El secuestro de Ingrid

La mujer abrió los ojos tan lentamente como sus fuerzas se lo permitieron. Tenía la boca extremadamente abierta y reseca. Tragó amargo sin cerrarla, y se percató que aquel ritual al despuntar el alba en el monte, no era el despertar cotidiano, sino la resurrección del cadáver que era, viajando de la pesadilla nocturna, al infierno húmedo y caluroso de la selva en el día. Los escalofríos y la fiebre de cuarenta, le habían recordado el cuerpo como todas las noches, y los desvanecimientos le desordenaban la memoria a tal punto que al día y la noche, solo los distinguía la intensidad del tormento, sin recordar desde cuándo dejó de notar la diferencia, hasta que cayó en cuenta que la vida era un solo largo y tedioso dolor. La piel que en algún tiempo recordó amarilla y que le hizo ver todo pálido como vomitado por la bilis, estaba oscura y escamosa, manchada a tramos con excoriaciones violáceas. Por costumbre palpaba en su muslo derecho una protuberancia enconada con un orificio posmozo por donde, al tacto, rasgaba el escozor del hueso.

El tinto tibio, la pastilla de cafeína, a la cual dividía en dos para sentir, entre el sopor de la media tarde, la misma sensación de alivio momentáneo de la mañana, y el bálsamo de querosén que le envolvía toda la carne magra, eran los elixires que la ayudaban a emprender la interminable caminata al jagüey. La mascada de calilla para el largo aliento, envuelta en las mortajas que luego le serviría para liar la carga, eran los aparatos que siempre la acompañaban.

Las mialgias atacaban tan pronto el calor del fogón entraba por el estómago y los dolores abdominales revolvían todas las aguas. Era hora de un vahído muy puntual. A tientas, temblorosa, casi por reflejo; colocaba sobre el anafre, encima del fogaje de las brasas que le quemaba los dedos ya sin sentirlos, el calentado que le duraría todo el día.

Su cabeza era un mundo. La fiebre iba y venia como los fríos sudorosos, y los huesos parecían hendirse a cada paso.

La larga cabellera de momia, la recogía atrás en un moño que amarraba con un cabo de lápiz, el mismo que utilizaba para escribir las cartas que algún día enviaría a sus distantes hijos. Lánguida, enjuta, no se explicaba como aquel cuerpo todavía se mantenía en pie y cuánto mas podía aguantar. Lo tanto que había envejecido desde que por sospechas, le habían diagnosticado la hepatitis B; tanto que si la difunta Aminta viviera, seguro echaría a llorar al verse en aquel desolador espejo. Y ya no sabía qué le preocupaba más, si la leishmaniasis o el paludismo, la blandura de los dientes o el ya familiar dialogo con la muerte tras cada recodo del infinito acampado que era la manigua.

“Aquella situación tenía sus ventajas”, pensó. En su mejilla se dibujó una profunda hendidura tras la sonrisa, que la ruborizó. Sudó de nuevo como si algo la fuese a asaltar. Cerró los ojos y sintió que el cuerpo se le iba con la brisa a ras del suelo. “No era objeto del deseo de nadie”, y eso era una preocupación menos. Tanteó a su lado el sitio donde desplomarse con su carga y allí se acurrucó un rato mientras le pasaba la pálida. Se desvaneció por completo y soñó como siempre en un viaje largo y enredado que nunca terminaba en ningún lugar. Incluso sabía que soñaba, y allí tampoco tenía paz.

Despertó sobre una estera encima de una troja de leñas. En ese lugar el medico le daría los analgésicos de costumbre y “un día la enviaría al cementerio”. Sintió unos deseos irresistibles de salir corriendo como decía Aminta y “no parar jamás”. Pero vio en la pared de enfrente una gran fotografía de Ingrid Bentacourt con sus brazos descubiertos y la mirada perdida entre lo que a ella le angustiaba; y pensó que muy pronto a ella también el mundo, la vendría a rescatar.

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Milton Gómez Burgos

Artista Plástico, Promotor Cultural.

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