El amor ha muerto

Ese sentimiento agitado hasta la obsesión, que aún latía con fuerza hasta, al menos, mediado el siglo XX, ha sido asfixiado por el consumo voraz y por el desprecio, a veces cruel, de una sociedad juvenil que lo ridiculiza. Lo han rematado las nuevas tecnologías, con su vértigo y su ruido, y hasta la misma inteligencia artificial, que simula lo que antes se vivía.

 

El amor ha desaparecido.

 

Quizá quede algo de él, tímido y escondido, en los pliegues del alma cándida de algún adolescente. Pero su sustancia —el ensueño, la espera, la idealización— ha sido desplazada por el deseo inmediato y su fácil cumplimiento.

 

El amor ha muerto, aunque no del todo.

 

A veces adopta una máscara, se refugia en el simulacro o en el deseo de amar.

 

Pero algo en el aire de esta sociedad lo hace imposible: la música popular.

 

La poesía y la música —las verdaderas, las que sugieren y elevan— han desaparecido. La música de hoy no canta al amor; es solo un latido rítmico del cuerpo, un simulacro más, aceptado con resignación por una sociedad ya rendida a la voluptuosidad.

 

El amor ha muerto. Lo ha matado la propia vida.

 


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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 richart.jaime@gmail.com      @jjaimerichart

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