La democracia actual, un producto capitalista

Cuando los absolutistas fueron apartados de los centros de poder, reemplazados por la burguesía, y se puso en marcha la democracia representativa como forma de gobierno, se pretendió hacer creer que era un triunfo de las masas. Se trataba ya entonces de una falacia de la intelectualidad, comprometida con la burguesía, para apaciguarlas y ganarlas para el mercado. Debiera haberse tenido en cuenta que tanto la propia democracia como los derechos y las libertades que la acompañaban, fueron otorgados por la clase dominante de manera calculada para atraer a la muchedumbre, sin que se aprecie una imposición contumaz por parte de esta. A las masas les bastó con creer en su protagonismo, y el capitalismo aprovechó la euforia revolucionaria para su fines. Aquella situación se ha prolongado en el tiempo hasta la actualidad, olvidándose que derechos y democracia, si se aspira a que tengan auténtico valor, no basta con sean una simple concesión formal del poder, hay que conquistarlos.

Con referencia a la democracia, se ha llegado a un punto en el que no ha pasado de ser entendida en términos de representación, a la manera de un dogma que no admite contradicción, sobre el que no es posible el análisis ni la crítica abierta, y ahí queda todo. Se postula oficialmente la libertad y hasta llega a admitirse la discrepancia bajo control, pero el hecho es que la contestación solo es aparente y apenas se puede opinar fuera de los cauces establecidos. Así es como la democracia al uso se impone como completa en sí misma, cuando solo es una parte del proceso de su amejoramiento. Se trata de un simple procedimiento electoral dirigido a extraer por una especie de sorteo a los futuros gobernantes, entre un plantel de partidos, mediante el voto. Concluido este, termina también lo que pudiera llamarse democracia. En tal caso se estaría ante una democracia incompleta.

En el plano social, cada parte interesada mantiene posiciones diversas. Los demócratas de convicción, en su mayoría partidarios de la tolerancia, en este tema suelen ser intolerantes para con quienes formulan objeciones sobre el particular y además no muestran disposición a entrar en reflexiones sobre el dogma democrático. En cuando a los políticamente indiferentes, azuzados por la propaganda de la clase política que vive del asunto, se muestran complacientes, porque entienden que es el mejor de los sistemas de gobierno posible o el menos malo. Para las masas, el simple hecho de hablar de democracia tiene un alto componente sentimental, apropiado para ser explotado política y comercialmente. Por su lado, el empresariado entiende que la democracia es un sistema útil para mantener el orden político y social, pero hay que encarrilarlo debidamente para que sirva de defensa a los intereses del mercado. Todos los argumentos pudieran ser de recibo, pero hay que rebajar la leyenda creada en torno a la democracia representativa.

Baste señalar, en definitiva, que el producto político ha quedado reducido a un procedimiento para que la ciudadanía, de vez en cuando, elija a uno u otro partido para que gobierne, pero sin dar un paso más allá. El tema en el fondo no ha avanzado, es más, con ligeras variantes ha quedado estancado desde sus inicios burgueses. Hoy, más perfeccionado el procedimiento, no se ha resuelto la cuestión fundamental: el gobierno de todos. Los votantes se entregan al gobierno de los elegidos, una minoría que decide por la mayoría, y a esto se llama democracia representativa, cuando realmente se trata de partitocracia.

Es llamativo que, en los tiempos de los avances tecnológicos, las masas no hayan exigido a los ejercientes del poder prescindir de ser representadas y ejercer directamente su propio gobierno. Hay que tener en cuenta que la democracia actual se ha hecho a la medida de los intereses capitalistas y ha sido controlada desde sus inicios por el empresariado. Basta con observar que en las sociedades declaradas capitalistas, la democracia es el principio básico por el que se rige la política. Realmente todo marcha al ritmo que marca el conglomerado capitalista, ya que fuera de su control no se nueve ni una paja sin su consentimiento expreso o tácito. Con lo que si el empresariado capitalista se muestra complaciente con la democracia representativa es porque viene bien para la marcha del negocio. Y eso, pese a las apariencias, no debe ser bueno para los intereses de la ciudadanía, porque la ideología capitalista se basa precisamente en la explotación de las masas.

Desde que la ideología capitalista se consolida y los capitalistas toman el control del poder político, porque han pasado a ser la fuerza dominante en las distintas sociedades, sustituyendo a los herederos de los viejos guerreros que se imponían por la fuerza de las armas, hay un cambio de paradigma político, puesto que la fuerza económica desplaza a la fuerza de las armas. Si la fuerza de las armas había sido el instrumento de gobierno ejercido directamente por sus representantes, la nueva fuerza económica tiene que prescindir de la acción política directa porque, lo suyo es el desarrollo y mantenimiento de la fuerza económica, y entregarla a otros que estén sujetos a su control. La política ha pasado a ser claramente dependiente de la economía. A tal fin se instrumenta un doble control sobre ella, de una parte, el Derecho, conjunto normativo al que debe someterse en sus actuaciones, y, de otra, la democracia, en cierta manera bajo la fiscalización de las masas. Al fondo queda la realidad última de la sociedades debidamente consensuada por todos: el poder económico.

La democracia capitalista, basada en la teoría de la representación no sujeta a mandato imperativo, ha demostrado la utilidad para gobernar. A su amparo se promueve la aparición de una nueva casta de gobernantes, que se suaviza con el nombre de clase política, profesionales que viven de la actividad política. Aunque no son un riesgo potencial porque su poder es institucional, regulado por el Derecho, y no sustentado en una fuerza social real, siempre existe la posibilidad de que la sociedad acabe por aceptarlo como fuerza en sí misma. Para evitarlo, hay una garantía adicional, se les entrega a la democracia del voto que les hace temporales y sujetos a las preferencias del electorado. Esto supone que no pueden caminar por libre, ya que están vinculados a la normativa jurídica institucional que no es fácil sortear y, de otro lado, deben atenerse a las normas electorales. Los capitalistas les dejan políticamente atados y, por si falta algún argumento de convicción, siempre pueden apretar las clavijas haciendo uso de la fuerza económica que monopolizan.

Evidentemente los gobernantes acaban sujetos a la disciplina del Estado democrático y se elimina la posibilidad de situarse como poder superior al poder económico —aunque tentativas totalitarias no han faltado, han fracasado hasta la fecha—. No obstante ser la democracia capitalista en términos representativos, también un método de control de la clase política para que no se salgan del sistema establecido siguiendo la ideología capitalista, ese control no impide que los que gobiernan puedan satisfacer las demandas de su voluntad de poder. Las leyes siempre dejan resquicios para ello y, en cualquier caso, se pueden cambiar. Por otra parte, a pesar de las limitaciones, gracias a esta democracia, se ha consolidado una elite del poder en la que confluyen con sus respectivas cuotas los poderes dominantes, disfrutando de los privilegios anejos frente a la realidad de lo común que se impone entre las masas. En general, políticos y capitalistas se muestran satisfechos con la democracia representativa porque hace posible la buena marcha de sus respectivos negocios.

Respecto a las masas, que han sentido la necesidad de gobernarse a sí mismas desde los primeros tiempos sociales, pero que siempre han sido subyugadas por las elites políticas, ahora se sienten aliviadas porque cuentan algo en el panorama político, porque se ha creado la ficción de que intervienen en la política de sus Estados. Entretenidas por la propaganda de la democracia del simple voto, la posibilidad de un autogobierno real se dilata en el tiempo sin levantar suspicacias, porque simplemente hablar de democracia sosiega los ánimos. De otro lado, lo que realmente conviene a los intereses del capitalismo, las masas se sienten protagonistas políticas porque de sus decisiones depende que les gobierne uno u otro partido —aunque acabe siendo indiferente—, y este sentimiento —que no racionalidad— se traduce en términos reales en una participación abierta en el juego del mercado del que se sienten protagonistas al igual que en el terreno político. Esta democracia, aunque políticamente irrelevante en cuanto a la gobernabilidad real anima al desarrollo de derechos y libertades, elementos clave para la buena marcha del consumo de masas. Aduladas por las empresas beneficiadas con el modelo democrático, los esclavos del consumo se sienten el ombligo del mundo. Indudablemente, una vez más, resulta que la democracia vende.

Parece que con la democracia capitalista el empresariado ha hecho una gran jugada. Mantiene dentro del orden capitalista a las masas suavizando sus demandas políticas, mientras las entretiene con el consumo. En cuanto a la clase política, limita su poder autónomo al quedar enclaustradas en la estructura del Estado de Derecho, el sistema democrático y en esa élite donde confluyen todos los poderes. Finalmente, las empresas mercantiles, al amparo del producto, se quedan con el control real de la existencia colectiva siguiendo los dictados de la ideología capitalista.

anmalosi@hotmail.es



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Antonio Lorca Siero

Escritor y ensayista. Jurista de profesión. Doctor en Derecho y Licenciado en Filosofía. Articulista crítico sobre temas políticos, económicos y sociales. Autor de más de una veintena de libros, entre los que pueden citarse: Aspectos de la crisis del Estado de Derecho (1994), Las Cortes Constituyentes y la Constitución de 1869 (1995), El capitalismo como ideología (2016) o El totalitarismo capitalista (2019).

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