Las crisis y la inadecuación histórica de las instituciones y de la praxis política

En las sociedades contemporáneas sujetas a una intensificación de la incertidumbre, la inseguridad, la vulnerabilidad y la celeridad del cambio, las crisis tienden a ser recurrentes y los periodos de superación se alargan o postergan, al tiempo que al salir de una crisis pronto aparecen en el horizonte los visos y las manifestaciones de una nueva. La pregunta a plantear ante ello es la siguiente: ¿Por qué las crisis de distinto tipo -piénsese en las económico/financieras, la pandemia del Covid-19, los conflictos geopolíticos y geoeconómicos en torno a la invasión de Ucrania, o la invasión de Gaza, entre otras- se perpetúan en el tiempo y en sus impactos hasta parecer irresolubles? La respuesta no se relaciona con alguna faceta técnica que remita a la gestión de los problemas públicos contemporáneos desde una racionalidad tecnocrática, ni se reduce al ámbito de los expertos. Es más vasto y entreverado.

La respuesta hunde sus raíces en la inadecuación y en la petrificación de la política y lo político como praxis transformadoras de la sociedad. Más aún: esa inadecuación histórica se extiende a la modalidad de entramados institucionales y de estrategias con las que se cuenta para resolver los problemas públicos contemporáneos. Las instituciones fueron pensadas para atender problemáticas sociales acotadas y circunscritas a lo estrictamente local/nacional, y que era posible resolverlas desde los mecanismos y procedimientos propios del Estado-nación y de su consustancial correlación de fuerzas. En el mundo contemporáneo los problemas públicos se encuentran entrelazados unos a otros y su génesis no precisamente es inmediata, sino que sus causas pueden gestarse a miles de kilómetros de distancia. Por tanto, precisan de múltiples actores, agentes e instituciones que no necesariamente se arraigan en la escala nacional.

Este desfase entre las instituciones y los problemas públicos se explica también por el déficit de sincronización entre el conocimiento de los expertos, las estrategias políticas, las decisiones públicas concretas y las instituciones que las hagan valer. Aunque las organizaciones -sean estas empresariales, educativas, sanitarias, tecnológicas, etc.- por su cuenta alcanzan eficacia y resultados en los ámbitos en los cuales se especializan, no se cuenta con las instituciones que logren coordinar esos esfuerzos y resultados. Predomina más bien la dispersión y la atomización, e incluso el recelo entre esas diversas organizaciones. No se atina a resolver los problemas públicos y a superar las múltiples crisis porque no se observan y analizan en su complejidad desde esas organizaciones, extraviándose así la perspectiva en torno a la totalidad y al carácter concatenado o entrelazado que caracteriza a los fenómenos sociales.

Se abordan problemas públicos específicos, pero no se cuenta con los mecanismos y procedimientos para abordarlos en su conjunto, retrasándose con ello la salida de las crisis y acelerando la llegada de otras nuevas. Se crea así confusión y desconcierto; al tiempo que se solucionan algunos problemas, pero emergen otros que no fueron previstos. Por ejemplo, se logra crecimiento económico, pero se sacrifican los equilibrios ambientales y no son abatidas las desigualdades sociales; se estabilizan las variables macroeconómicas, pero se reincide en el estancamiento económico; se logra la accesibilidad a las tecnologías de la información, pero no se masifica a fondo el derecho a la educación ni se contiene la deserción escolar; como decisión política se decretan los confinamientos en una pandemia, pero se trastornan las cadenas globales de producción y suministro, en tanto que y la misma salud mental se pone en predicamento; las universidades públicas tornan sofisticadas sus proclividades a la especialización, pero se desvinculan de las necesidades y urgencias de las comunidades que las sufragan, etc.

Las crisis se comportan como oleadas que precipitan un maremágnum de acontecimientos difícilmente contenido desde acciones y posibles soluciones atomizadas e inconexas. Esas crisis sacuden las formas de vida cotidiana acrecentando las conflictividades y las desigualdades. A su vez, las crisis se suscitan de manera encadenada, interdependiente, recurrente y no siempre son transitorias o efímeras sino que son sistémicas y representan la manifestación de contradicciones estructurales, de tal manera que la luz al final del túnel puede ser el inicio de nuevos colapsos y catástrofes. Entonces la miopía de miradas fragmentadas y distantes, más que ser un problema técnico, de gestión o de parcelación administrativa es ante todo un problema de desfase de la praxis política de cara a una realidad incierta, volátil y profundamente regida por el desequilibrio y por sistemas que tienden al caos. Ello remite también al extravío o socavamiento de las posibilidades para construir colectivamente programas políticos dotados de perspectivas de conjunto, alejadas de la segmentación y de las lógicas sectoriales, cercanas a las acciones coordinadas en los distintos niveles, y preñadas del entrecruzamiento de los factores, causalidades y circunstancias que propician las crisis.

La modalidad de instituciones que se tornan necesarias son aquellas que incentiven entre los actores y agentes la reciprocidad y la capacidad para prever los problemas públicos y para matizar si las soluciones aisladas relativas a una esfera concreta de las crisis afectan a otros ámbitos o a otros subsistemas sociales. Se trata de nuevas formas para desplegar la acción política bajo criterios de coordinación y colaboración horizontal, de ejercicio del pensamiento anticipatorio, y de reivindicación del largo plazo para tender los puentes entre lo local/nacional y lo global. A su vez, si las instituciones no interiorizan el carácter diverso, plural y conflictivo de las sociedades, ahondarán los impactos de las crisis. No se trata de un asunto de mero voluntarismo político, sino de comprender a cabalidad el carácter inestable de nuestras sociedades en vilo. Comprender que las crisis no son exógenas, sino provocadas por ciertas formas de organización humana que perfila y radicaliza un patrón de producción y consumo rentista, depredador, desigual y excluyente. Y reconocer que el tipo de instituciones de las cuales nos dotamos, agrava esas prácticas y tendencias críticas.

Justamente en todo ello radica el colapso civilizatorio contemporáneo: a las crisis sistémicas y estructurales se suma el foso del agotamiento de las instituciones y de la praxis política para ofrecer respuestas a los problemas de fondo que caracterizan a sociedades cada vez más interdependientes y regidas por la incertidumbre y el acelerado cambio tecnológico.



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Isaac Enríquez Pérez

Ph D. en Economía Internacional y Desarrollo. Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.

 isaacep@comunidad.unam.mx      @isaacepunam

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