Las cinco águilas blancas

Caribay fue la primera mujer entre los indios Mirripuyes, en los Andes venezolanos. Hija de Zuhé, el Sol, y de Chía, la Luna. Era el genio de los bosques, imitaba el canto de los pájaros, corría como el agua cristalina y jugaba como el viento con las flores y los árboles.

Una vez vio volar a cinco enormes águilas blancas, cuyas plumas brillaban a la luz del sol como láminas de plata. Habían caído del cielo estrellado en una época muy remota.

Caribay quiso adornar su coraza con aquellas espléndidas plumas. Corrió sin descanso tras las sombras errantes que las aves dibujaban en el suelo, atravesando valles y montañas. Llegó al fin, fatigada, a la cumbre solitaria de las montañas andinas.

Vio que las águilas se perdían en las alturas. Ya no se veían sus sombras. Caribay pasó de un risco a otro por las escarpadas sierras, regando el suelo con sus lágrimas. Invocó a Zuhé, el astro rey, y el viento se llevó sus voces. Las águilas se habían perdido de vista, y el sol se hundía ya en el ocaso.

Caribay, aterida de frío, volvió sus ojos al oriente e invocó a Chía, la pálida luna. Al punto se detuvo el viento para hacer silencio. Brillaron las estrellas y un vago resplandor en forma de semicírculo se dibujó en el horizonte.

Caribay rompió el augusto silencio de los páramos con un grito de admiración. La luna había aparecido, y en torno de ella volaban las cinco águilas blancas, refulgentes y fantásticas. Mientras las águilas descendían majestuosamente, el genio de los bosques aromáticos, la india mitológica de los Andes, moduló dulcemente sobre la altura su selvático cantar.

Las misteriosas aves revolotearon por encima de las crestas desnudas de la cordillera, y se sentaron al fin, cada una sobre un risco, clavando sus garras en la viva roca. Se quedaron inmóviles, silenciosas, con las cabezas vueltas hacia el Norte, extendidas las gigantescas alas en actitud de remontarse nuevamente al firmamento azul.

Caribay corrió hacia ellas para arrancarles las codiciadas plumas, pero un frío glacial entumeció sus manos: las águilas estaban petrificadas, convertidas en cinco enormes masas de hielo.

Caribay da un grito de espanto y huye despavorida. Las águilas blancas eran un misterio, pero no un misterio pavoroso. Chía oscurece de pronto, golpea el huracán con siniestro ruido los desnudos peñascos, y las águilas blancas se despiertan.

Se erizan furiosas. A medida que sacuden sus monstruosas alas, el suelo se cubre de copos de nieve y la montaña toda se engalana con el plumaje blanco.

Este es el origen fabuloso de las Sierra Nevada de Mérida. Las cinco águilas blancas de la tradición indígena son los cinco elevados riscos cubiertos de nieve. Las grandes y tempestuosas nevadas son el furioso despertar de las águilas. El silbido del viento, en esos días de páramo, es el remedo del canto triste y monótono de Caribay, y el mito hermoso de los Andes de Venezuela.

Las cinco águilas blancas son los picos nevados, que mucho tiempo después fueron nombrados por los descendientes de Caribay: Bolívar, el más alto y majestuoso; los picos Humboldt y Bomplant que forman La Corona, el León, la Concha y el Toro.

Adaptación de mito escrito por Tulio Febres Cordero en 1895.

Las cinco águilas blancas de este hermoso mito

se encuentran entre las primeras víctimas venezolanas

del calentamiento global.

Ya no brillan sus plumas ni agitan sus alas.

Creíamos que por su grandiosidad eran indestructibles.

Fueron tragadas por la indiferencia humana.

 

Jc-centeno@outlook.com



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Julio César Centeno

Ingeniero; estudios de maestría y doctorado en la Universidad de California. Profesor de la Universidad de los Andes. Director Ejecutivo del Instituto Forestal Latino Americano. Vicepresidente de la Fundación TROPENBOS, Holanda.

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