Marcial, poeta latino del siglo I d.C., podría haber escrito algo como esto:
La buena vida
La buena vida es, para mí,
Dejar volar lo que se fue,
Sembrar la mejor vid,
Dar amistad sin ofender,
Sin más gobierno que el del alma,
Con la mente limpia y siempre en calma,
Sabiduría y simplicidad,
Dormir sin ansiedad:
La mente en calma.
Aunque no sabemos con certeza cuánto vivió Marcial —las fuentes lo sitúan entre el 38 y el 102 d.C.—, no deja de ser sugerente pensar que una vida sencilla y serena haya sido para él, como para tantos otros, un camino hacia la longevidad. La moderación de las costumbres y la creatividad interior han influido siempre más en la duración vital que ciertos factores modernos sobrevalorados.
En cambio, hoy se espera casi todo del ejercicio físico intenso y de una alimentación estrictamente vegetal, mientras se descuida —o se complica— la serenidad mental con una avalancha de utensilios sofisticados y tecnologías revolucionarias que fomentan, paradójicamente, la pasividad y la molicie. A eso se suma una inquietud difusa pero constante, casi como si hubiera un propósito deliberado de mantener a la población en estado de alarma.
No falta quien agite el fantasma de una Tercera Guerra Mundial. Esta inquietud ronda sobre todo a los adultos mayores, los más conscientes de los estragos pasados. Sin embargo, la alarma carece de sentido: una sola deflagración nuclear desataría de inmediato muchas más, y la aniquilación masiva sería inevitable. Por eso mismo, la existencia de numerosas potencias nucleares disuade de una guerra total: el equilibrio del terror, por brutal que suene, mantiene a raya la hecatombe.
La cuestión de fondo es otra: el trajín cotidiano, incluso bajo formas aparentemente tranquilas —el trabajo online en casa, por ejemplo—, junto con la sobreexposición a consejos públicos, doctrinas del bienestar y prescripciones sobre cómo "deberíamos vivir", conspira contra la posibilidad de tener la mente en calma.
Y sin esa calma, ¿de qué sirve todo lo demás?