Esa vida, tranquila y libre

Así transcurría esa vida, tranquila y libre del Comandante, y él la quería y quería ese su querer. ¿Qué otra cosa era su "manifiesto" el socialismo, en el fondo, sino la manifestación continua de que su existencia afirmaba la vida en todos sus detalles, afirmación de la presencia, de la naturaleza, del pueblo y de sí mismo? En todo veía lo viviente, siempre igualmente digno de ser amado, y, si lo aceptaba y admiraba en todas sus formas, no fué sólo por ello mismo, sino para elevarse personalmente a través de esas formas. Su propio entusiasmo le entusiasmo le entusiasmaba y en esa pasión de existir se sentía más intensamente a sí mismo, y fué a veces verdadera embriaguez la que de él emanaba. Siempre, a cada momento, estaba dispuesto a lanzar esas llamaradas desde sus adentros. Sólo quien le haya visto en uno de esos éxtasis le conoce de veras, y esos éxtasis no eran momentos fugaces, sino que a veces se extendían como el incendio de un bosque, a través de semanas y meses enteros. Cuando volvió de Rusia y China, todo su ser era embriaguez. Y todo entusiasmo ajeno se propagaba. Quería y veía preferentemente lo positivo, lo productivo, la vida le resultaba de una riqueza sin término, y todo lo hallaba hermoso en su infinidad. Amaba no sólo a su patria, sino a Nuestra América y al mundo; amaba más el porvenir que el pasado, porque aquél encerraba nuevas posibilidades insospechadas del éxtasis y del entusiasmo; y, sin temer a la muerte, amaba infinitamente la vida, porque se le ofrecía a diario pletórica de sagradas promesas. En su sentir, Nuestra América sólo verdadero y las cosas sólo profundas en cuanto el mismo lo afirmaba, y para Nuestra América se engrandeciera y con ello se enriqueciera su propia vida, lanzaba jubilosamente sus afirmaciones y gozaba cada vez más del mundo. En esos momentos de éxtasis el hombre que se tornaba a veces apasionadamente juvenil y al mismo tiempo un patriarca profeta, y cuando entonces abrasaba con sus palabras, uno se sentía arrastrado por un torrente de fuego y la propia sangre marcaba su ritmo.

Los discursos resonaban cada vez más metálicos en la atmósfera. Se diría que tomaba las frases y las lanzaba al aire de tal modo que sus finales vibraban; la voz era cada vez más poderosa y tonante, hasta que, por último, todo en derredor era ritmo que nos penetraba hasta en la sangre. Subiendo y cayendo como una ola, su aliento ascendía y bajaba, y a veces una palabra aguda se elevaba como espuma, y la tormenta que el Comandante desencadenaba azotaba la ancha corriente de los versos y los hacía chocar con furia unos contra los otros.

No hubo misterio en torno a su manera de ser; estaba muy abierto a la clara luz de la vida, y sus rasgos, que aquí trato de reconstruir con el recuerdo, eran familiares al pueblo. Pero detrás de ellos, por así decir, en lo privado de su vida, invisible para los más, y sin embargo, inseparable de él como la sombra que, ella sola, da a una forma su profundidad en el espacio.

Apenas llamo los recuerdos de aquél tiempo bueno y grande, y ya acuden a centenares; y un enjambre infinito de días y horas, episodios y palabras, se presenta a la mirada rememorativa. ¿Cómo seleccionarlos, ordenarlos, apartar de la abundancia de experiencias bienhechoras lo inútil, las conversaciones demasiado despreocupadas y alegres, vividas con excesiva bienaventuranza como para que a afanarme por retenerlas fielmente mediante la palabra, aquellos singulares raptos de confidencia mutua?

¡La Lucha sigue, Comandante!



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Manuel Taibo


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