Lo que no se nombra también gobierna

Memorias del olvido: la tibieza que extravía al Frente Amplio uruguayo

Del programa a la penumbra: una deriva silenciosa.

Una tibieza quema. Uruguay vive una paradoja térmica: un clima templado que abrasa a la izquierda. Esa temperatura intermedia -que evita quemar puentes pero también impide encender convicciones- comenzó a corroer entusiasmos. No es solo malestar: es una neblina ética que enturbia el horizonte de un Frente Amplio (FA) que había prometido devolverle una respiración más honda, más audaz.

Y, sin embargo, Uruguay avanza como quien arrastra un abrigo ya fuera de estación: declaraciones negacionistas ante Gaza, vacilaciones tributarias, zigzagueos en seguridad y moderaciones presupuestales dignas de la vieja derecha. Esa tibieza -pudor político disfrazado de prudencia- abre una pregunta incómoda: ¿se gobierna para no molestar a los poderes fácticos de siempre o para transformar?

1. La política exterior como eufemismo

En ocasiones la tibieza se mide en eufemismos. Gaza no exige mesura: exige vocabulario. Y, sin embargo, el gobierno uruguayo eligió caminar sobre el hilo dental de la insulsa diplomacia, como si nombrar la masacre pudiera desatar un huracán. Cuando el Presidente Yamandú Orsi afirmó que Uruguay había hecho "todo lo que estaba a su alcance" para la ayuda humanitaria y que el país debía evitar "tomar partido" porque la región necesitaba "ser un puente", instaló una equidistancia que la realidad no permite: entre ocupante y ocupado, entre potencia nuclear y población hambrienta, entre la masacre y los masacrados.

El canciller Mario Lubetkin profundizó esa ambigüedad al afirmar que Uruguay solo usaría el término ‘genocidio’ cuando lo hiciera la ONU. No es cautela diplomática: es renuncia moral. El genocidio no espera certificaciones. Se nombra porque repugna y horripila. Exige condena y acción. Pero el gobierno prefirió administrar el silencio: decir ‘conflicto’ donde hay asedio y celebrar ayuda humanitaria sin condenar al agresor.

Las presiones no tardaron: sectores de la comunidad judía organizada acusaron al gobierno de ‘ceder’ por enviar ayuda a Gaza, como si la solidaridad necesitara permiso. El efecto fue una mayor cautela oficial, con insistencia en una neutralidad.

La subsecretaria Csukasi y el propio Lubetkin reforzaron un lenguaje de neutralidad geométrica: "no estamos para calificar", "Uruguay es puente", "hay violaciones en ambos lados". Pero ese "ambos lados" solo puede pronunciarse desde lejos. No existe simetría entre un ejército sofisticado y un pueblo sitiado. No existe equidistancia entre quien bombardea y quien recoge cuerpos. No existe puente que no sea, también, frontera.

Las Bases Programáticas 2025–2030 (Bases…), aún siendo probablemente el más escueto y moderado de los programas del FA en este siglo, son claras: la política exterior debe guiarse por una defensa irrestricta de los derechos humanos (p.12) y condenar prácticas de exterminio o violencias sistemáticas (pp.14–15). Llamar ‘conflicto’ a Gaza no es prudencia: es una sordina que intenta amortiguar las notas de la partitura ética.

El programa es explícito: Uruguay debe adoptar posiciones que "condenen violaciones graves a los derechos humanos, especialmente cuando comprometen el derecho a la vida y la integridad de pueblos enteros" (p. 16). Difícil conciliar esto con la insistencia de Orsi en que Uruguay no debe "tomar partido". El FA propone una política exterior guiada por la ética, no por el temor a irritar una embajada. Y, sin embargo, el gobierno parece caminar con la brújula invertida: más preocupado por no ofender que por nombrar lo que arde. El documento exige que Uruguay sea una voz clara contra agresiones desproporcionadas (p.21) y practique solidaridad activa con pueblos víctimas de ocupación (p.22). La equidistancia del gobierno rompe esa coherencia: no se pide tomar partido por un bando, sino por un principio.

Pero hay, sobre todo, una omisión simbólica. Mientras el FA sostiene que Uruguay debe practicar una "solidaridad activa con los pueblos víctimas de ocupación o violencias coloniales" (p. 22), el gobierno se refugia en equidistancias que solo benefician al agresor. No se trata de tomar partido por un bando, sino por un principio: el derecho a vivir. Y ese principio se llama, en todos los idiomas, desde 1948, derechos humanos.

Por eso la tibieza en Gaza duele quizá más que ninguna otra. Porque aquí no está en discusión un modelo económico ni una política de seguridad, sino la médula ética del FA. Su historia, sus muertos, sus exilios, su memoria se tejieron con esa coherencia que hoy parece disolverse en comunicados tibios y sustantivos edulcorados. Y la pregunta inevitable es si puede existir un FA tibio ante un genocidio sin que algo -algo irremplazable- se quiebre por dentro.

Mientras Uruguay mide cada adjetivo sobre Gaza, Trump vuelve a amenazar militarmente a Venezuela. No son hipótesis: son maniobras y declaraciones que reeditan la doctrina Monroe. El FA siempre enfatizó que la paz no se preserva con equidistancias, sino con posiciones claras. Más aún cuando voces diversas -desde el propio gobierno venezolano hasta analistas internacionales- muestran que ese despliegue militar busca precipitar un cambio de régimen y controlar las inmensas riquezas naturales de Venezuela: petróleo, gas, minerales estratégicos. Una amenaza así no interpela solo a Caracas, sino a toda América Latina, como sostiene Federico Fasano en la edición anterior de Caras&Caretas. Ya en Uruguay surgen gestos de solidaridad activa, como el del exministro Luis Rosadilla, que decidió viajar a Venezuela no para respaldar a un gobierno, sino para defender la soberanía continental ante la posibilidad de una invasión extranjera. Ese gesto -sea compartido o no- condensa algo del espíritu latinoamericanista que el FA siempre reivindicó: la convicción de que la paz no se preserva con equidistancias decorativas, sino con posiciones claras frente a cualquier intento de recolonización. Aquí también el programa del FA es inequívoco: la política exterior debe denunciar agresiones desproporcionadas, defender la autodeterminación de los pueblos y actuar con ética ante las violencias imperiales. Callar ante Gaza y silenciar las amenazas a Venezuela no es prudencia: es una renuncia que desdibuja el alma internacionalista del FA.

2. ¿El camino fiscal de Milei?

Si la tibieza es una temperatura política, en materia económico-social se vuelve una luz tenue: ilumina sin revelar, calienta sin transformar. El ministro de economía Gabriel Oddone generó esa penumbra cuando, tras el triunfo de Javier Milei, habló con un entusiasmo difícil de disimular, como si lo que sucedía en Argentina no fuera un programa de demolición social sino un laboratorio exitoso de estabilización. Ante el oligárquico diario La Nación, confesó haber sido "muy escéptico" del plan libertario, pero admitió que Argentina logró "un gran avance" y que las medidas de shock habían sido aplicadas "sin mayores sobresaltos macroeconómicos". Las mismas palabras que en boca de un tecnócrata suenan asépticas, en el oído de cualquier trabajador argentino resuenan como una ironía cruel.

El ministro elogió que Milei haya impuesto un programa ortodoxo que cerró la brecha fiscal y redujo la inflación. Su relato es prolijo pero incompleto: omite despidos masivos, consumo derrumbado, jubilaciones licuadas y un salto brutal de la pobreza. Cuando afirma que hubo correcciones ‘sin mayores sobresaltos’, describe solo el paisaje que él mira.

La misma lógica reaparece cuando, ante la Comisión de Presupuesto del Senado, el ministro aseguró que el triunfo de Milei consolidaba la "estabilidad de los mercados", generaba "continuidad" y abría un escenario "más favorable" para Uruguay, incluso para el turismo, porque Argentina "no se abaratará como antes". De nuevo, la brújula no marca el norte social, sino el financiero. La estabilidad aparece como virtud en sí misma, aun cuando sea hija del ajuste más regresivo que haya visto la Argentina democrática.

El contraste con el programa del FA es evidente. Las "Bases…" denuncian los experimentos ultraliberales que deterioran derechos y profundizan desigualdad (pp.14–15). Mientras Oddone celebra los logros fiscales, el programa exige redistribución, impuestos a la riqueza y fortalecimiento laboral. Son brújulas incompatibles.

El programa concibe un Estado garante de derechos, cohesionador y redistribuidor (pp.10–13). Ninguna lectura permite compatibilizar ese ideal con la reforma mileísta que desmantela protección social. La contradicción no es técnica: es política.

La tensión no es entre Uruguay y Argentina, sino entre un proyecto político y su propia voz. El programa señala un horizonte de igualdad; Oddone resalta los logros contables de un gobierno que convierte la desigualdad en método. Cuando se elogian los números del verdugo, algo de su lógica se habilita. Esa tibieza económica incomoda no por sectarismo, sino por memoria.

Inmediatamente, el Comité de Base en Buenos Aires, Daniel -"Ruso"- Pisciottano, recientemente creado, emitió una carta abierta al presidente del FA que concluye en una invitación al debate a los protagonistas. Porque cuando se elogia la macroeconomía del verdugo, algo de su lógica queda habilitada, aunque sea por omisión. Y esa omisión -esa tibieza económica- es la que hoy comienza a incomodar a la izquierda: no por sectarismo, sino por memoria. Porque la historia del FA no nació para celebrar ajustes ajenos, sino para construir derechos propios.

3. Resolver urgentemente la pobreza infantil

Si Gaza exhibe la tibieza moral hacia afuera y el juicio sobre Milei la omisión del derrumbe social, el rechazo a la propuesta de un impuesto ocasional para atacar el problema de la pobreza infantil uruguaya, desnuda la tibieza fiscal hacia adentro. Uruguay balbucea una iniciativa concreta que apunta al corazón del privilegio, a partir de la propuesta de su central obrera, el Pit-Cnt: gravar con un 1% anual al 1% más rico para erradicar la pobreza infantil. No es un arrebato jacobino: es casi un gesto sobrio de justicia, una ocupación fiscal de los fortines del privilegio para que la infancia deje de dormir a la intemperie, como sostuvimos oportunamente en este espacio ("La grieta en el hormigón del privilegio" 2/8/25). Sin embargo, allí donde debería florecer el consenso más básico -alimentar a los niños- se agita el miedo. El gobierno se refugia en un tabú litúrgico: no se crearán nuevos impuestos, una irresponsable consigna electoralista contraria al programa. Como si tocar a los de arriba fuera un sacrilegio económico y no un imperativo ético.

Las encuestas muestran con crudeza que no se trata de una sociedad hostil a la redistribución, sino de una élite política asustada ante su propio programa. La Usina de Percepción Ciudadana registró que el 51% está de acuerdo con un impuesto al 1% más rico, y entre quienes votan al FA el apoyo sube al 77%. Sin embargo, el 74% también respalda la promesa presidencial de no crear más tributos, incluso buena parte del electorado frenteamplista. El ministro de Economía, el mismo señalado líneas arriba, va más lejos: califica un tributo a la riqueza como "extraordinariamente inconveniente" y se atrinchera en el mantra de la eficiencia del gasto. La prioridad no parece ser el hambre, sino la tranquilidad del 1% que prefiere ver la desigualdad como una "exageración". Ese mismo 1% que, según la investigación de Strehl, Bergolo y Leites, tiene entre 25 y 33% menos probabilidades de apoyar la redistribución, cree más en el mérito individual y se inclina más a la derecha que el resto de la sociedad.

El programa propone políticas activas contra la pobreza infantil y metas concretas hacia 2030. Gravar con un 1% patrimonial a quienes concentran un tercio de la riqueza es una herramienta directa, pero el Ejecutivo la trata como dinamita fiscal. El presupuesto consolida esa renuncia.

La paradoja es tal que incluso desde la derecha parte del discurso suena a acusación: quien preside el Pit-Cnt, Pablo Abdala, definió el presupuesto como "regresivo" por sus efectos en la educación superior y la descentralización universitaria. Si hasta quienes nunca defendieron la justicia fiscal lo perciben como retroceso, ¿cómo no va a resultar chocante para quienes votaron un programa que prometía lo contrario?: expandir bienes y servicios públicos, fortalecer la presencia del Estado en territorio y universalizar condiciones de vida digna. El resultado es una escena esquizofrénica: un programa que habla el lenguaje de la justicia redistributiva y un gobierno que habla el idioma de la resignación fiscal. Un FA que firmó, negro sobre blanco, que la riqueza debe ser gravada con criterios de progresividad, y un Ejecutivo que convierte ese compromiso en tabú. La tibieza aquí no es neutralidad: es una forma de toma de partido. Porque cuando se descarta tocar a quienes concentran la riqueza mientras uno de cada tres niños mastica aire, la equidistancia ya no existe. Solo queda una elección: o se agrieta el hormigón del privilegio, o se siguen agrietando las cunas.

4. ¿Seguridad como Bukele?

En el programa del FA, la seguridad se concibe como convivencia, no como encierro. El programa no describe un coliseo de gladiadores, sino una arquitectura social sostenida en prevención, cohesión y derechos. Advierte un clima internacional donde avanzan los sesgos autoritarios y el deterioro democrático (p.11). Aunque no lo nombre, es difícil que el FA no tuviera presente el caso salvadoreño: estado de excepción, militarización y suspensión del debido proceso.

El programa eleva luego la mirada y diagnostica un clima global global y local "donde se exacerban los sesgos autoritarios, el debilitamiento del sistema democrático y el deterioro de la participación ciudadana y del asociacionismo social" (p. 11). La advertencia es contundente: el autoritarismo no es un fenómeno lejano, sino un aire que se espesa en la región. Bukele gobierna mediante estado de excepción, militarización y suspensión del debido proceso. El programa propone abordar factores de riesgo y fortalecer los protectores para que las personas vivan en entornos seguros (p.74). La seguridad -para el FA- nace en la trama social, no en las rejas: prevención estructural, no espectacularidad punitiva.

El documento fija, en consecuencia, un principio mayor: la democracia y los derechos humanos como frontera infranqueable. No se trata de un detalle normativo: es el corazón ético del proyecto. En las primeras páginas se reivindica un Estado "garante de derechos", y se afirma que los derechos humanos son "columna central de cualquier política pública", incluyendo el respeto a la libertad, la dignidad, la expresión y el debido proceso (p. 12). Bukele, en cambio, restringe libertades masivamente y convierte la excepción en normalidad. Si la seguridad debe construirse con democracia y no a su costa, ese texto funciona como un recordatorio de alarma: el FA no solo rechaza el autoritarismo; lo reconoce como la tentación que ofrece el camino más corto hacia la calma aparente.

Por eso sonó disonante que Bukele irrumpiera en el discurso del Presidente Orsi como "ejemplo para analizar". Fue un acorde extraño cuando afirmó en televisión: "el ejemplo es Bukele, es El Salvador. Es el ejemplo de un proceso para analizar". La aclaración posterior, horas después, ni bien el escándalo comenzó a propagarse -"imposible e inaceptable" aplicarlo en Uruguay por violar democracia y derechos humanos- no suprime la primera resonancia, apenas la atenúa.

Porque el punto no es si Uruguay pretende calcar el modelo salvadoreño -no puede, no quiere, no debe-, sino qué implica instalarlo como referencia analítica. Qué sucede cuando el ejemplo colocado en la mesa proviene del laboratorio autoritario más celebrado del continente, incluso por Trump. En El Salvador la política penal descansa en un estado de excepción prolongado, detenciones sin orden judicial, juicios colectivos, encarcelamiento masivo y un control vertical del territorio que solo funciona anulando aquello que el programa del FA considera irrenunciable.

Mientras las "Bases…" exigen debido proceso, independencia judicial y protección de derechos (p.77), el modelo salvadoreño se mueve en dirección opuesta. Donde el FA propone rehabilitación y reinserción (p.79), Bukele exhibe megacárceles y control absoluto. No es un debate técnico: es gramática política. El riesgo no está en imitar a Bukele, sino en habilitar su agenda como referencia. Así como las "Bases…" alertan el avance regional de la ultraderecha (pp.97–98), citar a Bukele desordena el eje de lo discutible, incluso si se lo descarta como opción.

Un FA que propone más democracia para enfrentar la inseguridad no debería asomarse a los templos del autoritarismo para "analizar" alternativas. No por corrección, sino por coherencia. Porque su propio programa ya había trazado -con páginas enteras de anticipación- la única línea compatible con la tradición política que lo sostiene desde su fundación.

5. ¿Tenemos que hablar?

Que el término haya reaparecido en reuniones de militancias comprometidas y a la vez azoradas, al modo de un latido que se niega a extinguirse y que desde luego escapa a mi capacidad de pronóstico por más que me conste la voluntad de sus impulsores, no sorprende. Surge donde las declaraciones desconcertantes complementan un silencio oficial crecientemente espeso, donde la distancia entre programa y gobierno deja de ser matiz y se vuelve fractura.

No se trata de avivar lógicas de fragmentación -el FA nació con vocación de síntesis y no de capilla-, sino de resguardar la coherencia histórica que "las contradicciones de la política real" (como gustaba decir Seregni) a veces erosionan. En un clima donde el programa afirma que al país lo amenaza el avance de la ultraderecha regional y global, acaso sea lógico que también se enciendan alarmas internas cuando el propio gobierno se aleja de esa brújula. Si "las Bases…" denuncian expresamente la ofensiva reaccionaria (pp.97–98), ¿cómo no iba a resultar desconcertante que frente a esa ofensiva el gobierno opte por la cautela discursiva, el elogio macroeconómico del vecino libertario y una política exterior que bordea equidistancias geométricas?

Cuando un proyecto empieza a justificarse por sus renuncias, la militancia -esa respiración colectiva que ninguna encuesta registra- vuelve a encender palabras prohibidas: justicia, igualdad, antimperialismo, redistribución, derechos humanos sin diplomacias temblorosas. Palabras que el programa reivindica sin fisuras, pero que el gobierno pronuncia a media voz.

Desconozco qué futuro tendrá "Tenemos que hablar", pero hoy no es amenaza ni disidencia: es recordatorio. Un FA sin voz de izquierda es un cascarón administrando resignación. No dejo de celebrar que Orsi se proponga un estilo comunicativo llano y campechano, pero solo ejercitándolo no se logra la profundidad de comunicación que conquistó Pepe Mujica, quien tampoco estuvo exento de afirmar más de un disparate. Es indispensable evitar la improvisación o las opiniones meramente personales cuando hay un mandato programático claro como horizonte. El programa, ese punteo olvidado, que habla once veces de "igualdad" en apenas 100 páginas y que usa "derechos humanos" como brújula, no como ornamento, demanda algo más que silencio para funcionar: demanda convicción.

Si el gobierno eligió la penumbra y cierta apnea ante los cambios de aire, serán sus bases quienes vuelvan a abrir las ventanas. No para romper nada, sino para que entre el oxígeno y, con él, la posibilidad de que el proyecto vuelva a ser lo que prometió: una fuerza capaz de transformar, no de templar; de encender, no de calmar.

Porque callarse nunca fue una opción. Hablar, esta vez, es la forma más elevada de lealtad.



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Emilio Cafassi

Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires. En Argentina: Tels: (+54-11) 4983-7251 Cel/Whatsapp: (+54-911) 6151-4266 En Uruguay: Cel: 098-430-440

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