Crónica del dominio invisible

Arrastro esta incomodidad desde hace décadas, sin compensación ni eco. Ni una objeción, ni un "no del todo", ni una observación que no se disuelva en el fatalismo de un "no se puede evitar". Como si todo lo que sucede —en materia cultural, simbólica, lingüística— fuera el resultado de un proceso natural, meteorológico, sin sujetos ni responsabilidad. Un clima.

Pero no es un clima. Es un dominio. No se trata de una conspiración ni de una guerra declarada. Es algo más persistente, más eficaz: una colonización consentida, una renuncia casi feliz. Un largo proceso de sustitución que ha hecho del mundo, y especialmente del mundo occidental, un territorio cada vez más anglosajón.

No me refiero solo al inglés como idioma de la ciencia, la tecnología, la informática o el comercio. Tampoco al predominio de las plataformas audiovisuales, las franquicias globales o los algoritmos norteamericanos. Hablo de algo más íntimo: de la manera en que se nos infiltra la lógica del éxito, del consumo, del entretenimiento, de la emocionalidad prefabricada. Hablo de cómo adoptamos, sin darnos cuenta —y muchas veces con entusiasmo—, el modo de sentir y de nombrar del otro.

Y ese otro, por decirlo sin rodeos, es la hegemonía cultural de los anglosajones. Gran Bretaña en su versión de museo condescendiente; Estados Unidos en su versión de supermercado emocional. La globalización ha sido, entre otras cosas, la expansión triunfal de sus códigos, sus fiestas, su lengua, sus recetas de vida. Y lo más insidioso es que lo ha logrado sin resistencia, como si no hubiera alternativa, como si lo nuestro —cada lo nuestro— no tuviera ya espesor ni prestigio.

Las palabras llegan primero. "Resiliencia", por ejemplo. No solo suena ajena: lo es. Y, sin embargo, ahí está, validada incluso por la Real Academia, que hace tiempo dejó de ser refugio para convertirse en aduana. Detrás vienen otras: empoderamiento, performance, coach, feedback. El idioma va siendo colonizado por términos que no solo nombran, sino que imponen modos de pensar y sentir. Una lengua invadida no es una lengua viva: es una lengua obediente.

Luego están las fiestas. Halloween reemplaza a Todos los Santos; el Black Friday al sentido del ahorro; San Valentín a la intimidad. No se trata de una batalla por el calendario: es una pedagogía del deseo. Nos enseñan a celebrar como ellos, a consumir como ellos, a amar como ellos. Incluso a morir como ellos, es decir, sin duelo, sin ceremonia, sin lentitud.

Nada de esto es nuevo. Lo nuevo es que ya no se percibe como imposición, sino como aspiración. La anglosajonización del mundo ha logrado hacerse invisible: su mayor victoria no fue conquistar territorios, sino espíritus. China resiste en su modelo cerrado, Corea del Norte en su caricatura autoritaria. Pero en las democracias de mercado, donde el poder no necesita alzar la voz, todo va cediendo con una docilidad asombrosa.

Lo que duele —y a veces indigna— no es tanto la fuerza del modelo ajeno como la abdicación del propio. Nadie acusa recibo. Nadie se alarma. Nadie parece notar que vamos perdiendo no una guerra, sino una gramática. Y que, al perderla, se nos va también una forma de estar en el mundo.

Quizá ya no haya modo de emanciparse. Quizá todo esté demasiado impregnado, demasiado cruzado, demasiado tarde. Pero escribir esto —aunque sea en soledad, aunque no se lea, aunque no se escuche— es mi forma de resistir. Mientras tenga palabras que no les pertenezcan, no todo estará perdido.



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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 richart.jaime@gmail.com      @jjaimerichart

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