In illo tempore, lo de dedicarse a la política estaba reservado a la elite, en interés de la comunidad, y se decía que era una vocación; término que sonaba bien para el auditorio de incautos de la época. Tras los cambios, y ya en un plano más realista, pasó a ser una profesión remunerada como cualquier otra dentro del panorama social, para no solo sobrevivir sino llevar la mejor vida posible —lo que Weber, La política como profesión, llama vivir de de la política como profesión, es decir hacer de ella una fuente de ingresos permanentes—. Hoy, más que como profesión hay que entender que se trata de un oficio, dado que no requiere formación académica ni especialización ni amplios conocimientos, basta con disponer de cierta habilidad, algo de experiencia mundana, saber moverse en el terreno práctico propio de la materia y, lo fundamental, está al alcance de cualquier persona. Un oficio abierto, pero que, no obstante, requiere previamente contar con ciertas habilidades para moverse en el ambiente, mucha verborrea y estar dotado de elevadas dosis de apariencia. A lo que sigue acreditar un periodo de aprendizaje de la técnica en la escuela oficial de un partido y, tras acudir a las clases teóricas y prácticas impartidas, superar las correspondientes pruebas de capacitación. Tras lo cual, permite obtener, a los más aventajados, el diploma para ejercer el oficio dentro del partido. Los que se quedan por el camino por su falta de capacidad no han perdido el tiempo, puesto que continúan figurando en la lista del voluntariado. Así pues, los diplomados, pasan a incorporarse en la plantilla, situándose en la base, lo que quiere decir que perciben un salario de variada naturaleza por su trabajo; mientras los otros permanecen pacientemente esperando a que cuando gobiernen los suyos, caiga algún regalo, ya sea como premio a su fidelidad, su condición de masa de apoyo, su actividad propagandística o el buen hacer para como ellos de los amiguetes del equipo.
Situados en el plano laboral, los que ejercen el oficio tienen que ganarse ese sueldo trabajando duro, acumulando méritos en el partido para darse a conocer, confiando saltar a las listas electorales y, una vez allí, merced a la habilidad en el manejo del marketing político de todos los oficiantes del partido, conforme al papel asignado, salga su número en el sorteo —por voluntad de los electores debidamente ilustrados—, para llegar a mandar, ocupando puestos como legisladores o gobernantes. Integrados en la burocracia del sistema, el panorama cambia porque el trabajo pasa a estar ampliamente retribuido con el ejercicio del poder, a base del salario oficial y los complementos. Además, el trabajador dedicado a la política de gobernar mejora su categoría social, y por un tiempo pasa a ser miembro de la elite. Mas eso que se ha llamado democracia, donde el trabajo político lo determina no solo el partido sino el voto de los electores, señala un plazo de caducidad para el negocio de mandar, y el oficiante político en activo más aventajado tiene que mirar por sus intereses. Debe moverse con astucia política y comercial para, por si vienen mal dadas, obtener algunos complementos adicionales, como las llamadas mordidas, para asegurar económicamente su futuro —algo así como, en mundo de la ficción, practicaba aquel Khan de La extraña prórroga— o poder acudir a lo de las puertas giratorias —ya sea incorporándose directamente al consejo de alguna empresa de renombre o montando su correspondiente chiringuito de influencia—. Llegado a este punto, los trabajadores políticos más aventajados continúan su labor integrándose en tareas propias del terreno económico, en este caso, vendiendo influencia como la forma comercial de hacer política.
Superado lo meramente crematístico, como característica propia de cualquier oficio, algunos trabajadores de la política sienten una profunda necesidad de destacar, para ser reconocidos como el mejor. En este caso, la tarea se reconduce a experimentar desmedidamente la atracción absorbente por el ejercicio del poder, que se acentúa a medida que asciende en el escalafón del partido. Llegado a la cima, mediante extraños manejos y el empuje de los que realmente mandan, su propósito pasa a ser abandonar definitivamente el amenazante lugar de entre la muchedumbre y situarse a perpetuidad en el sitial de las elites. Invocando esa legitimidad que otorga la democracia del voto —que solo es un medio, como dice Ferrero, El poder... , para justificar el poder—, su principal ocupación es hacerla su sostén, de tal manera que usando todos los subterfugios posibles que se dan en la política, superar así el principio de temporalidad y eternizarse en el mando. El objetivo final es ejercer como moderno dictador democrático, disfrazado de autócrata, manteniéndose en línea con el progreso ficticio, ofertando a los siervos muchos derechos y libertades de papel; en cuanto a sus favorecidos, continuar disfrutando de privilegios para prosperar en sus respectivos negocios. En ambos casos, en tanto le otorguen sus votos. Llegados a este punto, el político, que ya no se reconoce como trabajador en su oficio, porque siente que pertenece a la casta de los selectos, solo aspira a seguir contando con el beneplácito de los poderes superiores para continuar en el sitial haciendo su real voluntad. Bastara para ello, de cara a la audiencia, que pase a ser oficiante de la doctrina dominante y la venda como modelo de progreso de los tiempos; en cuanto al mercado, simplemente que lo ampare con total decisión.