La ética también podemos considerarla una ciencia, no solo vieja filosofía griega, y por lo tanto objetiva y estratégica que merece ser desarrollada con precisión, por lo que con ella podemos analizar los hechos recientes de Gaza, donde Estados Unidos y los judíos, han llegado a una anomalía ética, perdiendo todo sentido de lo que es humano, precisamente al no incluir como seres iguales a ellos a los palestinos. Han llevado al máximo el exterminio racial.
Con gran hipocresía, mientras Donald Trump se presenta como mediador en la guerra de Ucrania, buscando el fin de la mortandad entre "naciones hermanas" europeas, su actitud frente a Gaza revela una indiferencia calculada ante la muerte de poblaciones no blancas. La diferencia no está solo en el dejo, sino en la estructura misma de su discurso, en Ucrania habla de paz, en Gaza habla de éxito táctico. En Ucrania se reúne y promete negociaciones con Putin; en Gaza se atribuye el alto el fuego como un logro propio, sin mencionar el sufrimiento palestino, sin duelo, sin empatía. Y pide que le premien por no seguir matando árabes.
Esta asimetría no es casual. Es la narrativa trumpiana. En esa narrativa trumpiana, la vida blanca europea merece protección, negociación, diplomacia. La vida árabe, musulmana, caribeña o latinoamericana puede ser sacrificada en nombre del orden, la seguridad o el espectáculo. El alto el fuego en Gaza fue presentado como un intercambio de rehenes, una victoria estratégica, no como una tregua humanitaria. Los muertos palestinos no fueron nombrados, no fueron llorados, no fueron reconocidos como víctimas. Fueron parte del decorado bélico, del tablero geopolítico, del cálculo.
Pero esta guerra racializada que Trump despliega no distingue entre lo interno y lo externo. En casa, los afroamericanos son tratados como amenazas, los migrantes como invasores, los latinos como sospechosos. Fuera, los palestinos son objetivos, los caribeños son bombardeables, los venezolanos pobres, despreciados conjuntamente con María Corina, son prescindibles. La lógica es la misma: si no eres blanco, tu vida puede ser negociada, ignorada o destruida. Y si mueres, tu muerte será útil, será parte del mensaje, será parte del poder.
La sensibilidad selectiva de Trump revela una jerarquía de humanidad. Para el no todas las vidas valen lo mismo. No todas las muertes duelen igual. Si eres negro en Estados Unidos tu vida no vale nada, Si eres árabe rico o pobre tampoco vales. No todos los conflictos merecen paz. Esta jerarquía se expresa en los gestos, en las palabras, en las omisiones. Se expresa cuando se habla de Ucrania como una tragedia y de Gaza como una operación. Se expresa cuando se negocia con Putin y se bombardea sin juicio en el Caribe. Se expresa cuando se celebra el alto el fuego sin mencionar a los muertos que lo hicieron necesario.
La visión racista y criminal no es nueva en los Estados Unidos, pero bajo Trump se ha vuelto explícita, orgullosa, institucional. La guerra contra los no blancos no es solo una política, es una estética, una pedagogía, una forma de gobernar. Se enseña con imágenes, con silencios, con despliegues militares. Se enseña mostrando quién puede morir sin que el presidente se inquiete.
Se enseña mostrando que la paz no es para todos, que la diplomacia tiene color, que la compasión tiene pasaporte. A Milei se le acepta además por ser un arrastrao por ser rubio, como su amo.
Frente a esta realidad, no ceden ante todas las denuncias mundiales que se han hecho, solo la defensa activa de los pueblos no blancos es respetada. Aun a China con todo su crecimiento económico, la desdeñan porque ellos la llaman, "el peligro amarillo". Porque mientras Trump habla de paz en Ucrania, los muertos de Gaza siguen acumulándose sin nombre, sin duelo, sin justicia, llevándolo a trampas de convenios de paz para exterminarlos en su retorno.
Y esa diferencia, esa fractura ética que hace además al capitalismo invivible para los no blancos, es el verdadero rostro de su sistema internacional. Una estrategia que no busca la paz universal, sino la reafirmación de un orden racializado, donde el poder se usa para decidir quién puede vivir y quién puede ser sacrificado sin que nadie se inquiete.