Del absolutismo a la democracia

En tiempos pasados, el absolutismo europeo fue ese modelo político sustentado en el poder de las armas tradicionales, como instrumento de convicción para el sometimiento de la muchedumbre, reforzado por un repertorio de creencias, dirigido a elevar sobre las masas a esa minoría dirigente, que se llamó élite, para que marcara su destino. Más cercano es el modelo político promovido para sustituir lo precedente, cuyo poder reside en el manejo del gran capital, el arma moderna visible a través del dinero, representado bajo la fórmula conocida como democracia del voto y la nueva autoridad mediática, en manos de una minoría, ahora llamada superélite.

Aunque apreciándose similitudes entre ambos modelos de gobierno, en principio, hay notables diferencias, fundamentalmente porque el tiempo se ha encargado de pulir la forma de gobernar a las gentes, y es posible hablar de mejoras. El hecho era que el viejo personalismo, la discrecionalidad, la condición de oráculo de la voluntad divina entregada al monarca, ya no se sostenía ante muchos de los tenidos por sus incautos súbditos. Al fondo, resultaba que cuando la racionalidad y el sentido común dejaron de estar anestesiados por la ignorancia, y emergió la iluminación ilustrada, siguiendo el continuado trabajo de zapa de los mercaderes, se despertaron las conciencias avanzadas, y buena parte el tinglado de siglos se lo llevó el viento revolucionario. El problema surgido entonces era que las masas se quedaban aparentemente huérfanas de conductor. Un grave riesgo, al que el poder económico, ya consolidado, tenía que poner coto, implementando soluciones realistas.

Así pues, para reemplazar al absolutismo en el papel de dirigir a las masas, se reinventó la democracia en su versión representativa. Una jugada maestra que, por una parte, consolidaba el triunfo ante el auditorio de sus patrocinadores, los mercaderes, frente a los guerreros, poniendo fin a los restos del imperio de la fuerza al viejo estilo, sustituyéndola por la fuerza del dinero. Por otra parte, en lo aparente, suponía dar protagonismo teórico a los gobernados, para que dieran su aprobación a lo que previamente ya había sido acordado en las altas esferas, encarrilados mediáticamente, usando el sistema de partidos. De esta manera, se decía que, si antes las gentes eran gobernadas, pasaban a ser gobernantes. En definitiva, se trataba de hacer creer una mentira piadosa, asentando en ella la legitimidad de los nuevos gobernantes, consistente en que ya no serían regidos por los designados por la voluntad divina, sino elegidos por el pueblo.

Más allá de arreglos coyunturales, objetivamente visto el nuevo panorama, el absolutista de sangre fue sustituido por la autocracia de turno, en virtud de un proceso de designación. El primero se escudaba en la divinidad para gobernar conforme a su real capricho, mientras que el otro invoca el Estado de Derecho, puesto a su particular servicio usando de leyes de quitar y poner, porque para ello cuenta con el uso del poder que los gobernados le han otorgado sin condiciones.

Sin perjuicio de ese poder formal, el poder real, es decir, el del gran capital, queda plenamente ejercido desde la sombra, bien guardado y a cobijo de toda contestación; de ahí, dado su interés en la ocultación, ese patrocinio incondicional del sistema partitocrático, al que se le llama democracia, dispuesto para ser debidamente adaptado a sus particulares intereses mercantiles. A tal fin sirve todo ese arsenal tecnológico al servicio del dinero dispuesto para manipular, completado con la influencia de los medios de difusión puestos a su servicio. Lo que permite llevar a las masas por el buen camino, mostrando fidelidad a las creencias impuestas por la nueva doctrina, mientras los dueños del dinero siguen llenando las alforjas.

Si la distancia entre absolutismo y democracia, a primera vista, parece ser considerable, si se mira al fondo, las nuevas formas de poder y de creencias apuntan en la misma dirección que su precedente. Se trata de justificar el hecho de que una minoría se instale en los sitiales del poder para dirigir a la mayoría conforme a sus intereses particulares, que dicen representar el interés general. En consecuencia, con el tránsito del absolutismo a la democracia representativa, la soberanía popular se ha quedado en una leyenda, perdida en el campo de las elucubraciones, a las que acude la teoría política para tratar de justificar lo injustificable.

 



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Antonio Lorca Siero

Escritor y ensayista. Jurista de profesión. Doctor en Derecho y Licenciado en Filosofía. Articulista crítico sobre temas políticos, económicos y sociales. Autor de más de una veintena de libros, entre los que pueden citarse: Aspectos de la crisis del Estado de Derecho (1994), Las Cortes Constituyentes y la Constitución de 1869 (1995), El capitalismo como ideología (2016) o El totalitarismo capitalista (2019).

 anmalosi@hotmail.es

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