El refinamiento de la barbarie

 Voltaire decía que la civilización no ha corregido la barbarie: la ha perfeccionado. Nada parece probarlo con más crudeza que este tiempo nuestro. El hombre civilizado no solo ha inventado la tortura con aire acondicionado, los crímenes con guantes quirúrgicos, la exclusión a golpe de algoritmo, la violencia financiera disfrazada de legalidad… Ha hecho, además, de todo ello una maquinaria aceptada, administrada y hasta admirada. Además, tras las monstruosidades nazis cuya condena general fue unánime pero no ha sido seguida de esfuerzo alguno, principalmente del anglosajón, de no volver a la barbarie. Los sucedido en 2001 en Asia y África, lo atestigua.

 Ya no son solo los desposeídos quienes se rebelan. Ahora protestan los hijos de la clase media precarizada, los profesionales cansados de su propia complicidad, los desertores éticos del corazón del sistema. Cuando los que antes callaban empiezan a alzar la voz, no es que haya una epidemia de locura: es que algo va muy mal en el fondo de este modelo de vida. Cuando una civilización necesita cámaras en cada esquina, vigilantes en cada aula, drones en cada frontera y pantallas en cada palma, es que ha perdido la confianza en sí misma.

 La barbarie de antes se hacía con espadas. La de ahora, con palabras desinfectadas, eufemismos letales y leyes que simulan justicia mientras multiplican la desigualdad. A los que sufren se les llama “daños colaterales”. A los que protestan, “antisistema”. A los que huyen del hambre, “ilegales”. Pero el mayor crimen no es la violencia en sí: es su normalización, su digestión moral por parte de una sociedad que aún se cree racional, humanista, incluso compasiva.

 El refinamiento de la barbarie tiene otro nombre: es el triunfo cínico del hombre civilizado sobre su propia conciencia. Ese hombre que ya no solo deja de serlo cuando no es tratado como tal, como escribió Haro Tecglen, sino también cuando él mismo renuncia a tratar al otro como un igual. Ya no es necesario odiar: basta con ignorar.

 ¿Y qué nos queda? Si las utopías están muertas, si las ideologías se han disuelto en el ruido, si la esperanza se confunde con consumo… quizá solo nos quede la negativa. La negativa a participar en la farsa. La negativa a mirar hacia otro lado. La negativa a olvidar que una vez, en algún rincón de esta especie, hubo algo parecido a la dignidad.

 


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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 richart.jaime@gmail.com      @jjaimerichart

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