Señor Presidente: ¡Échele bolas! O pene

Hace cierto tiempo me permití comunicar a mis lectores y lectoras algunas quizás tontorronas reflexiones sobre por qué somos corruptos. Y me he inclinado por pensar y confieso que no sé hasta cuándo, que no nacemos así, sino seres buenos, salvo que lleguemos a la conclusión de que la corrupción no es más que la resulta directa e inevitable de nuestra necesidad de sobrevivencia,  independientemente, de cuál sea la realidad dentro de la que nos toque desenvolvernos para sobrevivir. Y si esto último resultara  la “verdad”, entonces solamente tenemos que aceptar que estamos en un embrollo vivencial imperecedero, nada  grave si aceptáramos la existencia irremediable de la lucha entre el bien y el mal como expresión universal del caos y el orden; pues, a todo caos lo sigue necesariamente un orden, o al menos debe seguirlo, porque así incluso es el Universo donde microscópicamente vivimos y donde a la vez se luce nuestra inteligencia. Los humanos al parecer, y por ahora, lucimos como meras bacterias cósmicas encapsuladas… El problema por tanto sería saber qué representa el mal y qué el bien, conocimiento que a la vez demanda una valoración objetiva a través de una mirada subjetiva…Y he allí otra traba paradójica. Entonces, tanto el bien como el mal se convierten, así, en un campo de eternas batallas entre subjetividades.

Pero cómo concebir una definición seria de corrupción. Y no es fácil, porque se corre siempre el riesgo de que resulte un cojolite… Si aplicamos reflexivamente su significado, nos resulta que es la acción y el efecto de introducirse depravaciones o abusos dentro del espíritu propio, dentro de la propia alma. Y, si de corromper también aplicamos reflexivamente su significado,  nos resulta entonces alterarse y trastocarse; echarse a perder, depravarse, dañarse, pudrirse uno mismo. Y diría que ni siquiera conscientemente, sino de manera inconsciente.
 
Pero grosso modo, la corrupción no es que sea, sino que se caracteriza por ser un acuerdo destacadamente inmoral entre dos personas corruptas (y tienen que ser corruptas, por conclusión lógica), o entre un grupo de ellos que se encuentran aliados para perjudicar a otros u otras, logrando obtener un beneficio para otro u otra, pero también, para otros u otras que poseen propósitos particulares pasando por encima de la ley: tanto de la moral, como de la positiva. Y en el plano político, que es la que más nos “asombra”, la corrupción consiste en el mal uso del poder público para obtener beneficios particulares o sectoriales, que no se identifican, ni comulgan, con el bien común.
 
Y son varias las causas que pueden generar un acto de corrupción, pero se destacan las siguientes: falta de valores humanistas, carencia de una conciencia social, falta de educación, desconocimiento legal, impunidad en los actos de corrupción, modelos sociales que transmiten valores negativos, excesivo poder discrecional del funcionario público, concentración de poderes y de decisión en ciertas actividades del gobierno, soborno, etcétera. Y lo peor es que cada una de ellas, merece un ensayo.
 
Pero cuando vemos que la corrupción (el mal) reina en todo el mundo incluso dentro de los ambientes presuntamente sacrosantos, cómo no verse tentado entonces a pensar que todo está custodiado, o por falsos celadores, o por simples seres sacristanescos. Lo demás sería pretender demostrar ser poseedor de un espíritu de afanoso y patológico optimismo. Porque, incluso se llega al malcriado extremo, de no ser honesto, ni consigo mismo. Y esto no es que resulte grave, sino la perdición inequívoca del ser, en su viaje hacia la nada. Porque la manera común de ser de los hombre y de las mujeres, con sus categorías intermedias, pareciera estar fecundada por la corrupción. En algunos o algunas, por estar soldados al vicio y, en otros y otras, por un hábito dilatado que no les permite reconocer la fealdad de su condición ni someterse a los preceptos de la honestidad, cualidad de ser decente, decoroso, recatado pudoroso, razonable, justo, probo, recto honrado, lo que no deja para colmo de imaginarse envuelto en el vicio, o en la ridiculez. ¡Ah malaya!
 
Incidiendo entonces, en nuestra realidad social mundial –porque la corrupción siempre ha estado globalizada–  debemos analizar qué herramientas hemos creado para garantizar una realidad humana decorosa (si acaso, esto fuere posible) pues en el deseado mundo de la honestidad se hace imperioso que formemos honestos, primero a nuestros hijos, para después poder hablar, con autoridad moral, de corrupción. No siendo así, resultaríamos simplemente unos hipócritas perpetuos. Porque hay mucho por ahí convertido en misil anticorrupción, pero que no le ha preguntado nunca, ni le pregunta a un menor hijo, o hija, ni por casualidad, de dónde sacó eso que en la mano, en el cuello, o en la muñeca le relumbra, siendo áureo, o no…
 
Sin embargo se dice saber, que Pablo Escobar, le prestaba mucha atención a los consejos de su madre… Porque si a ver vamos (si nos examináramos honestamente en lo más recóndito de nuestro espíritu) los deseos que se nos apiñan, nacen y se alimentan, a costa de nuestros semejantes, y que, en eso la propia naturaleza pareciera estar conteste, dado que el nacimiento, nutrición y multiplicación, de cada cosa, tiene su origen en la corrupción y terminación de otra. ¿No resulta entonces loco, por decir lo menos, que engendremos tantos vicios evidentes para combatir errores propios o de otros? Porque pareciera que no existen vicios peores que aquellos que chocan con nuestra propia conciencia o contra nuestro natural conocimiento.
 
Pero, ¿cuál es nuestro natural conocimiento, y qué, nuestra propia conciencia? Porque no hay que perder la esperanza, por más pesimismo del que se sienta orgullo, de que por general que sea la corrupción de una época, alguien escapa siempre del contagio. Y no hay que perder de vista, que en Venezuela tenemos quinientos años de corrupción ininterrumpida; pero que la Metrópolis, tiene mucho más. Y tampoco hay que perder de vista, que dentro de ese deseo tan vivo en el hombre, de igualarse a Dios, debió más bien bajarse del cielo a la tierra, las cualidades divinas, que haber tenido que enviar al cielo la corrupción y las miserias. Pero viendo bien las cosas, y tomando en cuenta la burda vanidad de nosotros los humanos, como que terminamos haciendo ambas cosas.
 
El presidente Maduro,  ante la corrupción de algunos hasta ahora de lado y lado, y que parecieran no tener el más mínimo arrepentimiento, ha declarado, vistas las  ominosas  resultas de las investigaciones, la guerra a la corrupción como una manera de salvar la Revolución, que a la larga, no es más que salvar la patria. Y para ello solicitará una ley habilitante, personalmente ante la Asamblea Nacional, para hacer más expeditos los procedimientos jurisdiccionales, los modernos delitos germinados, así como la severidad de las penas por tipo penal, a lo que la dirigencia oposicionista, con su pro domo súa paladín se opone, pensando sin nada de sagacidad política y sí encubridora, o entendiendo (lo estimo improbable) que lo engañoso es incierto y que, nada hay más seguro que generar duda e incertidumbre o, que de lo aparente en general, no hay nada que tenga fundamento o, según cualquiera otra afirmación, mediante la cual, la naturaleza de las cosas sea solamente una nube simulada y frívola. Y que usted, como un probado revolucionario, debo estimarlo, de eso, un tenaz enemigo.    
 
Señor Presidente: Sepa entonces por qué, si no le echa bolas, penará…

 



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Raúl Betancourt López


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