Jugando con fuego

Diríase, coloquialmente hablando, que los amos del mundo se están pasando de rosca, dado que, para dar muestras de su poder, atacan en todos los frentes. La economía, la política y la sociedad están siendo manipuladas y obligadas a dirigirse sin contemplaciones por esa oscura senda que solo solo ellos conocen. De lo que se deduce, respecto a todo lo que está cayendo, que se dedican a forzar la marcha natural del sistema y, a primera vista, no parece ser una ocurrencia afortunada.

En el plano económico, la globalización —su proyecto estrella— es un medio para dominar el mundo desde el poder que incuestionablemente proporciona el dinero, y éste se concentra en el gran capital en manos de la superelite del poder. Dueña y señora del capital especulativo que trata de imponerse al capital productivo —aunque ambos tienen el mismo patrón—, como fuente del dinero tradicional, instrumentando procedimientos para mantenerlo bajo control a través de crisis que afectan a la producción de manera artificial, en gran parte derivadas del producir a bajo coste y vender a lo más alto posible, que actualmente está demostrando sus puntos vulnerables en la distribución. Lo que es una primera llamada de atención a la estrategia global de explotación de los países pobres por las multinacionales, que luego venden sus productos en los países ricos.

Una de las claves del dominio mundial del gran capital viene escenificada en el terreno bursátil. Desde la Bolsa de New York se gestiona y controla prácticamente todo el dinero especulativo del mundo, moviéndose a la entera voluntad de los que la manejan, donde los datos macroeconómicos y las cuentas empresariales son argumentos técnicos para usar a conveniencia, en uno u otro sentido, y simplemente sirven para encubrir los intereses ocultos de los que manejan el negocio. Son los jefes del dinero, y no tanto lo que reflejan las cifras, quienes determinan la tendencia a seguir y dirigen a voluntad los movimientos del capital especulativo en el mundo. Aquí el problema reside en que de tanto forzar subidas y bajadas con argumentos pueriles, se empieza a descubrir la jugada, y la consecuencia es la pérdida de autoridad.

Últimamente, aprovechando la vigente crisis orquestada a nivel global, una parte de las masas favorecidas no ha gastado en el mercado lo que debería. Esto no convence a los amos, porque se escapa parte de ese dinero destinado a concentrarse en esos pocos dirigentes, por tanto, hay que desactivar el ahorro, y a tal fin la elite dominante crea inflación artificial —por ejemplo, subiendo las materias primas— para que los precios se desboquen. Luego, con el fin de guardar las apariencias, se dedica a decir que hay que controlar la inflación, que ellos mismos han provocado. Es un acoso en todo regla, no hay refugio posible y el dinero de la gente, que no se ha gasta en el mercado, se esfuma, entregado a la trampa de la inflación. La consecuencia de forzar la máquina de la devaluación es que las masas despierten y descubran que las están robando miserablemente su dinero.

Políticamente, el gran capital, que prácticamente ha desmontado el modelo del Estado-nación, desposeyéndolo de su valor tradicional y reconduciéndolo al terreno de simple guardián local de masas, se ha empeñado en el enfrentamiento de bloques. Principalmente entre el bloque del capital especulativo y el capital productivo, para reforzar la primacía del primero. Estrategia que acabará trayendo fatales consecuencias para el propio sistema, porque no es sostenible en base al enfrentamiento permanente y tampoco se puede minusvalorar el valor de la mercancía.

En la política local de los países avanzados —porque los otros apenas entran en los planes del capitalismo depredador, salvo para explotarlos—, habida cuenta de que el Estado-nación es un nombre en el concierto internacional de Estados dominantes y organismos mundiales —regulados en términos de burocracia—, se sirven políticas de sumisión a los intereses capitalistas. Nuevas estrategias para vender, consistentes en progresismo de mercado, para seducir a las masas conforme al dogma del consumismo. Los derechos de papel se mantienen íntegros, la libertad de boquilla prospera y la democracia de nombre va por buen camino, todo ello para que las gentes se lo crean, mientras avanza el dominio total sobre ellas, ejercido utilizando a la clase política visible. Para facilitar la labor están los medios de comunicación, una pieza clave en la estrategia del gran capital, porque, al gozar del monopolio de la información, la comunicación y la difusión, solo se escucha lo que es obligado escuchar y ver. La contestación no existe, salvo la que está dirigida por el propio sistema, en cuanto a la que se encuentra fuera de su control, se mantiene debidamente vigilada y silenciada.

Por último, a la sociedad se le ha suministrado ese producto de sumisión colectiva, conocido como el virus de la pandemia, un simple instrumento de control de la elite, a fin de que no se ilusione con la parafernalia jurídica y la democracia, puesto que por encima está situado el privilegio de mandar y el deber de obedecer a la minoría legitimada por el voto. Su mandos naturales —la burocracia política y la burocracia administrativa— están a defender los intereses del conglomerado capitalista internacional —puesto que es quien les ha colocado ahí—, mientras que a sus siervos se limita a suministrarles vacunas, para incrementar el negocio económico del sector. De otro lado, la doctrina, incluso en tiempos de crisis profunda, exige a las masas seguir comprando, ser mas fieles que nunca al mercado, para ayudar a recuperar ese dinero que se le escapa, porque se viene ocultando debajo del colchón—aunque la burocracia hasta allí está dispuesta a llegar—. Pese, a que pudiera resultar paradójico, lo que no parece importar es el estado de quiebra de algunas empresas de solera, víctimas también de la pandemia, no lo es para el capitalismo, porque las pérdidas de las que se hunden se compensan con los beneficios añadidos que cosechan otras: con lo que el capital siempre gana, aun en las mayores desgracias colectivas. Su problema es que el negocio, en tales términos, no podrá prolongarse a perpetuidad, porque las masas acabarán despertando del letargo propiciado por el mercado y habrá que poner las cosas en su sitio.



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Antonio Lorca Siero

Escritor y ensayista. Jurista de profesión. Doctor en Derecho y Licenciado en Filosofía. Articulista crítico sobre temas políticos, económicos y sociales. Autor de más de una veintena de libros, entre los que pueden citarse: Aspectos de la crisis del Estado de Derecho (1994), Las Cortes Constituyentes y la Constitución de 1869 (1995), El capitalismo como ideología (2016) o El totalitarismo capitalista (2019).

 anmalosi@hotmail.es

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