Asi fue el salto a la dulce fuente de la Coromoto...Jamas narrada....

23-4-23: Hoy domingo, desde la seis de la mañana, se asomaron en el horizonte por el boquerón del valle que da al pueblo, unos encendidos arreboles. Anuncio de que podemos tener un día soleado. Aquí, con estos climas locos, las nubes doradas y plomizas por los bordes, pudieran anunciar una primavera de dos horas por la mañana, luego un fugaz ventarrón al mediodía, dos horas de otoño, continuando con amenazantes dos horas más de infernal verano. Así, hasta rematar con dos horas por la tarde de cruento invierno: todos los fenómenos de la Niña y el Niño juntos, revueltos y desperdigados en esta pequeña aldea.

Pasa Ángel quien va airoso y con muda nueva, camino del pueblo: "- Adiós, amigos, por la tarde vengo y los visito, ténganme algo bueno…". Ángel, cuando se quita sus jamugas de trabajo, y se arregla para bajar al pueblo, se transforma en un hombre de mundo. Por naturaleza sus modales son de buen tono, muy diplomáticos y delicados. Realmente, Ángel es un personaje que no pudo darse sino aquí, en este fantástico mundo de La Coromoto. Nunca lo hemos descrito en su real naturaleza porque puede que sea indescriptible haciéndolo sólo con trazos humanos y formales, tales como los que se estilan en las novelas. Recuerdo, la primera vez que lo vi, por allá, por 2010, habíamos llegado como turistas a la mucoposada Las Hortensias, y estaba él en la vaquera ordeñando, con sus botas de goma, con un viejo sombrero deshilachado (como lo estaba su ropa toda), y me detuve a ver su trabajo. Existe la costumbre de que al turista a donde llega, los lugareños deben sonreírle. No vi a Ángel con tal disposición. Adusto, se incorporó con su larga figura y sus ojos de gato, dejando la cazuela de leche a un lado, como si no le diera importancia alguna a mi presencia. Después me miró fija y penetrantemente, dejó caer un "-Hola", se dio la vuelta y siguió con su faena. Este raro encuentro se añadía a otros que se daban en cadena y de manera milagrosa con todo a nuestro alrededor. Comencé poco a poco, a caer en cuenta de que yo estaba pasando por un fenómeno de sacudida terrenal, pasando a algo así como a la Cuarta Dimensión. Hoy, esa es la única razón que puedo dar al hecho de que hayamos llegado (o caído) a este lugar, algo nos puso en otra órbita espacial, producto de un colapso de todo lo vivido hasta entonces, un sacudimiento de nuestros sentidos, repentinamente trasplantados a este encantado estadio del espíritu. Comenzaba a abrirse para nosotros otra realidad, mágica o lírica, que dejaría atrás y para siempre la vieja y estrecha dimensión en la que hasta entonces habíamos habitado. "-Tenemos que quedarnos aquí", fue como un anhelo radiante, fustigante, que no nos dejó en paz hasta que construimos nuestra casita, que entonces nos dio por llamar Vale de la Luna, como el título de una novela de Jack London. Llegábamos a allí por orden misteriosa, del cielo, inexplicable digo.

Un lugar que nos atraía y dominaba, como el amor: sublime, con esa suprema serenidad espiritual que ejerce lo franco, lo directo y sencillo, y por convivir en él en perfecta armonía, animales, plantas, riscos y caños, duendes, multitud de historias con personajes antiguos o muertos, en medio de una maravillosa y eterna juventud en cuanto se ve y respira. Aquí no se conoce eso que llaman tristeza o melancolía, depresiones, malos pálpitos o ansiedades. Se está aquí en el paraíso de lo justo y necesario, y los que se mueren (si acaso sucede de veras) siguen conviviendo con sus ánimas en los rezos, en los recuerdos o canciones, en las conversas de café o de chocolate, en los inmensos y mágicos silencios que se imponen por lo maravilloso de estos cielos abiertos, de la conmoción de bellezas por doquier, nubes y estrellas.

Creo que todos aquí llevan esa seguridad, esa confianza, de que serán eternos y que nunca dejarán este lugar. La gente aquí es un solo ser con todo lo viviente o muriente. La muerte es algo que se cumple como las "pintas", parte de períodos o ciclos escritos en las constelaciones y que se ejecuta con pleno orgullo y felicidad a un mismo tiempo. Por ejemplo, el señor Antonio Rojas, un santo de esta aldea, quien, aparentemente falleció hace seis meses, vive aún entre sus camburales, entre sus cafetos y afectos que dejó por doquier; él, por cierto, nos regaló unos caturras que sembramos en fila en nuestro cafetal, en un trecho lo llamamos la Vía Antonio Rojas, frente al guamo. Todo esto que refiero, nada tiene que ver con el intelecto, eso aquí no existe, eso aquí no tiene ningún valor. Aquí, de veras, los libros están demás. La gente lee lo que está escrito con letras de la tierra y de sus frutos, de las danzas o ritmos de las plantas. Ellos leen con las letras del sol o de la luna, o con los guiños del sol y de la luna. Aquí la gente se sabe un abecedario que tiene sus propias reglas, a veces secretas, reservadas únicamente para sus pobladores, para los que han nacido con la sangre de estos cielos y montañas, algo que nosotros, mi esposa y yo, nunca pudimos descifrar del todo. Pero que respetamos profundamente.

Nosotros seguimos, pues, dedicándonos a desbrozar la huerta y el área que da a la troja. En efecto, el sol sale a darnos sus cuerazos repentinos, porque por aquí cada vez que él se empina lo hace con candente severidad.

María Eugenia anda con su rostro encendido, rojo, por lo recio como se muestra el Catire. Sacamos a secar café en tres bandejas, lavamos y ponemos a secar también unos pantalones y pijamas.

De pronto, al mediodía, corremos a guarecernos porque se ha desatado un diluvio. Cae un severo guamazo con un cortinaje de agua que nubla el ambiente (esto habría de mantenerse así durante unas cinco horas). Nosotros que pensábamos hacerle una visita a Neptalí en El Cobre, hemos pues, decidido quedarnos varados en casa, mirando la lluvia. Por informaciones que hemos recibido, el sector de El Anís ha quedado inundado, y un puente se ha visto afectado por una gran vaguada, algo de verás insólito porque esa es una zona muy árida en la que casi nunca llueve. Por los vientos que soplan comenzamos a vivir otro peligroso año de lluvias parecido al del año pasado, que arrasó con media Mérida.

María Eugenia preparó para el almuerzo plátanos al horno, ensalada y queso asado.

En medio del guamazo, sale María Eugenia a revisar las canales, que según ella no están permitiendo que corra el agua debidamente. Las limpia, las inclina o endereza.

La lluvia no para y estoy aquí en la sala, contemplando el amplio salón que abarca sala y comedor (de unos 42 metros cuadrados), y a mi derecha la cocina (de unos 20 metros cuadrados). La sala tiene tres grandes ventanales rectangulares, con cristales que no permiten ver desde afuera el interior de las diferentes estancias. En la sala está la chimenea, que a la vez puede servir de fogón porque está un poco elevada, pero con un tiro perfecto. A la entrada hay un perchero muy original, obra de nuestro amigo Manuel Ovidio, hecho con un tronco con ramas tronchadas a lo largo del cual se pueden colocar sombreros, chaquetas, impermeables, sombrillas y morrales. Estoy escribiendo en el gran mesón hecho por Alesio, apropiado para que se ubiquen en él unas diez o doce personas cómodamente. Hay al lado de este mesón una vitrina con todo el menaje de la cocina. Un poco más allá una tumbona colgante; siguen varios estantes con libros y, a mi derecha, un enorme telar de pedal hecho por el gran artesano Fernando Durán y en el cual María Eugenia ha pasado largas horas tejiendo en todos estos años. Más allá, al fondo, propiamente el espacio de la cocina en un espacio de unos 20 metros cuadrados en el que está el fregadero, un largo cimiento para colocar las ollas y algunos instrumentos para cocinar, luego la cocina a gas, le sigue otra vitrina para almacenar comida y, a un lado del otro largo ventanal, la estufa con sus tres hornillas, un depósito para hervir agua, una plancha metálica y un enorme horno. Todo eso lo estoy viendo mientras llueve y sin poder salir a hacer trabajos de campo.

Como a las tres vienen Marvin y su compañera Yusmira, y nos ponemos a conversar en el porche. Los domingos por aquí son un resplandor de calma y un júbilo de cálidos silencios, más que todo, un día en el que la gente acostumbra hacer visitas.

Pasa Lizardo en su camioneta y nos regala dos aguacates: "-Esto se los manda Yameri", dice.

Se presentan Joel, su mujer y sus tres niños. Joel tiene 25 años y su mujer 21. Son muchachos llenos de vida y de osadía que consiguieron una pieza para vivir en casa de los Mora. Antes vivían en Pueblo Nuevo del Sur, aquello se puso rudo y migraron hacia esta zona. No se sabe cuántos muchachos más van a tener, apenas están empezando (y llevan tres), los niños son preciosos y vivaces. Nos ponemos a conversar en el porche cosas al boleo. Tomamos té y comemos galletas y nos reímos de las ocurrencias de los niños.

Por la noche, aun lloviendo, oímos que tocan a la entrada y se oyen voces. Nos asomamos y no distinguimos bien al visitante, hasta que tomo las llaves y me acerco. Se trata de Cheo. "-Empuje, pase adelante, que se moja". Cheo, el parsimonioso pasa con toda su calma, nunca anda apurado (¿y para qué?). Nos ubicamos en el porche. Cheo nos entrega un costalito lleno de yuca. Le preguntamos por su hermano Jesús quien lleva bastante tiempo enfermo de una pierna. Me dice que ha estado mejorando con unas inyecciones que un señor de los llanos vino y le puso. Marilú, la hija de Consuelo, de tarde en tarde baja a hacerle las curas. Ningún curioso ni ningún médico han dado hasta ahora con lo que le pasa a Jesús, dicen que su caso está en una vena infectada. Cheo y Jesús son dos hermanos, el primero cincuentón, el otro sesentón y ambos solterones. Cheo sale a trabajar y Jesús queda en casa haciendo las tareas domésticas, el uno no puede vivir sin el otro. Tienen ocho hermanas regadas por el país. Viven Cheo y Jesús, allá abajo, frente a la casita de Alesio, y se sustentan con el producto de su finca, también paleando o charapeando, o recogiéndole café a los hacendados más pudientes. María Eugenia entre otras cositas le da una bolsita de moringa para que le haga té a Jesús. Nos pide Cheo que cuando nos vayamos le demos el empujoncito a su hermano hasta Mérida.

Cheo cuando se despide, tal cual Alesio, se pierde en las tinieblas de la noche, fantasmal, como su vida.

Pienso en esa dulce y encantadora muchacha llamada Marilú, quien me conmueve y enternece con su manera de ser. Nosotros cuando conocimos a Marilú era una niña, y junto con su hermanita menor, Isamar, nos sirvieron, por allá, por 2011, de guías, llevándonos a torrenteras y montañas. Fueron pasando los años. Isamar, con su compañero de vida y de lucha, se fue a Colombia, Marilú se quedó bregando en estas tierras, y digo bregando porque es una joven multifacética para todas las actividades del campo, y su mundo está aquí. Marilú es muy bella, delgada, rubia, de vivaces ojos azules, de mediana estatura, fina como un rebenque. En la comunidad es, en el mejor sentido la palabra, la "utiliti" mejor dotada: es ordeñadora, domadora (doma hasta toros), agricultora, enfermera, maestra y el alma de todas las fiestas. De todas sus hermanas es la que aún prefiere permanecer soltera.

24-3-23: Esta semana habrá actividad en la escuelita, y a Ángel le sale ponerse las pilas como bedel. Su hermano (morocho) Enrique, también trabaja en la escuelita y ha estado colocándole veneno a la maleza porque piensa sembrar por allí un maíz.

Nosotros, por nuestra parte, nos hemos concentrado, como hemos venido diciendo, en despejar de monte el área de la troja y de la que era la huerta (ahora convertido en un pequeño cafetal). María Eugenia ha decidido tronchar los lirios que estaban a lo largo de la caminería, porque les ha llegado el momento de revitalizarlos con el cambio de luna. La remozada que les hace a las matas y la limpieza de pajarita que las cunde, las pone brillantes y sonrientes, y uno ve que se pavonean de alegría el níspero, el manzano y el chirimoyo, el frondoso y lanudo pino copón, el platanal, los cafetos.

Por la tarde, vienen el señor Corsino y su hijo Ángel. Ángel nos trae arepas de trigo. Nos sentamos a conversar en la sala. El señor Corsino, próximo a cumplir sus ochenta y nueve años, sorprende con su prodigiosa memoria, verdadera enciclopedia de las costumbres y tradiciones de la aldea, desde que la fundaron sus abuelos. Nos relata, por ejemplo, que el busto de Bolívar que fue llevado hasta el Pico Bolívar, lo trasladaron dos canagüeros que estaban cumpliendo el servicio militar (reclutas) en Mérida, y que sus nombres eran Teodoro Mora y Desiderio Escalona. El guía en esa expedición (que debió hacerse en 1956), fue el famoso Domingo Peña, quien se conocía todas las rutas para ascender al Pico Bolívar, y el médico que los acompañó en esa ocasión fue el doctor Carlos Chalbaud Zerpa. Para esa época, el señor Corsino ya era un muchachón de unos 22 años.

Como a las 5:30 de la tarde, llegan animados para la conversa, Neptalí, su esposa Marcolina y Toñito. Nos instalamos en el porche, después se nos incorpora a la reunión, el señor Juvencio (el jinete de la mula Blanca Nieves) y ahí nos estamos entretenidos con relatos de canagüeros que solían viajar a los llanos de Barinas, pasando por Santa María de Caparo, hasta llegar a Socopó. Don Juvencio es un cazador nato, tiene su escopeta y sus perros de caza, y de vez en cuando sale a recorrer las montañas de los alrededores, a buscar pavas, lapas y a alguna que otra locha (venado). Esta zona está muy relacionada con la región de los llanos, y muchos canagüeros merideños han terminado yéndose a vivir a los llanos, a Barinas o al Apure. Existe otro Canaguá en el municipio Pedraza de Barinas, donde nació doña Dominga Ortíz Ursúa, la que fuera esposa de José Antonio Páez. Existe una extraordinaria mezcla de canagüeros con llaneras, y viceversa.

Por estos lados, la caza es una costumbre que se conserva tal cual la conocí yo en los llanos, en mi niñez, con la diferencia de que esta gente tiene perros cazadores de raza, y cuando salen a sus faenas llevan una verdadera jauría.

25-4-23: Día de lluvias. Trabajo toda la mañana en la huerta hasta que queda muy bien arreglada. El cambio es total en la siembra y el paisaje, y en apenas dejándola limpiecita, llegan multitudes de pájaros a buscar insectos y lombrices. Los pollos también arrasan con los tractos nutrientes que quedan al descubierto.

Visita de los amigos, José Lizardo Rivas y su esposa Yameri, reunión que podría ser el inicio de un cambio definitivo para nosotros, un posible trasplante de nuestros hábitos a otro lugar. Tener que dejar este paraíso. No sabe uno qué hacer con una biblioteca que me ha acompañado desde hace cincuenta años. La gente por lo general no quiere libros, y el destino que últimamente hemos visto de gran cantidad de ellos es el basurero. Tengo una hemeroteca empastada en varios volúmenes que no sé qué hacer con ella. Vivo en eso, pasando de un lado a otro de tantos libros que me contaron tantas historias, que me inspiraron para escribir sobre Bolívar y que incluso, que leí cuando quizá todavía era un tipo inmaduro para entender lo que me querían decir. Los abultados volúmenes sobre la historia de Colombia (de José Manuel Restrepo) y las memorias histórico-políticas de Joaquín Posada Gutiérrez tantas veces consultadas por mí, cuando escribí "Toque de queja" y el "Jackson Granadino". Cientos y cientos más de libros… Pensar que ya nunca más volveré a meterme en esos terribles laberintos de investigación, de lectura.

26-4-23: Para nosotros, que nunca tuvimos un palmo de tierra, uno de los mayores placeres en esta parcela, es recorrerla diariamente como quien revisa detalladamente una obra, o un imponente acto de creación. La grama San Agustín que trajimos de Mérida, las matas de café que nos regaló el señor Antonio Rojas, los pinos y el eucalipto que vinieron del vivero del padre de Yesenia, nieta de Corsino y traídas de Arapuey. La menta arbórea, única en toda esta región. Las matas de orégano. Comenzamos por el fondo de la casa, donde están las hileras de lirios, el romero, las tres matas de plátano, la vieja huerta convertida hoy en un cafetal, como ya se dijo. El chirimoyo, las dos matas de higo, el níspero, la mata de uva, y luego seguimos un senderito que nos conduce a los limoneros, las moras, el naranjo, el mandarino, el eucalipto y el cambural. Nos detenemos en el gallinero que nunca lo fue, y que hoy es un depósito de madera, y allí uno se queda contemplando la vega del río y los sembradíos de Xioli. Pasamos luego a un lado del guamo y por unos escalones se vuelve al porche, y otra vez se dirige la mirada hacia el terreno que ha ido quedando despejado de maleza, y se siente un gran orgullo de saber que todo eso ha sido, repito, obra nuestra. Pero… quizá, alguien algún día reciba, como quien pinta un cuadro y debe venderlo o regalarlo.

A lo lejos veo venir a Silvio y su esposa Leticia. Silvio camina erecto y con pisada recia, y su señora siempre ríe cuando nos saluda. Una sonrisa al boleo, cuando no sabe o le sobran las cosas que decir. Va Silvio con una barra, haciendo el trabajo de los bueyes en un sembradío montaña arriba, con sus trajes andrajosos, la camisa abierta, el amplio sombrero de cogollo deshilachado, flaco, los brazos membrudos, el cuerpo calcinado y avellanado por el sol, la tez cuarteada, la mirada cansada, con sus botas de goma estragadas y llenas de barro. Silvio es como otro Alesio, con menos hijos y menos tragedias, pero igualmente golpeado por los duros trajines de la vida.

Los pollos de Consuelo se meten en nuestro terreno, según Marvin son pollos finos. Son simpáticos, pero lo malo es que se cagan en el porche, escarban en las siembras y picotean las fresas.

Baja Ángel al pueblo y le pedimos que nos haga el favor de comprarnos un kilo de azúcar, y le damos para que haga la compra a través de la tarjeta de la pensión (130 bolívares). Ángel, como representante de la comunidad La Coromoto, asiste a una reunión con el alcalde Omar Fernández. Al parecer se harán denuncias de corrupción sobre la administración pasada.

Me voy a la troja donde tenemos colgadas dos hamacas, lugar ideal para embeberse en la inmensidad de la nada, rodeado de montañas, del canto de los pájaros, del fragor del río que discurre allá abajo, del cielo cambiante tachonado de fugaces nubes negras, pardas o blancas. Me pongo a pensar en una novela con un personaje al que llamaría El Curvilineo, y así la titularía. También, pienso en otra historia que tendría que ver sobre los amores entre dos primos (Enriqueta y Amaro) nacidos en Guaimaral (un lugar de estos apartados campos de Los Pueblos del Sur). Buscando rumbos, los padres de estos primos se separan, y pasan unos diez años sin verse. A Enriqueta, de niña, se la llevan a la ciudad y Amaro queda entregado a las duras faenas del campo. Especies de Cathy y Heathcliff, pero al revés, porque ellos dos sí lograrán amarse para siempre. En unas fiestas de los Días Santos, Enriqueta, a sus 17 años, habiendo ya ingresado a la Universidad de Los Andes como estudiante de Medicina, vuelve a su viejo lar donde nació y allí se reencuentra con su familia. Por motivos de la enfermedad de una tía, Enriqueta se ve obligada a prolongar su estancia en Guaimaral, en un episodio recurrente de cómo se dan casi todos los amores en estas aldeas: solitarios devaneos en los cafetales o camburales, en la amplia y sugerente plenitud de las fuerzas de la naturaleza. A Amaro, de unos 20 años, hasta ahora no le ha pasado por su cabeza en lo más mínimo tener novia, ni mucho menos buscarse mujer, lo suyo es el trabajo, servir de peón, reunir una plata, hacerse con un terrenito con siembras de cambur, yuca, ocumo y café, una vaca, un maute, una moto. Pero su prima Enriqueta, en lo más explosivo de su hermosura le sacude sus volcanes ocultos, los instintos más incontrolables, que Amaro no imagina, inflamados y ardientes, aquellas dos exacerbadas pasiones se mezclan. De allí brotarán las extrañezas de las almas en dos seres que acabarán siendo expulsados del Paraíso (Los Pueblos del Sur). Como puede, Amaro vende todo lo suyo y en esos trances de guerra que estremecen al país, se une junto a Enriqueta a las trombas de emigrantes que van enajenados en busca de "un destino mejor", de otro Dorado, también… a la reversa. Pasan a Colombia, se adentran al infierno del Darién. Todo esto que voy tramando contendría todos los horrores que se pueden imaginar sobre ese paso por el Darién, va a concluir con el hecho de que nos los encontraremos un día en Canaguá, de una finca a otra, buscándose una chamba en la que poder trabajar, eso sí, en el mayor estado de indigencia, pidiendo un maíz o un ocumo qué comer. Cuando se les pregunte por qué cogieron por esa selva infernal, su invariable y confusa respuesta será: "-Buscando calidad de vida".

Ángel ha traído el kilo de azúcar que le costó 29 bolívares, y María Eugenia ha preparado una excelente torta de yuca, a la cual le agregó conchas de naranja. Ha causado sensación.



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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

 jsantroz@gmail.com      @jsantroz

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