El amigo Rigoberto Lanz, en una reciente conferencia en la UC, se preguntaba (citando un libro del sociólogo francés Alain Touraine) si los seres humanos podremos vivir juntos. La interrogante adquiere connotaciones dramáticas cuando miramos alrededor situaciones como la intolerancia en el debate político venezolano, hasta las abiertas crueldades y claros genocidios que están determinando la política internacional. Todo esto configura un toque maligno, el aliento de la guerra que impregna todos los ambientes y asfixia los sentimientos de solidaridad y compasión humana, y hasta la propia identidad moral, la autoestima que incluye una valoración de sí mismo como buena persona.
Un locutor de una emisora juvenil, en tono jovial, como si comentara alguna travesura de una estrella de rock, informaba esta semana que los militares norteamericanos torturan (sí, torturan, y el reconocimiento se hace con toda la ligereza imaginable) a los presos afganos e iraquíes colocándole a toda hora, a un volumen inconcebible, piezas del grupo de heavy metal Metallica. Esto le parecía sumamente gracioso. Claro: él era un joven que gustaba de las guitarras al máximo. Le causaba risa el sufrimiento de esos seres humanos. La trivialidad le impedía ver el Mal absoluto que implica la práctica misma de la tortura. Con razón decía Hanna Arendt que el Mal es banal.
Un tipo ahí, economista vinculado a grupos empresariales, se indigesta con lecturas filosóficas, se presenta como "especialista en ética" (y hasta algunas tontas se lo creen en la Universidad) y llega a confundir el principio maquiavélico de "el fin justifica los medios" con un principio moral. Y estalla con citas de Nietzsche mal entendidas, e intenta demostrar que ya, en la postmodernidad, no hay valores morales; para, en el párrafo seguido, hablar de Dios y el libre mercado, y la democracia y la necesidad absoluta (él que sostiene que no hay nada absoluto, salvo Dios) de tumbar a Chávez. Supongo que es el ideólogo de esas pintas en la autopista, frente al Colegio de Abogados, que dicen "Cuídate, chavista, que te vamos a matar". El mismo sentimiento de odio de ese "Vamos por tí" de la propaganda de la desacreditada Coordinadora. El mismo odio de aquellas maestras que se negaron a dar clases en diciembre y enero, de esos padres que dañaron la educación de sus propios hijos haciendo "cacerolazos" y amenazando a los profesores que decidieron mantener a sus instituciones abiertas.
El aliento maligno de la guerra mata la verdad, vive de las mentiras y las infamias. El aliento maligno denuncia en el exterior una supuesta persecución contra la Iglesia, según Baltasar Porras, como si estuviese hablando desde las catacumbas clandestinas, como si obtener los reales de los subsidios justifique mentir abiertamente, como si hubiera algún cura preso, como si las "hordas" atacaran las iglesias o cosas parecidas. Todo para alimentar el mismo odio que llevó a congratularse a un obispo por la tragedia de Vargas, porque supuestamente era un castigo divino causado por el voto chavista de ese pueblo.
La mentira incluye el culpar sin pruebas. Desplegar en primera plana la culpabilidad del presidente en los crímenes que ahora las investigaciones policiales han demostrado que fueron responsabilidad de los militares de Altamira. Que ellos están implicados, no sólo en las muertes de esos jóvenes, sino también en las bombas colocadas en las embajadas de España y Colombia, y en el edificio Telport. Y silenciar eso. No darle la misma jerarquía en la diagramación, en la primera plana, a esas revelaciones que incluyen al ya conocido Pérez Recao. Y no rectificar. Así como se silenciaron los desmentidos cuando apareció aquel chofer de Juan Barreto acusando a éste de armar paramilitares. Así como se declaran de luto por unos muertos y no por otros. Así como prepararon la muerte de Jorge Nieves, el dirigente del PPT, asesinado por sicarios que ya se sabe quienes los contrataron, y antes fue señalado insidiosamente por Roberto Giusti en el Universal, acusado y sentenciado por la nueva Inquisición mediática.´
El toque bélico lo enferma todo. La guerra rebaja el nivel moral de todos los contrincantes. Muere asfixiada la verdad, la solidaridad, el impulso de compartir, de reír, de abrir el corazón. Pero a veces salta la humanidad de donde menos se espera. Jonathan Glober cuenta que en la navidad de 1914, en plena Primera Guerra Mundial, los soldados alemanes y franceses, enemigos jurados, hundidos en sus atroces trincheras, encontraron el momento de salir de éstas, abrir un paréntesis y jugar una partida de fútbol. Algo parecido ocurrió en el paro subversivo de diciembre y enero. Yo creo que sí podemos vivir juntos. Claro: condición imprescindible para ello es el respeto mínimo de algunas reglas legales, de convivencia. Los venezolanos hemos vivido circunstancias que, en otras latitudes, habrían desembocado en una guerra civil de alta intensidad. Pero conservar el monopolio legítimo de la violencia, haber neutralizado las pocas influencias armadas de los malignos, el ser un pueblo franco, amoros, buena gente, nos mantuvo vivos y juntos, aunque nos mentemos la madre, nos ridiculicemos y hasta nos tengamos arrechera. Sí: sobreviviremos.
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