liberada respecto a las necesidades de una locomoción que comenzó a ser bípeda). La mano hubo de abandonar su mera condición de garra y transformarse en "instrumento de los instrumentos". Fabricar no es lo mismo que emplear instrumentalmente lo que la naturaleza y el azar te dejan a tu disposición: en este sentido la diferencia entre los homínidos que nos antecedieron, ya fabricantes, y los demás primates es abismal. El hombre puede fabricar herramientas desde hace muchos miles de años, y las herramientas que pudo comenzar a fabricar no eran simplemente "dispositivos", sino herramientas aptas para crear otras herramientas.
Esta naturaleza transformadora del hombre nos distingue de todas las demás criaturas conocidas. El ser humano es, como bien sabían nuestros clásicos griegos, un animal racional y un animal cívico. Pero tales notas esenciales, magistralmente señaladas por Aristóteles de una vez y para siempre, contienen –en el mismo plexo conceptual- la condición de la praxis.
Todos los animales poseen comportamiento, y los comportamientos menos rudimentarios, los más liberados de la programación instintiva podrían calificarse como "acciones", poniendo cuidado en no caer en antropomorfismo alguno, como hace el animalismo de nuestros días. Creo que la acción transformadora, aquella que intencionalmente va dirigida a modificar el entorno, debe llamarse praxis. La praxis no es conducta sin más, ni acción compleja que desborda los instintos. La praxis es acción que transforma las relaciones envolventes del sujeto, deviniéndolas operables. El mero hecho de que los homínidos pasaran de ser presas a convertirse en depredadores, el dato mismo del control del fuego y su uso como elemento masivo para la modificación de los ecosistemas, y su adaptación a las necesidades del sujeto (el Homo erectus, en este caso dio el gran salto), hace referencia a la praxis. La praxis no es sólo una "cualidad" del sujeto, que lo define como verdadero sujeto activo, consciente y transformador. La praxis es también el plexo mismo de relaciones, que incluyen relaciones de dominio y dominación. El animal humano domina a otras especies y a otros homínidos semejantes a él, y además domina el mismo medio "envolvente".
Ante un sujeto de la praxis, como es el hombre, el destino de todo medio envolvente consiste en dejar de ser envolvente, y devenir "operable". Si las temperaturas medias del planeta, o los equilibrios entre especies en las regiones, etc. se modifican por obra del ser humano, ello es debido a que la capacidad operatoria de nuestra especie ha ido aumentando. El pensamiento ecologista ha oscilado entre el catastrofismo y la nostalgia de un Paraíso, un mundo idílico en el pasad, algo inexistente. Va a costar mucho trabajo liberarse del ecologismo. Antes de cualquier reflexión seria sobre el futuro del planeta y de nuestra especie, se hace preciso reformular una antropología de la praxis, un análisis de cómo la potencia operatoria del Homo sapiens ha ido creciendo en las distintas civilizaciones, y de cómo esa potencia operatoria ha ido incluida en un plexo de relaciones de dominación (entre personas, grupos, Estados, etc.) y dominio (control operatorio sobre ecosistemas, recursos energéticos, alimenticios, hídricos, financieros…).
Dicho análisis, potencialmente liberador, debe incluir la crítica de la entronización (y cosificación) de la Tecnología, como ya insinuábamos desde el comienzo mismo de este texto. Inevitable me parece que el hombre sea lo que esencialmente es: Homo faber, sujeto de la praxis. Deleznable me parece que existan corrientes de pensamiento antropofóbicas, tal y como ocurre hoy en el movimiento "woke" y en el ecologismo radical: "el hombre es una plaga", "nuestra especie es una amenaza para las demás", "tenemos tantos derechos como otros vertebrados", etc..
La cuestión se debe centrar en medio de estos dos extremos, uno, realista y otro suicida: del realismo debemos retener nuestra condición técnica y práxica. Somos seres transformadores, nunca aceptamos ni aceptaremos un mundo "dado", el hombre siempre va a alterar si entorno y siempre se va a alterar a sí mismo, tanto somática como espiritualmente. El verdadero mundo para el verdadero sujeto humano nunca puede ser un mundo exclusivamente envolvente, un destino plúmbeo que hay que acatar, y que aplasta nuestras espaldas. Ahora bien, si todo es operable para el hombre, hay que ahondar en el análisis y preguntarse también: ¿quién está monopolizando las posibilidades operatorias de la especie?
Aquí la respuesta me parece obvia. Ya no es "la Humanidad" la que está transformando al planeta y a los miembros humanos del mismo.
Estoy de acuerdo, perfectamente, con el ya viejo adagio: "Si alguien te habla de Humanidad, es que está pretendiendo engañarte". Ciertamente, no es la Humanidad la que está estropeando a la Madre Naturaleza y degradándose a sí misma por medio de un entorno repleto de máquinas y "dispositivos" que nos alienan, que condicionan nuestra vida haciéndola menos auténtica, más maquinal y vacía en sí misma. Nada de "Humanidad": son empresas bien conocidas y bien poderosas (entre las cuales figuran las GAFAM, Google, Apple, Facebook, Amazon, Meta, Microsoft….), junto con las multinacionales y transnacionales, las cuales se hayan entrelazadas entre sí y sometidas al control de los grandes fondos de inversión (Vanguard, BlackRock, etc.). Dichos grandes fondos de inversión, a pesar de su diversidad nominal, también están muy entrelazados y un reducidísimo número de individuos son quienes los controlan. Aunque teóricamente se puede acceder de forma pública a la identidad de estos sujetos, verdaderos "dueños del mundo", el público medio no los conoce apenas pues la mayoría de estos "señores del dinero" son personas discretas –cuando no opacas- en su vida personal, que es lo que le corresponde a todo verdadero poder: actuar en la sombra, interponer representantes y cabezas de turco fungibles, para así permanecer en el Trono del mundo siempre, más allá de las turbulencias y los vaivenes. No obstante, todo el mundo sabe que aquellos que se sientan en el Trono del mundo son –mayoritariamente- especuladores que proceden de la Anglosfera: el hegemón norteamericano y sus tentáculos y protectorados de habla inglesa son los países más vinculado a los piratas de hoy en día, los piratas de las finanzas. Pero, a su vez, aunque posean orígenes familiares europeos, las dinastías viejas y nuevas de hebreos, están sobradamente representadas y entrelazadas con el poder del hegemón. La lengua y cultura angloamericana, así como el dinero sionista (cristiano o judío, pues hay sionismo de los dos credos), dominan por completo la Tecnología y Occidente.
Un Pueblo culto y libre debería rechazar enérgicamente que le hablen en nombre de "la Humanidad" o en nombre del "Planeta". Los dueños del mundo, quienes se sientan en su Trono, emplean la tecnología para retirar a las personas, a los grupos sociales y a los estados, toda capacidad para una transformación parcial del entorno en su propio beneficio, vía conocimiento. Tal fenómeno lo hemos podido constatar en materia educativa. Veámoslo un momento.
Una educación verdaderamente liberadora consiste en proporcionar a los alumnos los instrumentos adecuados para que el conocimiento de la realidad, el cual incluye el conocimiento de quiénes "estropean" la realidad y quiénes ponen cadenas a las personas. La educación, o el tipo de papilla ideológica y adiestramiento que pretende presentarse al pueblo con el nombre de educación, ha ido cayendo progresivamente en las garras de los grandes poderes económicos, que hoy son poderes tecnológicos. El perfecto "gorila amaestrado" de los tiempos del taylorismo y del fordismo ya no es necesario. En cualquier caso, las organizaciones empresariales llevaban décadas influyendo en la Pedagogía, incluso en el ámbito del léxico. Al niño y al joven no se le imparten conocimientos. Esto del "conocimiento" es excesivamente teórico, "libresco", "memorístico", "academicista"… En efecto, son "destrezas", "competencias", "diseños universales de aprendizaje", etc. los sustitutos de los conocimientos, pues al poder económico neoliberal en modo alguno le interesa crear una sociedad de muchachos sabios, sino de pequeños simios dotados de destrezas las cuales, a su vez, se limitan a rutinas muy sencillas que implican interacciones con dispositivos de índole consumista. Las reformas educativas de todo Occidente, y muy especialmente aquellas que tienen que ver con las directrices neomasónicas de la UNESCO, llevan muchos años aplicándose en una sola dirección: recortar las posibilidades de autoliberación de los sujetos, impidiendo que el conocimiento sea la llave para hacerle escapar de su condición de simio amaestrado, bien sea atado a la rueda del consumo, como los hámster que hacen girar la rueda, bien sea atado al engranaje de la producción alienante, que a su vez debe excitar la rueda roedora del consumo.
Los nuevos pedagogos, especialmente aquellos que más se visten los ropajes del progresismo y de la Agenda 2030, no se están limitando a ser apóstoles del neoliberalismo. Son idólatras y gurús de la diosa Tecnología. Ayudan a los estados y a las empresas en su labor estabuladora: adiestrar dentro de recintos institucionales cada vez más semejantes a establos dotados de pantallas, en vez de pesebres. Al diseñar que los muchachos no "sepan" nada, consiguen los poderes tener mañana dispuestos a sus perfectos esclavos: siervos que ignoran que lo son. Pero, en cambio, les ponen delante los caramelos y los terrones de azúcar adecuados para que el joven humano se convierta en una mascota del Capital.
Creo que la metáfora de la mascota humana puede adquirir cierta utilidad. En los tiempos de un capitalismo más clásico, y siguiendo a Marx, el obrero se había alienado hasta el extremo de convertirse en un apéndice de la máquina. Ya no era la tecnología la auxiliar del ser humano, sino que el ser humano ha sido rebajado por el Capital a la condición de instrumento de que se sirve la máquina para que ella prosiga con sus funciones intensificadoras y multiplicadoras: la fuente del valor era, y seguirá siendo siempre, la fuerza viva y humana de trabajo, desplegada para poder producir más y más valor. Pero la maquina (la tecnología) era la materialización del Capital mismo. Una máquina es, por así decir, trabajo muerto y congelado, pues es el Capital quien la ha comprado y la ha colocado por encima y enfrente del obrero. El poder de la máquina, en el capitalismo clásico (industrial) analizado por Marx, en realidad era el poder del Capital sobre la fuerza del trabajo, el imperio del trabajo muerto sobre el trabajo vivo.
En un capitalismo postindustrial, la división internacional del trabajo se ha extendido por todo el planeta y se ha jerarquizado en grado sumo. La explotación descarnada de millones de seres humanos, incluyendo niños y mujeres, sigue siendo la tónica dominante en buena parte del mundo. En ninguno de esos países "en vías de desarrollo" la máquina ha servido para aliviar al obrero, sino que, a la manera clásica, siempre se ha presentado como el Capital mismo, que impone su ley y somete a los seres humanos a su dominio. Y como la otra cara de una misma moneda, en el (cada vez menos) mundo opulento, la máquina se presenta ante el elemento vivo y humano, entendido esta vez más como consumidor que como productor. La Tecnología se alza ante el joven "adiestrado" como una divinidad todopoderosa, ante la cual hay que saber inclinarse con reverencia, y cuyas reglas hay que acatar, so pena de perecer civilmente. La educación emanada de la UNESCO y de la Agenda 2030 no alberga ninguna otra pretensión que la de adiestrar al muchacho en torno a esa divinidad y a las reglas que implican acoplar los cuerpos y a las mentes humanas a los "dispositivos". Si en ese acoplamiento, como ocurre con los trasplantes de quirófano, hay rechazo… ¡qué le vamos a hacer! Quien lleva las de perder es la parte humana, el "usuario" o consumidor del dispositivo. Éste, en el mundo postindustrial, ya nunca es tratado como sujeto libre y consciente, como persona que se pone unos fines y como ser activo que transforma el mundo. Nada de eso. El Imperio de la Tecnología, que es en realidad el Imperio de las Tecnológicas, significa en realidad el dominio de una exigua élite financiera que ha encontrado en la llamada "4ª Revolución Industrial" los recursos adecuados para mercantilizar (o valorizar) aspectos de lo humano inimaginables hasta hace poco. No se trata solamente de exprimir el jugo a una persona haciéndola trabajar para otro, sirviéndose de la máquina para aumentar la productividad y por ende la explotación laboral. Ahora se trata de un proceso muy más amplio y profundo: en este siglo XXI observaremos cómo el Capital mundial se sirve de los cuerpos y las mentes humanas para vivir parásitamente de ellas, aun sometiéndolas a ruina y degradación no ya solo en el proceso productivo sino en el proceso mismo de acoplamiento a los "dispositivos", que incluye la dependencia inducida, el consumo patológico de juegos y de otras interacciones, la venta total o parcial de trozos de cuerpo y de alma, etc.