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Cuba 2021, a 41 años, la "escoria" sobrevive, en el Perú

"El totalitarismo cubano, y su imperio del miedo, en acción este julio del 2021, vienen tiempos oscuros para la oposición cubana, pero también ha brotado la semilla de la esperanza, opinan destacados intelectuales de la diáspora cubana". Fin de la cita.

Los muertos de Soledad en Villa Salvador. A punto de cumplirse 40 años desde que un ómnibus irrumpiera en la Embajada del Perú en La Habana y se desatara la crisis migratoria de los años 80 en Cuba, algunos de sus protagonistas permanecen exiliados en Lima, desde donde se revive aquella experiencia.

Treinta y nueve años lleva Pupy mirando al cielo gris de Lima y, poco menos, pisando un terreno desértico al extremo oeste de la ciudad. Él fue parte de lo que el gobierno cubano quiso llamar «escoria» en 1980 y de lo que ellos, los llamados escoria, prefirieron nombrar resistencia. A las 11:48 a.m. de un martes de noviembre, Pupy barre el suelo de su acera en el barrio Los Cubanos, Villa Salvador, con los espejuelos puestos, como tres en un zapato, porque está preparando también el almuerzo de sus nietos que ya llegan del colegio. Pupy, negro de 80 años, nieto de negros libres y bisnieto de esclavos, habla como quien viene de regreso de todo. En las boletas de cualquier encuesta —dice—, él marca la cruz, únicamente, donde ponen: no sabe, no opina, no contesta. Pupy, entre otras cosas, viene de regreso del sueño americano. Y, si se lee mejor su rostro, del cubano. Desde el 3 de junio de 1980, la mañana en la que llegó a Lima vía Costa Rica, no ha regresado jamás a su barrio de El Vedado. No ha visto más a la esposa que dejó con cuatro hijos. No ha visto más a su madre ni a su padre ni a sus hermanos ni primos. Solo uno de esos hijos llegó hace poco a Lima. Un hijo que ya no es hijo porque el tiempo y la distancia se han encargado de que sea así.

El anciano, largo como una vara y siempre en movimiento, pareciera venir de regreso, también, de la historia de un parque: La Videna. Durante los Juegos Panamericanos de Lima 2019 no quiso abrir los periódicos ni encender la TV. En lo que es hoy el Estadio Nacional, donde se celebraron los juegos, había, hace 39 años, un campamento de refugiados para los cubanos protagonistas de los Sucesos de la Embajada del Perú, así recogidos por la historiografía cubana y sus eufemismos. Pupy no quiso saber de juegos porque, para él, ese lugar tenía un nombre y un uso en sus recuerdos: su primer domicilio al llegar a Perú. El lugar donde tuvo su primer romance limeño, con una chica peruana, y donde conoció a Mercedes, su segunda mujer; el lugar donde empezaron a nacer sus siguientes hijos y su familia reorganizada.

El anciano representa, además, la resistencia de la resistencia. Es de los últimos cubanos que permanecen en esta calle que es, para ellos —paralelismo mediante—, una suerte de la habanera calle Línea. «Este es El Vedado de Villa Salvador» —dice Mercedes.

Aquí, en «El Vedado» de Villa Salvador, viven los hijos de los cubanos; hijos de los hijos que no se fueron a Estados Unidos. Cubanos, de los que llegaron al Perú en 1980, pueden contarse con los dedos de una mano. Pupy, Mercedes, la doctora, el mecánico, el reparador de colchones que ahora es evangélico y el trabajador del Car Wash. Otros cubanos llegaron luego y se asentaron en esta zona urbanizada a la fuerza. ¿Cómo urbanizar el desierto? Fue la pregunta que tuvieron que responder los primeros cubanos, esos que el próximo 3 de junio, 2020, cumplen 40 años de estar aquí, tratando de domesticar el desierto.

En el desierto, lo primero que no hubo en 1985, cuando Pupy y Mercedes llegaron, fue agua.

Recuerda Soledad, madre de siete hijos de cubanos, vecina de una de las primeras casas de la cuadra, que « ¿al principio? Huyyyy, esto era horrible. No había casas, no había pistas. Arena, arena, arena… Sí había conexión de luz y agua, pero el agua venía cada una semana. Nosotros sufríamos. Tenía que venir el agua en camión y nosotros cogerla con baldes. La mayoría tenía pozos y cuando venían los camiones de agua, los llenaban porque si no, no podían tener diachos [baldes]. Cuando avisaban: "¡Aguaaaa!", todo el mundo salía. Empezaban a limpiar, a lavar, a hacer todo ese día. Las dos horas o tres horas tenías que aprovecharlas. Con el tiempo nos pusieron el agua».

Soledad es peruana y ha vivido aquí en esta cuadra, en esta Villa en construcción, los últimos 34 años de su vida. Los cinco anteriores al momento en que le entregaron la casa a ella y a su primer esposo, el cubano Andrés Padrón López, los vivieron ambos en el Parque La Videna.

Para reunirse con Andrés en el campamento de refugiados, Soledad se travestía con ropas diseñadas para hombres: camisa y pantalón y gorra. Así pasaba inadvertida. Por entonces era una veinteañera. No tenía hijos…

«Conocí a mi esposo en el parque San Luis, La Videna. Ahí estuve viviendo con él hasta el 85. ¿Te imaginas vivir en carpas? En una carpa vivían dos o tres familias. Hay muchas mujeres que vinieron embarazadas, con niños. Ellos estaban en cuarentena. No podía entrar ahí ningún peruano, ni ellos podían salir así nomás. Salían de las carpas una vez a la semana o cada quince días para llamar a sus familias. Dentro del parque había un hospital, un consultorio. Ese servicio lo daba el hospital de la policía, y ahí se atendían los cubanos porque no podían salir a atenderse fuera. Era un tópico, así se llamaba eso» —cuenta esta mujer peruana, cuyo rasgo más visible es la estatura: metro treinta y cinco, y unos ojos negros, vivaces, que parecen salírsele de tanta verdad. ¿Había médicos entre los cubanos? Hmmm, había, sí… algunos. Pero eran profesionales, estaban bien, pusieron sus trabajos, sus negocios. Querían trabajar. Había gente que no. Algunos se empataron: peruanos con cubanas; cubanos con peruanas. »Yo a mi primer marido lo conocí por andar de chismosa. Una amiga me dijo: "Han venido los cubanos, vamos a ver". Allá vamos pues. Y fui. Nos hicimos amigos, conversábamos; yo le llevaba cosas, con el tiempo nos fuimos enamorando, empecé a convivir con él».

Soledad se transformó en una defensora de los cubanos, donde quiera que estuviera y aun después de casi 40 años: en el mercado, en el metro, en un hospital, en el cementerio, en Migración…

«Al principio sabes que es muy difícil llegar a un país que no conoces, que no es tu tierra. Algunos lloraban, se desesperaban. Su sueño era irse a Estados Unidos. Siempre. De ellos se encargaba la Cruz Roja, que daba desayuno, almuerzo y comida; útiles de limpieza, jabón, pasta dental… La comida peruana no la conocían los cubanos, no les gustaba, y cuando se la llevaban, tenían que "arreglarla". En ese tiempo no se trabajaba, era la cuarentena. Muchos peruanos empezaron a llevar ropas, alimentos. Empezaron a ayudar, pues». Ahora que llenan las calles de Lima emigrados venezolanos, dice que los mira y lo que está viendo, en realidad, es a los cubanos. «Yo admiro del venezolano que es bien trabajador. El cubano no era tan trabajador cuando llegó aquí; se acostumbró a lo fácil, a que le dieran todo fácil en Cuba. »Han llegado cubanos nuevos, sí. Hace poco llegaron dos y les dimos frazada. Ayudamos a los que vienen. »Llegan de Cuba y ya te están preguntando cómo es para irse a Estados Unidos. No han salido los que llegaron en el 80 y ya tú que llegaste ayer quieres salir, pienso. Esa es la gracia que me da a mí. Algunos lo han perdido todo porque los han estafado en viajes larguísimos. Acabados de llegar ya quieren irse, sin saber de aquellos días cuando todos [los cubanos] se preguntaban qué voy a hacer hoy día. Que estaban durmiendo y ya estaban pensando en el otro día, en qué inventar para poder comprar las cosas que necesitaban. Casi todos se defendían vendiendo cocadas. Hubo quienes encontraron peruanos posicionados y salieron adelante». Para llegar a Los Cubanos de Villa Salvador se necesita una tarjeta de metro, en la única línea que existe en Lima. De la Estación de la Cultura, te mueves al extremo oeste y bajas en la última estación. Ahí te esperan unos carritos de tres ruedas; el conductor adelante, dos plazas atrás de un sol con cincuenta cada una, cerrado y con ventanillas acrílicas desde las que puedes mirar un paisaje desolador por lo desértico. El polvo llena el espacio. Hay basurales, enormes rastras y camiones depositando mercancías, un hospital, carteles lumínicos empolvados anunciando negocios privados de poca monta. Al llegar a la esquina de Los Cubanos, una iglesia cristiana pentecostés, templo Bethel que pone en letras blancas: Pachacamac-Cubanos, precisamente, porque ese ha sido desde el tiempo de los incas el nombre de este desierto.

Se dobla una esquina y un poco más abajo están Soledad, Mercedes, Pupy, en ese orden.

Soledad una cubana en Perú. Luego de los sucesos del 4 de abril de 1980 y la salida de muchos por el puerto del Mariel —de acuerdo con el testimonio del diplomático peruano César Jordán Palomino—, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) estableció contacto con su gobierno y otros, a la expectativa de que pudiera generarse una emigración organizada de cubanos aún renuentes a abandonar la sede oficial de Lima en La Habana. La negociación diplomática, una vez aliviada la presión y con dicho apoyo, permitió esta emigración, en varios contingentes, durante los siguientes dos meses.

«Al principio recibíamos dinero de USA, mandaban donaciones para los colegios mientras estuvimos en el programa de Naciones Unidas. Pero ya la comisión no existe. La ONU había comprado estos terrenos para los cubanos. Los peruanos se quejan porque piensan que el gobierno peruano fue el que dio las casas, pero no saben que fue la ONU» —cuenta Soledad.

Accede a mi pedido y trae el Contrato de Comodato No. 5514861, expedido por la República Peruana por el valor de 500 soles a nombre de don Andrés Padrón López, con carnet de extranjería No. 50636.

El terreno, de 100 metros, se le otorgó en condición de préstamo de uso o comodato por parte de la Comisión Católica de Migración, agencia del Acnur, con domicilio en Jesús María. Se les daba, en primer lugar, porque la Comisión Católica Peruana había adquirido los terrenos «en propiedad con fondos proporcionados por el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados y con conocimiento y autorización de la Comisión Multisectorial, creada por resolución del 8 de abril de 1983 para solucionar el problema de los refugiados cubanos ubicados en el Parque Zonal Tupac Amaru».

Tenían al inicio los terrenos «por un plazo de cinco años contados a partir de la suscripción del contrato a fin de que lo usaran como vivienda» y se les prohibía «transferir la posesión del inmueble que se le presta, cualesquiera sea la forma o modalidad que lo haga bajo pena de rescisión». Este tipo de propiedad similar al usufructo pretendía ser un aliviadero de cinco años máximo, hasta el traslado definitivo de los cubanos a USA. Mientras estoy grabando, haciendo preguntas, Pupy le pide a Mercedes un poco de sal. Y Soledad me cuenta que va a hacer una chocolatada para los niños descendientes de cubanos, va a darles juguetes. Mercedes, la vecina, es una cubana que cruzó la línea hacia la «escoria» a los 22 años. Tienen tres hijos pequeños y uno más, en el vientre. En segundos, mientras se caía el mundo bajo la lluvia, tomó la decisión de su vida… «Iba a despedir a mi esposo, que se iba a meter en la Embajada del Perú, y en ese momento de los abrazos, extendieron la cinta de los que se iban. Un suponer: la cinta llegaba hasta aquí [señala al suelo, sus pies detrás de la cinta], y de un momento a otro ampliaron y yo quedé del lado de la "escoria". Ahí me quedé, con mis hijos, con mi embarazo».

Así estuvo todos esos días en la Embajada, con apenas un almuerzo diario que proporcionaba el gobierno cubano, pero en su caso con prioridades. Un hijo se le enfermó en esos días; lo trasladaron a urgencias. Cuando llamaron para anunciar la partida, arrancó el esparadrapo del brazo del hijo con lo que fuera le estuvieran suministrando. Y fue una de las primeras en llegar.

Mercedes no va a contar esto así por así. A Mercedes ya le cansa repetir «el mismo cuento» que vinieron buscando, tantas veces, otros periodistas. Está harta de hablar de este tema que es, en definitiva, su vida. Del cielo gris de Lima ni una palabra más.

Si le preguntas su apellido, va a contestarte: «Mercedes. Pelao». Ha pasado tanto tiempo, que bromea con casi todo. «Pon así —me dice—: Mercedes Pelao». Y yo pongo Pelao aunque sé que su apellido es Álvarez y que, a estas alturas, no obstante, se cuida de posibles represalias contra su familia en Cuba. Cada dos años visita su país de origen, el lugar que sigue llamando patria, Mercedes, esta mujer de 61 años que no cuenta de qué se enfermó su hijo hace 40; enfermera, aunque también lo guarde. Menciona par de términos técnicos, pero dice que eso hay que practicarlo o de lo contrario se olvida. Mientras hablamos, entra y sale Pupy, entra y sale la hija que se va a casarse pronto. Probablemente no esté incluida en la estadística de 1098 migrantes cubanos que registra Perú en 2019 —según datosmacro.com.

Los hijos. «Tengo hijos peruanos e hijos cubanos» —dice Mercedes, quien a los dos años de haber llegado a Perú se separó del padre de sus primeros hijos, y se unió con Pupy, quien en realidad se llama Ángel González y llegó a Perú el 3 de junio, luego de pasar hambre, sueño y necesidades fisiológicas insatisfechas durante casi tres meses. «Nosotros éramos la resistencia —dice Pupy—, los últimos que salimos de La Habana, de 10 800 que estábamos allí».

En realidad, 10 mil 834, para ser fieles a las cifras de la Embajada de Perú, correspondientes al día 4 de abril de 1980. Para tener una visión de cómo era la situación —recordó el entonces embajador Pinto-Bazurco al periódico El Comercio— basta saber que había cinco personas por metro cuadrado, señal de una enorme presión social y una enorme necesidad por salir del país. El Pupy que dejó El Vedado en 1980 para buscar lo desconocido —y que terminó siendo, primero, el Parque de La Videna y luego Los Cubanos de Villa Salvador—, no se fue a Estados Unidos aunque oportunidades tuvo. Se aplatanó al conocer a Mercedes y eso de no asentarse ya le estaba poniendo la cabeza mala. «De Cuba para La Videna; de La Videna para Villa Salvador; ¿de Villa Salvador pa’ Estados Unidos cruzando cuántas fronteras? ¿O esperando cuántos papeles…? No. Ya me quedé aquí y punto».

Pupy fue desde albañil hasta chofer de guaguas, empleado de ricos a los que les hacía los mandados: pagaba recibos de servicios, iba al banco. En la primera etapa en Villa Salvador, cuando era albañil, cobraba y le entregaba el dinero a su mujer; dejaba para él 10 soles con los cuales pagaba una ronda de cervezas. Después de eso, contento, regresaba a casa.

Ahora Pupy mantiene como tono de su móvil el himno de Bayamo, como fondo de pantalla la bandera. Y en su altar la Virgen de la Caridad del

Cobre. En una repisa, donde se echa el gato, fotos de sus hijos y sus viejos, y credenciales y diplomas propios. De la emigración cubana hacia Perú en 1980, estas personas guardan memoria de algo en especial: «Vivíamos esperando el mañana. No vivíamos el hoy en Perú por estar esperando en cualquier momento el mañana en Estados Unidos —cuenta Mercedes—. Hubo un tiempo en que no mandábamos a los niños al colegio porque nos íbamos a USA, no comprábamos muebles; no nos asentábamos porque mañana nos íbamos para USA. No vivíamos». Si no quiere hablar —dice— es porque siente que hubo mucha traición de los políticos cubanoamericanos. De cómo los traicionaron no da pruebas, pero es tiempo de que salga a la luz la verdad sobre el destino de los que no llegaron a USA: no los dejaron llegar. «Nuestras visas se las dieron a otros que las merecían mucho menos. Fueron vendidas». Ella —dice— representa «la muerte de un ideal y de una causa». La muerte lenta del sueño americano.

Aunque para las generaciones de sus hijos y nietos hay un sueño americano; uno vivo pero que a la larga es otro. Su hijo El Chino Durruty Álvarez, traído a los dos años, criado por Pupy que no es su padre biológico, tiene vivo el sueño americano. Está haciendo los papeles para que su padre biológico lo saque. « ¿Pero yo no te digo que soy un caso? Ahora es que estoy haciendo los papeles. Mi papá verdadero me va a sacar» —comenta por lo bajo, sin dejar de decir lo buen padre que ha sido Pupy para él y sus hermanos.

La relación es desenfadada. Pupy le dio sus primeros soles para que saliera con chicas y esas cosas. Tiene 42 años el mulato chino, aunque parece más joven. Es zalamero y tampoco deja de decirme que está loco por ir a Cuba, que ha vivido todos estos años en Cuba sin pisarla. Dice acá, ahorita, pues… pero se ha criado entre cubanos, su acento está más cerca del cubano. «Estoy loco por ir a Cuba, pero para eso tengo que ir primero a Estados Unidos. Nunca he estado con una mujer de mi tierra. Yo tengo que hacer eso antes de morirme». Los hijos del primer matrimonio de Soledad están en USA. «Willy Chirino vino y se llevó a los niños de cubanos a conocer Disney. Entre ellos estuvo mi hijo "Yorch" (así dice Soledad para referirse a Jorge), mi tercer hijo. Tenía siete años. Él está ahorita en Estados Unidos, lleva cinco años allá. Tengo otro hijo, el segundo, que lleva 16 años allá. Yo me he quedado con él —señala al muchacho sentado en la sala— y con mi hija mayor que vive acá conmigo.

»Hace pocos meses estuvo mi hijo acá. Está casado con una cubana, la conoció en Estados Unidos. Ella sí va a Cuba bastante».

El muchacho interrumpe este dato colateral. Se llama Isaac Fernández Torres, y está sentado en la sala. Mueve de forma pausada la mandíbula para decir: —Yo tengo a mi hermano que está allá en Cuba, pero tengo miedo a ir allá. Quiero conocer a mi familia, pero lo que quiero es estar un tiempo aquí e irme con mis hermanos a Estados Unidos. El muchacho pronuncia Estados Unidos y se dirige a su madre:—¿Como cuántas veces has pedido la visa? La madre salta: —A la tercera va la vencida. Esta vez sí me tienen que dar la visa.—Es que es mucho papeleo —dice Isaac—. A mi mamá también pensaron llevársela pero no hay papeles. Te piden muchas cosas.

Su mamá, que cuenta bien sus 59 años, aún no regresa a sus 20. Ahora que es abuela, bisabuela, ve la vida en términos familiares. «Yo no voy a trabajar ni a quedarme sino a visitar a mis hijos y nietos. Tengo un nieto en USA, dos en Italia, y un bisnieto. Ya tengo bisnieto también ya».

Los muertos. «La familia Padrón López es la de mi primer marido. Un día sin querer queriendo encontré a mi cuñada de Cuba. Ahora yo la llamo, ella me llama» —dice Soledad. —¿Cuba? Yo sí quisiera conocer Cuba —dice Isaac. Y recalca la madre: —Cuba para visita, sí; para vivir, no. —Las calles, las playas… Playas más que nada. Me han contado siempre de Varadero que es bien bonito, de la gente que es bien alegre —detalla Isaac. Soledad prepara el almuerzo y habla. La televisión está puesta. El ventorrillo que tienen en la entrada de la casa también está funcionando. La mujer hace todo a la vez. Tiene prisa pero habla: «Los cubanos que están aquí mantienen la alegría, sí. Juegan dominó, hacen comida cubana, toman. Los 31 de diciembre, no. Es cada cual en su casa. Depende de la familia. Ese día se visten de blanco para esperar el Año Nuevo. »Los hijos de cubanos tenían derecho a recibir la ciudadanía cubana. Mis hijos mayores, como casi todos los chicos de acá hijos de cubanos, se la han hecho. Y se han ido a USA como peruanos y allá se acogen a una ley que ahorita no está, pero antes sí».

Soledad se refiere a la Ley de Ajuste Cubano y su política complementaria de «pies secos, pies mojados». Esta última es la que ya no existe, debido a las negociaciones finales entre el gobierno de Raúl Castro y el de Barack Obama.

Isaac, hijo menor de Soledad, nacido en 1996, sin embargo, no ha podido hacer trámites para acogerse a esta ley porque trae un mal precedente de fondo. «Mi papá se separó de mi mamá cuando yo tenía cinco años por ahí. No era de hablar mucho de Cuba, ¿no, Mami…? No le gustaba hablar de Cuba. Él trabajaba vendiendo ropa, zapatillas. En Gamarra». —No le gustaba trabajar para nadie —interviene Soledad—. En Cuba era zapatero. Aquí trabajó en La Cachina [mercado informal]. —Y nunca quiso hacer los papeles, ¿eh, Mami? —No, cuando se decidió… vino la desgracia. Faltando una semana para que le entregaran sus documentos le dio un paro y se murió. Él quería traer a su hijo.—A mi hermano. —No había hecho los papeles por dejadez y porque no tenía dinero. Y como no renovó a tiempo su estatus, era muy costoso. Cada dos años hay que renovarlo y como a él se le habían acumulado varios años, era costoso. Con él vivimos acá cinco años. —Con mi hermano sí me comunico —dice Isaac—. Pero hace unos meses que no mucho. ¿No es buena la conexión en Cuba? —Es cara y difícil —respondo. —¿Y todavía tienen los parques a los que va la gente a hablar por teléfono con la familia y los amigos? —Sí, existen todavía los parques WiFi. — ¿Al padre de Isaac cómo lo conoció? —Lo conocí en el parque también, vivía por aquí. Era amigo de mi esposo. Mis tres hijos estaban chiquitos. Él me ayudó y me quedé con él. Cuando mi hijo con él tenía seis años, me quedé con mi hijito. Ya no me casé más. Ya estoy curada —sonríe—. Ahora son mis nietos, mis hijos. Cuatro hijos, ocho nietos, un bisnieto. Repartidos entre Perú (Lima y Ayacucho), USA e Italia.

Isaac escucha todo esto. Interviene a veces; otras, mantiene silencio. ¿Visitas la tumba de tu padre? —le pregunto. —Sí, a veces. —Mira ahí la foto de su padre —dice Soledad y señala a uno de los dos muertos que tiene en su sala, con vasos de agua y otros recuerdos.

Soledad pestañea y pica alimentos al mismo tiempo. Camina rapilento, si es eso posible, y apunta algo que, pareciera, tenía ahí a punto, a punto de quedar en el olvido: —Desde el 85 vinimos a vivir acá. —Era un módulo hasta acá, ¿no, Mami? —pregunta el muchacho. —Sí, era esto —señala poco más de una sala y un comedor—. Acá era cuarto, baño, todo. Nada de esto estaba. Todo era arena. 100 metros, pero de arena. Esto es desierto. Luego podías construir. »Mi hijo hizo mi casa —termina por decir—. Después, ya trabajando en USA, mi hijo vino y me dijo: "Construye la casa". »Algunos emigrados sí quisieron regresar a Cuba, pero la mayoría… [Hace un gesto de negación]. Al principio había viajes. Se fueron grupos a Estados Unidos, a Costa Rica. Algunos se fueron por las familias que los ayudaron, otros se fueron ilegales. La ilusión de ellos era siempre Estados Unidos. Me acuerdo cuando vino Toni Varona y dijo que los iba a sacar. Muchos vendieron sus cosas, lo poquito que tenían y cuando fueron a la embajada ellos [las autoridades] vieron que había cantidad de gente. »Había de todo. Vinieron delincuentes y aquí se metieron en drogas, en robos. Al principio era feo. Pero ahorita quedan pocos cubanos. Queda más la fama. Nos pusieron que los cubanos eran delincuentes; ya no, ya está tranquilo, ha cambiado bastante. Ahorita los que quedan son hijos y nietos de cubanos. El mecánico también es cubano, y el de acá arriba de la esquina, los de al lado… Son contados los que quedan. Pero los de los 80 muchos murieron por enfermedades. »Gracias a Dios, los que se empataron con peruanos o peruanas tenían acceso al seguro. O por medio de sus hijos, si ya tenían hijos peruanos podían acceder al seguro. Pero algunos no tenían seguro y tenían que pagar. Sobrevivían vendiendo cocadas y tamales». — ¿Tú eres periodista? Aquí había una periodista, la China… Siempre estaba buscando noticias acá. Ella tiene sus años ya. —Sí —respondo—. ¿Puede sentarse para que hablemos mejor?—No, espera, es que estoy haciendo…

Soledad camina hasta la cocina. Echa a sofreír los ajos que había estado pelando. Con destreza pica, velozmente, la cebolla. Da un giro a la conversación…

«La Comisión Católica ya nos dejó a cada uno por nuestra cuenta. Y no están en condición de refugiados, tienen que valerse por sí mismos. Han pasado muchos años y hubo cubanos malos que maltrataron a un cura, y luego la comisión se desentendió. No como antes, que moría un cubano y mandaban hasta el cajón, y directo para el cementerio de Los Cubanos en Villa Salvador. Ahora tienes que arreglártelas con el muerto, te dicen que no hay sitio. Tampoco queda espacio en el cementerio y hay que enterrar en el de Villa María.

»Cuando se murió el padre de mi hijo menor, lo mandaron a ese cementerio, que está rodeado de casas, es un cerro… inmenso. Te pierdes. Si están en tierra, los muertos son muy difíciles de encontrar. Yo no tengo dinero para sacar un muerto».

Pupy mira al cielo y me dice: «¿Para qué yo voy a ir a Cuba a estas alturas, para qué yo voy a ir a Cuba con 500 dólares? Porque con mil, dos mil, tres mil, no puedo. Yo nunca he tenido ese dinero. Y en Cuba tengo hijos, nietos, bisnietos, todos con necesidad. ¿Qué yo voy a llevar? Y si no voy a llevarles nada ¿pa’ qué voy a ir? No… »Yo me voy a morir aquí». Fuente: Darcy Borrero Batista Portada, Isla Adentro.

Percasita11@yahoo.es

 



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Edgar Perdomo Arzola

Analista de políticas públicas.

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