Los muertos del Panteón y la apátrida oligarquía

Antonio Guzmán Blanco fue un gran farsante, al igual que su padre. Todo su ideario revolucionario se vino abajo apenas le sonrió la fortuna y a diferencia de lo que preconizaba César prefirió ser el último en los círculos de la nobleza francesa que el primero en este país.

Joaquín Crespo fue sin duda alguna uno de los peores gobernantes de Venezuela. Electo a través de las elecciones más ridículamente fraudulentas que conozca la historia, llegó al poder en 1892 por obra de la revolución que acaudilló contra el Presidente Raymundo Andueza Palacios por intentar modificar la Constitución a objeto de prolongar su mandato. ¿Qué hicieron, para aquel entonces, las autoridades constituidas, las instituciones, prohombres y parlamentarios? ¿Es qué acaso combatieron al usurpador? ¿Se encerraron en sus casas en muda y digna protesta? ¡No! Mal sería conocerlos. Salvo contadas excepciones, lo más granado de nuestra intelectualidad, nuestros más connotados políticos y dirigentes acudieron en masa a rendirle pleitesía y al día siguiente, en sencilla pero emocionante ceremonia le dijeron al futuro tirano cual si le entregasen una hacienda:

General, tenemos el más alto honor de poner en sus manos el gobierno de la República. Todo esto sucedió en la casa del Gobierno rodeados por la casi totalidad de los hombres de confianza del antiguo gobernante. No puede extrañarnos por consiguiente que ante tamaña pasividad el caudillismo se desbordase hasta alcanzar el esplendor despótico que alcanzó con Juan Vicente Gómez, en veintisiete años de espantable dictadura. Los tiranos llegaron a serlo no por la terrible energía que se les atribuía, sino por la debilidad de sus gobernados, y en especial de sus grupos de poder.

Crespo, salvo ser un gran peculador y un formidable chanchullero, fue en cierta forma un autócrata benévolo. Trasladémonos a la Caracas de 1897.

(Dos caballos al paso.)

Crespo: ¡Bonita que se ha puesto la Plaza Bolívar! con esas matas que mandé a sembrar. ¿No es así, coronel?

Coronel: Así es, mi General… Usted siempre ha tenido muy buen gusto… Pero, mi General, ¿va a seguir el paseo hasta la Universidad?

Crespo: Guá, ¿y por qué no?

Coronel: Bueno, mi General, usted sabe cómo están los estudiantes de alzados… desde hace más de dos semanas que están en guerra contra usted… mire lo que dice aquel letrero: ¡Abajo el Tirano!

Crespo: Garabato no tumba gobierno… ¿Y me va a decir Coronel que le va a tener miedo a unos estudianticos, un macho como usted, a quien lo he visto fajarse a machete limpio en los tantos años que andamos juntos?

Estudiantes: ¡Abajo Crespo! ¡Muera el Tirano! ¡Cabeza’e Tapara! ¡Ladrón!

Coronel: ¿Llamo a la guardia, mi General?

Crespo: ¡Quédese quieto, carrizo, y no huya ante el plomo! Ya les voy a enseñar a los muchachejos esos lo que cuenta meterse con un jefe.

Los insultos van decreciendo; finalmente desaparecen.

Coronel: ¡Cónchale, mi General, qué tronco e’susto el que he pasado! Por un momento pensé que se nos iban a echar encima.

Crespo: Ya van a ver… de mí nadie se burla y mucho menos cuando uno es presidente de la República.

Coronel: ¿Qué va a hacer, mi General? Les va a mandar a dar plan con la caballería.

Crespo: Algo mucho peor… mucho peor.

Coronel: ¿Va a cerrar la Universidad? ¿Los va a encerrar en La Rotunda?

Crespo: ¡Se queda usted corto, amigo mío! La decisión que me he tomado será terrible… terrible.

Coronel: Dígame de ser posible, mi General. ¿Cuál es esa terrible decisión?

Crespo: estallando en sonora carcajada ¡Nunca más pasaré por la universidad!

Esta verídica historia del aguerrido y valiente llanero ilustra lo que en grupo de inermes ciudadanos puede hacer ante el hombre más poderoso cuando los asiste el coraje. Jamás un presidente de Venezuela había sido vejado de tal forma como lo fue Crespo aquella mañana frente a la Universidad.

De ahí que resulte extraño que su propuesta de enterrar al saltimbanqui del Agachado, por pedido de misia Jacinta Parejo de Crespo, (viuda del célebre bandolero) por el cual doña Jacinta tenía tal veneración que llegó al extremo de pedirle a su poderoso consorte: Mi amor, quiero pedirte un gran favor… Lo que te quiero pedir es que entierren en el Panteón Nacional al pobre González.

Crespo: ¿Al Agachado? ¿Al lado del Libertador? Pero, tú estás loca, Jacinta. ¿Qué va a decir la gente, y en especial la Sociedad Bolivariana? Pero, mujer de Dios… pídeme lo que tú quieras, menos eso. Se puede formar una revolución.

Doña Jacinta: ¿Con esos lambucios? Ay, mi amor; perdóname que me ría. Parece olvidársete el refrán, “donde ronca tigre no hay burro con reumatismo” y así como las grandes señoras de Caracas se pusieron alpargatas con medias porque yo me las ponía, te apuesto doble contra sencillo que si lo pides, entierran al Agachado en el Panteón y no dicen ni pio.

El Agachado, el primer esposo de doña Jacinta, fue enterrado y sigue enterrado en el Panteón Nacional, al lado del Padre de La Patria, sin ninguna oposición por parte de las Instituciones y en especial por la que fundara en 1842 el general Urdaneta para velar por las Glorias del Libertador; sin que entonces, ni nunca nadie haya hecho sentir su voz de protesta.

¿Hubiese insistido en sus despropósitos el Caudillo si las doctas instituciones le hubiesen hecho resistencia? Quizás él mismo se dijo para acallar sus remordimientos.

—Crespo: La culpa no es del loco, sino de quien le da el garrote.

—Consultado un profesor universitario de la época se limitó a responder: Por mí no hay ningún inconveniente. Eso sí, me sacan de ahí al Libertador.

Valdría la pena hacer una revisión de todos los muertos del Panteón Nacional, particularmente entre otros el de (Antonio Leocadio Guzmán, Padre de la Mentira). No tiene nada de particular que muchos de ellos reposen al lado del Padre de la Patria más por exigencias de los déspotas de turno que por verdaderos méritos.

—La historia de la sinvergüenzura de nuestros grupos de poder no comienza con Crespo ni concluye con Juan Vicente Gómez. El mismo Ignacio Andrade había sido impuesto ignominiosamente por el autócrata de entonces Joaquín Crespo. Salvo el legendario Mocho Hernández que se levantó en armas contra la pantomima, los grupos dirigentes se inclinaron ante la farsa y aplaudieron hasta rabiar al nuevo presidente.

Un Gobernador de Maracaibo escribía así al Ministro del Interior: “El espíritu del mal, el causante de todas las desgracias, el opresor de la patria ha muerto”.

La estremecedora epístola se refería nada menos que al Libertador… Traía fecha del 21 de enero de 1831. Es decir, treinta y seis días después de haber muerto en Santa Marta el Padre de la Patria… Lo que en correo de postas, dada la importancia de la noticia, no tenía por qué tardar más de cinco días… ¿Era realmente importante la noticia? Bolívar murió odiado por buena parte de los venezolanos. Hasta 1842 sus familiares no se atrevieron a trasladar sus restos a Caracas, y hasta el advenimiento de Guzmán Blanco en 1871 el culto a Bolívar, aunque se practicaba oficialmente, estaba mediatizado por el resentimiento. La sepultura del Libertador en la Catedral de Caracas fue profanada: El doctor José Izquierdo presentó pruebas y evidencias de que muchas más cosas habían sucedido. La carta del gobernador de Maracaibo es una muestra de odio y desprecio que cayó sobre el Libertador en los últimos años de su vida.

¿Por qué Bolívar, que al paso de los años recibiría los máximos honores que pueda recibir un hombre, fue menospreciado por sus contemporáneos? Falta de perspectiva histórica. El mismo Libertador al hablar de los hombres decía que había que conocerlos de cerca para juzgarlos de lejos. El hombre común tiene por lo general una visión muy corta, en especial si desconoce la historia. Bolívar a la hora de su muerte era un perdedor al igual que Napoleón.

Bolívar fue víctima de toda la demagogia viciosa que imperaba en Venezuela. La Asamblea Nacional intentó incluso despojarlo de sus bienes y en ella se le vituperó y calumnió abiertamente.

Desde que abandonó Bogotá camino de su última morada fue víctima de toda clase de vejámenes, incluso por parte de hombres que hasta hacía poco le expresaban profundo respeto y admiración. Cuenta el historiador Gerhard Massur que ya en diciembre de 1830, cuando faltaban pocos días para su muerte se encontraba rodeado en su hamaca por un grupo de amigos. Uno de ellos, haciendo caso omiso de la repulsión que el Padre de la Patria sentía por el tabaco se atrevió a encender su pipa desquitándose quizá de oscuros resentimientos. El Libertador que ya se había envuelto por una compasiva resignación se atrevió a indicarle con voz cansada: General, por favor, fume usted un poco más allá.

El General: (Talante retador)… Le molesta mi tabaco, pero nada le decía a Manuelita cuando fumaba en su presencia.

¿Qué sentiría el Libertador ante la desfachatez del hasta hacía poco postrado cortesano? ¿Pensaría en Manuelita Sáenz su adorable loca y en los años dichosos que compartieron, o le aplicaría al general fumón lo que una vez dijese refiriéndose al venezolano: “Se humilla ante las cadenas y es soberbio ante la Libertad.”?

Salud Camaradas.

Hasta la Victoria siempre.

Patria. Socialismo o Muerte.

¡Venceremos!


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Manuel Taibo


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