Ese sentimiento agitado hasta la obsesión, que aún latía con fuerza hasta, al menos, mediado el siglo XX, ha sido asfixiado por el consumo voraz y por el desprecio, a veces cruel, de una sociedad juvenil que lo ridiculiza. Lo han rematado las nuevas tecnologías, con su vértigo y su ruido, y hasta la misma inteligencia artificial, que simula lo que antes se vivía.
El amor ha desaparecido.
Quizá quede algo de él, tímido y escondido, en los pliegues del alma cándida de algún adolescente. Pero su sustancia —el ensueño, la espera, la idealización— ha sido desplazada por el deseo inmediato y su fácil cumplimiento.
El amor ha muerto, aunque no del todo.
A veces adopta una máscara, se refugia en el simulacro o en el deseo de amar.
Pero algo en el aire de esta sociedad lo hace imposible: la música popular.
La poesía y la música —las verdaderas, las que sugieren y elevan— han desaparecido. La música de hoy no canta al amor; es solo un latido rítmico del cuerpo, un simulacro más, aceptado con resignación por una sociedad ya rendida a la voluptuosidad.
El amor ha muerto. Lo ha matado la propia vida.