Mi palabra
revolverá la piedra
de la puerta del sepulcro
E. Aray, Versos toscanos (1987)
Resucita también el pasado con harta frecuencia (por terrible haya sido) al través de las manifestaciones del arte: la literatura, la pintura, la música, la escultórica, en las múltiples facetas de la escena (cine, teatro, ballet, danza, ópera, en fin). Nunca ha resultado apacible el solventar los conflictos sociales a lo largo de la historia por el anhelo de la justicia social impulsado por nobles fines humanitarios –lo heroico–; tampoco hay patente claridad si en las acciones relacionantes entre la civilización y el Planeta éstas se han manejado con fortunas para ambos. Han dejado los registros a lo largo de los anales el ostensible derrotero de la vergüenza humana. Un prolongado torbellino de guerras cuya rápida movilidad nadie espera por eso siempre sorprende incluso a los prevenidos, desaparecerá luego tras un reguero de miseria. Adviene al poco el olvido en presente más éste nunca a la historia acallará. Sin embargo, por los misterios de la insolitud algunos humanos especiales llamados desde la Antigüedad vates (vaticinadores), aedas, poetas junto a sus semejantes los músicos, los pintores, los escultores, danzantes, los artistas pues, perciben lo yacente indestructible en medio de las ruinas de esos pretéritos sucesos el resplandor de lo poético en sí, la conversión del dolor de la extensa tragedia en poesía encabalgada a la gratitud de la memoria, trasmutada en odas, en cantos substanciantes de los paradigmas de la belleza uncida al bien por la vía de las voces, de la música, de las artes pictóricas, escultóricas, escénicas. Arrancar así del árbol aquél "la rama dorada" para obtener el permiso de descenso al fragor del pasado.
(…)
"Y decir vuelve vuelve
el día puede ser una rosa
un pájaro al sosegado combate
un navío de lujosos encantos
de exultantes edades
el mismo cuerpo del amor" (…)
E. Aray, Nadie quiere descansar (1961)
Arriban a mi quietud estos pensares después de placenteramente leer los poemarios de Edmundo Aray, conservados al alcance de la mano en los anaqueles de mi biblioteca.
¿Substancia la poesía lírica de Edmundo Aray fundada en su hondo clamor sereno nacido de una quebradura del sentir, íntimo dolor existencial lanzado desde el centro de la rosa náutica hacia los treinta y dos rumbos de la vuelta del horizonte cual un conjuro a destiempo contra ese destino dejado caer sobre los quinientos años de la historia de la zona tórrida del Nuevo Mundo hispanohablante? Resultó difícil despejar esta duda por cuanto el poema significa una creación hecha de algo tan sutil cual las voces, armonízanse éstas con base a dos impulsos: la musicalidad, el sentido; éste nunca equivale a un espejo, nunca una mímesis de la realidad cercana sino un reflejo de la otra morada circundante, la perfecta, la eidética. En la lírica de Edmundo Aray el hilo de sentido puro de la Idea desplazado sobre los versos tejen una presencia tan heterogénea, rica, compleja, igual a la plural materialidad de las circunstancias heredadas de la historia de Hispanoamérica. Pero los actuantes eidéticos de la composición de sus estrofas en una atmósfera de nobleza se expande, de diafanidad de los sentimientos sin excluir ninguno cuando van sometidos a la exigencia de la dignidad: el dolor, la alegría, el amor, la pesadumbre, la ira, la amistad, el horror, la gloria, la bondad, la patria, el miedo, la valentía junto a tantos otros sentires. Por el hilo de la razón pura de la Idea la entidad de las palabras, transmite el ser de la ódica.
La creatividad lírica sea cual sea su decir genera una ínsita alegría en el bardo por el hecho de surgir desde lo profundo de ese misterio del soma, de la tierra en la carne, en los huesos, del almaespíritu atravesada por la centella desprendida del cosmos de los eídos, gozo salvante por cuanto las odas alegorizan señales del espacio perfecto, franco, con pasión de eternidad. Aunque parezca una paradoja, la imaginación vidente de Edmundo Aray rescata ese pasado al desentrañar su fuerza artística corporizada en el canto, la pesada tristeza de lo acontecido en victoria se transforma, el triunfo del arte; se espanta la penumbra amasada en el miedo para permitir entrar en la estructura del texto la radiante exultación por la vía de la musicalidad de los versos festejando la génesis de la permanencia del arte cuyo testigo de excepción el poeta mismo lo asume. Después de leer TIERRA ROJA, TIERRA NEGRA (Mérida, Universidad de Los Andes, 1968) cuyas estrofas abarcan una lonja de tiempo extendida desde Melville y LA BALLENA BLANCA hasta los años finales de la Guerra Fría se pregunta a estas alturas del 2018 ¿a dónde fue todo aquello? ¿Hitler y su corte sacerdotal? ¿Ho Chi Minh y Robert Mc Namara? ¿Malcom X y su lucha cuesta arriba? ¿Lindon E. Johnson y Kennedy? ¿La Segunda Guerra Mundial, Corea, Vietnam? ¿Los líderes de la izquierda hispanoamericana de aquel entonces? ¿Tantas emociones, tantas lágrimas en ese cúmulo de millones de cadáveres anónimos? Tañen las campanas del recuerdo de viejas lecturas cual aquella de Jorge Manrique, del siglo XV,
"¿Qué se hizo el Rey Don Juan?
Los Infantes de Aragón
¿qué se hicieron?
¿qué fue de tanta invención
que truxeron?
¿Fueron sino devaneos?
¿Qué fueron sino verduras
de las eras?"
(…)
Todo ya el arcilloso polvo con la paz de su silencio lo ha cubierto. "Denso térreo perdón por todos los errores" un poeta escribió. Pero entonces a partir de ese final se levanta cual insólita paradoja el canto, por eso el adecuado uso del vocablo "tierra" en el rótulo del libro de Edmundo Aray; quiérase o no, un túmulo de versos elaborados con intensa rítmica cual inmensa losa sobre el inmediato pasado. Atraviesan las páginas del poemario tres perfiles sustentadores de su novedad, de su valía: las múltiples tesituras de su eufonía para reforzar el juego de contrastes de los sentimientos de lo allí expresado; el desplazar los hilos de la elocución —el tejido fabulario— nunca de manera servil a la historia estabilizada sino más bien cual interrogantes sin los signos interrogativos retando así la perspicacia del lector; finalmente, junto al estridor de lo narrado, la elegancia, la pulcritud en la exposición de los versos.
Olvidar, en algún aspecto, ingratitud significa. Apoyó Edmundo Aray en la experiencia exitosa de su dramático texto anterior —TIERRA ROJA, TIERRA NEGRA— su nueva andanza literaria, convertir en dicha singular manera composicional la trágica historia de Hispanoamérica en el transcurrir de tres siglos desde la conquista de México hasta la conspiración de Manuel Gual, José María España en vísperas de la Guerra de Independencia de Venezuela. Por eso, de acuerdo a la hipótesis expuesta en esta pequeña disertación, la CANTATA DEL MONTE SAGRADO (Caracas, Gobernación del Distrito Federal, 1983) brota cual una obra artística con entidad de réquiem enunciado con "valentía de estilo" (Cicerón, LOS OFICIOS, cap. I), mausoleo de sonoros versos levantado sobre la tierra donde yacen los difuntos actores de los anales durante dichos siglos. Pues bien, las grandes tragedias de los pueblos al concluir la acción devastadora, en el transcurso de los siglos generan desde el misterio de su esencia obras de arte.
"Portitor ille Charon; hi, quos vehit unda, sepulti"…
Virgilius, Aeneidos. Lib. VI.
("Ese que ves ahí es Caronte quien transporta en su frágil barca las almas de los sepultados al través de las hórridas aguas de la Estygia, del Cocyto hacia el olvido"… Versión de LC, adaptada al escrito).
Se construyó el corpus central de esta laboriosa CANTATA DEL MONTE SAGRADO por la vía del lúdico manejo de los radicales contrastes enfrentados a muerte en esos siglos: políticos, raciales, religiosos, éticos, las usanzas cotidianas, a la par de muchas otras disimilitudes entre las sociedades nativas del Nuevo Mundo y los españoles. Desplázanse estos juegos de amplias antítesis conceptuales, en su límpido castellamericano, cual una concatenación de relámpagos y oscuranas substanciadas las voces por una rítmica elegíaca perceptible desde lo hondo de la psiquis del oriundo novomundo al despertar reminiscencias allí adormitadas. Compuso en definitiva Edmundo Aray un réquiem para cantar en penumbrosos trenos el primer estrato de la consubstanciación y configuración del ente de estos pueblos del Nuevo Mundo, de las Regiones Equinocciales del Nuevo Continente, cual lo nominó acertadamente Humdoldt. Vibra en las cuerdas de los versos de Edmundo Aray, en este sentido, la herencia homérica retejida por aquellos bardos del Hemisferio Occidental quienes han procurado dotar a sus naciones de un ser conformante a partir de su historia.
Dice Cicerón en una de sus disertaciones "mitigare tristitiam ac severitatem rei verbi lenitate"; traduzco así la frase: "mitigar con indulgencia en los escritos los sucesos de tristeza y severidad". ¿Por qué los horrores de las grandes tragedias en el transcurso de la peregrina temporalidad se corporizan en arte, en obras de belleza? Tal vez para mitigar la tenebrosa culpa, porque humanos al fin hubiéramos podido estar los unos o los otros en ese desdichado entonces: constituye la injusticia una fatalidad exclusiva de la raza, de la humanidad; nadie posee el don de salvarse de ella o, peor aún, de cometerla. Canta en penumbrosos versos el Coro en la tragedia Antígona de Sófocles: "Son muchas las cosas terribles, sin embargo nada al hombre en su pavor sobrepasa". Levantan, pues, algunos creadores sobre aquellos crepusculares espacios e insólitos tiempos la esplendente alegría del arte pero sin olvidar el esenciante de ese historiar, subyacente allí con acerados ojos entreabiertos contemplando: la culpa.
Recorre el almaespíritu cual un escalofrío la culpa, pero con más escozor la culpa social (no hallo otro adjetivo más cercano para nombrar la culpa por la pobreza de los otros). ¿Cuándo aparece la culpa social en Occidente? Entre los griegos nunca la hubo: Solón (640-558 a. C.) creó la democracia legislativa asentada en su célebre CONSTITUCIÓN, cual una manera objetiva, racional, de evitar se despedazaran los ricos contra los pobres o viceversa por un problema ético-administrativo, la injusta distribución de la tierra. Buscaba Solón por ello con dicha Constitución lo más importante para todos, salvar a Grecia sobre la basal raíz de ser ambos bandos genéticamente griegos. Entre los romanos (República o Imperio) tampoco se concibió la culpa social: cuando las desavenencias por la desigualdad de los bienes materiales al punto más ígneo ascendían desembocaban en el barómetro de la guerra civil, luego de las espantosas mortandades de la paz social por largos años reinaba sobre un tácito acuerdo común, la salvaguarda de la genética condición de romanos. Se sabía mucho en la antigüedad clásica de esa complicada dynamis con las consecuencias desde la perspectiva histórica del anagonismo entre la riqueza excesiva de unos, la pobreza extrema de otros. Mas se conocían también las dos únicas respuestas: lo sabía, la inteligente democracia de Solón; la furiosa, la medición de las hostiles fuerzas en los campos del Dios Marte. Adviene la culpa social sólo con el sincretismo étnico y teológico del cristianismo, se manifestará en su estratificada gama de complejísimos esenciantes: la culpa religiosa, la culpa mística, la culpa moral, el bochorno, la angustia, la diversa procedencia racial-geográfica de los pobres de la romanidad postimperial, el terror sobre algo irresoluble en permanente expansión.
La culpa social en ningún país, de manera absoluta, se ha solventado. Pervive en muchos espacios del humanus el rostro más demacrado de esa patología social, la indigencia, el carecer de los bienes materiales mínimos para una subsistencia decorosa. La solución definitiva, realista, el hombre la posee: están sobre la mesa del destino la ciencia, la tecnología, el dinero: para activar estos poderosos recursos requiérese sumar a ellos la filía sobre los desheredados de futuro, el titánico esfuerzo, la bondad, inclusive entenderlo cual la oportunidad de sobrevivir la civilización si el arrastre de ese conflicto algún día no se detiene. Hallar la ruta de un sociologismo creativo, amoroso, eficiente, sin retórica, sin demagogia, sin manipuleo de la población, sin fundamentalismos, sin artera política. Sobre este particular la vía política hasta el presente ha fracasado. He aquí por ello el peligro, la celada, el cambalache de Satanás: suelen ofertar grupos políticos el negocio de reemplazar la culpa social por el consuelo de la utopía. Traduce este vocablo griego "no lugar", "no región", "no país" (oú tópus). ¿Cómo se puede ofrecer a permuta un "espacio que no existe"? Pese, intelectuales, naciones, pueblos en esa red sofistiquera han sido aprehendidos. A los sobrevivientes de esas "utopías" sería bueno preguntarles ¿cómo les fue? o ¿cómo les va?... La muerte del espíritu, de la libertad el deceso, a trueque de un mendrugo LA NADA se llama. Se ubica el país de utopías en las antípodas de lo humano, el final de lo admirable, más allá del sepulcro de la aventura. En "Utopía" todos sonríen pero sin risa. Paradójicamente el único espacio frío del infierno la crueldad de la utopía lo ocupa…
Concluyo después de un detenido leer uncido al pensar los poemarios de Edmundo Aray con las siguientes frases: Consiste —al fin y al cabo— la maravilla de la belleza de la obra artística en revelar la armonía de la creatividad del autor con la dádiva cedida por el Dios Apolo: en esa hazaña composicional el misterio de los sorprendente reside, la venustez (venusta, venustatis): el poder divino de la belleza.