Las lanzas libertadoras en la guerra de independencia venezolana

“Siete mil caballos cerreros en avalancha sobre los campos,
y sobre ellos, siete mil diablos feroces,  
y en sus manos, siete mil armas de frío hierro mortal”. Lanzas Coloradas.

Desde los comienzos mismos del proceso independentista venezolano, las tropas defensoras de la república afrontaron variados contratiempos. En primer lugar estuvo la dificultad para conseguir hombres voluntarios que se incorporaran a las fuerzas militares organizadas apresuradamente esos días aurorales de la independencia. No fueron muy numerosos los casos de personas interesadas en integrar los batallones que en esos años de 1810 y 1811 se constituyeron para defender las banderas republicanas. En segundo lugar, estuvo la carencia de armas con que equipar las improvisadas tropas formadas a favor de este bando. Era tan aguda la carencia de armas que en algunos pronunciamientos de las nuevas autoridades publicados esos días, en los que se convocaba a la gente a integrarse a las milicias armadas, se solicitaba a los voluntarios traer las armas que tuvieren en sus casas. Decía uno de esos escritos: “los individuos que compongan estos cuerpos llevarán las armas que tuvieren de cualquier especie, aunque sean de palo”. (Actas del Supremo Congreso de Venezuela. 1811-1812).   

En tercer lugar estuvieron las dificultades para proveerse de alimentos, de ropas y uniformes, de calzados, de medicina, de cobijas, de pólvora, balas, municiones y detonadores. Pero entre todas esas contrariedades la que más peso tuvo fue la falta de armas de fuego. En buena medida se explica tal penuria en razón de las frecuentes trabas con que se toparon los negociadores designados por los jefes del ejército republicano para comprar armas en el exterior. A este respecto los contratiempos fueron mayúsculos puesto que los gobernantes de los países donde los patriotas venezolanos tocaron las puertas se negaron a autorizar las negociaciones con los fabricantes de armas. Las diligencias que hicieron distintos comisionados patriotas ante gobiernos extranjeros como los de Estados Unidos, Inglaterra y Francia, para lograr que estos proporcionaran armas, resultaron infructuosas. El primero arguyó la excusa de su neutralidad en el conflicto que se libraba en suelo venezolano; el segundo, aprovechó la circunstancia de su guerra contra Francia y su alianza provisional con España para rehusarse a vender armas a los independentistas; y el tercero confrontó dificultades para transarse en una negociación de venta de armas a los revolucionarios suramericanos dadas sus propias exigencias de armamento derivadas de las guerras napoleónicas. Como consecuencia de tal carencia de armamento moderno entre los efectivos del ejército libertador, se vieron estos en la necesidad de utilizar armas blancas, sobre todo machetes, sables y lanzas, por lo que buena parte de las batallas fueron enfrentamientos cuerpo a cuerpo.

Fue en el transcurso del año 1816 cuando las fuerzas independentistas recibieron por vez primera la ayuda de un gobierno extranjero. Provino de Haití, gracias a la generosidad de su presidente Alejandro Petión y a las gestiones que en tal sentido realizó Simón Bolívar, quien se encontraba desterrado en ese país desde el mes de enero de este año. Con las provisiones conseguidas, consistentes en 3.500 fusiles, 15.000 libras de pólvora, 10.000 libras de plomo, cartuchos, además de cien mil pesos, embarcados en siete goletas proporcionadas por el Almirante Luis Brión, organizó Bolívar la Expedición de los Cayos, empresa militar con la cual se reanudó la guerra libertadora en territorio venezolano, luego de las numerosas derrotas infringidas al ejército republicano por parte de las aguerridas tropas realistas jefaturadas por José Tomás Boves y Francisco Tomás Morales en el terrible año 1814. Sin embargo, buena parte de ese armamento se perdió en la confusa tragedia ocurrida en las playas de Ocumare, cuando Bolívar, luego de desembarcar en ese lugar, se vio obligado a reembarcar después de ser informado que un gran contingente de tropas enemigas se acercaba al puerto. Y fue a partir del año 1818, una vez tomada la provincia de Guayana por las fuerzas independentistas, que se empezará a recibir ayuda militar de parte de Inglaterra. Este cambio de actitud por parte de la monarquía inglesa se derivó de la culminación de las guerras napoleónicas, en cuya oportunidad Francia salió derrotada, mientras que España e Inglaterra, entre otros, obtenían la victoria. Así entonces, vencidos los franceses, la monarquía inglesa violentó los pactos suscritos con su par española y procedió a suministrar tropas y armas a los independentistas suramericanos. Estaba por delante el interés británico por desalojar a los españoles de sus posesiones coloniales en tierras americanas y conseguir así nuevos mercados para sus ingentes mercancías.         

Mientras tanto, durante la primera mitad del conflicto, la carencia de armamento significó para las tropas libertadoras tener que hacer la guerra en condiciones por demás desventajosas. Hasta 1818 la inferioridad mostrada por este bando respecto a sus rivales realistas fue demasiado evidente. Estos últimos dispusieron en este tiempo de infantería, artillería y caballería muy superior en número y efectividad. Evidencia de ello fueron los fracasos de la Primera y de la Segunda República, además de las contundentes derrotas sufridas por las distintas divisiones del ejército libertador durante los años que van de 1813 al 1815. Incluso hasta 1818 las tropas patriotas comandadas por Mariño, Páez y Bolívar fueron vencidas en numerosas oportunidades por los batallones del ejército expedicionario a cargo de Pablo Morillo.

Lo que pasaba con la causa independentista era que ésta carecía de apoyo popular. Aquí residía la debilidad estructural de la empresa republicana en esa primera mitad del conflicto. Por tal divorcio entre el proyecto independentista y el pueblo raso fue que a los libertadores se les hizo demasiado difícil levantar una república sobre bases firmes ese primer lustro del conflicto. Lo intentaron pero fracasaron en dos oportunidades. Y así, mientras sufrieran el rechazo de la mayoría de la población la independencia sería imposible. Esa población batallaba detrás de las banderas realistas con mucha razón, pues había sufrido durante trescientos años de colonialismo los vejámenes y atropellos de los propietarios de tierra criollos, los mismos que ahora levantaban las banderas de la república y de la independencia de España. Y por ello, durante un buen trecho de la guerra, tales víctimas de los amos blancos se colocaron a favor del bando realista buscando así cobrarse las afrentas infringidas en su contra por quienes ahora querían romper los lazos coloniales con la monarquía ibérica. La consigna enarbolado por los miembros de las mal llamadas castas fue la de muerte a los blancos. De manera que, desde la perspectiva popular no era ésta una guerra por la independencia nacional sino una guerra por la libertad particular, por el acceso a la tierra, por la justicia social. Era entonces una guerra de contenido social, una guerra de las víctimas contra los victimarios, de los oprimidos contra sus opresores, de las castas contra los blancos. Y casi que desaparecieron estos últimos como resultado del conflicto. Sobrevivieron al final unos pocos de ellos, como había sucedido en Haití, algunos años atrás.  

Así entonces sin respaldo popular y sin armas de fuego con que combatir era bien remota la posibilidad de obtener una victoria definitiva sobre los enemigos realistas por parte de los jefes patriotas. Derrota tras derrota fue lo que recibieron Francisco de Miranda, José Félix Ribas, Simón Bolívar, Santiago Mariño y Juan Bautista Arismendi, entre otros, en estos años del conflicto. En carta dirigida a Luis López Méndez, agente de la República en Londres, Bolívar identificaba la carencia de armamento como una causa de las causas principales de las derrotas sufridas por el ejército Libertador. Decía al respecto: “excepto Cartagena, todos los demás puntos de América que han vuelto a la servidumbre deben su ruina principalmente a la falta de elementos militares; que Venezuela no es libre hoy (es) porque ha carecido de los mismos elementos en las circunstancias más urgentes y decisivas” (Angostura, 20 de agosto de 1817).
Debido a las dificultades para lograr que los fabricantes y vendedores de armas las suministraran a los independentistas hubo entonces que recurrir a distintos medios para obtenerlas: comprarlas a contrabandantistas, robar algunas en depósitos de armas enemigos, arrebatárselas a soldados del bando contrario caídos en batalla, o improvisarlas, como fue el caso de las temibles lanzas utilizadas por las tropas montadas a caballo.

Esa penuria de armas de fuego fue uno de los factores intervinientes en la conversión de la caballería en el componente más determinante en el resultado de las batallas libradas en suelo venezolano. Otros factores fueron, en primer lugar, la existencia de gran cantidad de caballos realengos en los llanos venezolanos; en segundo lugar; el hecho de haber sido las planicies llaneras el escenario donde con preferencia se libraron las batallas de esta guerra; y, en tercer lugar, estuvo la casi inexistencia de divisiones artilladas en los distintos bandos. Se utilizaron cañones en la guerra venezolana pero en número tan reducido que no significaron mucho peligro para los cuerpos de caballería que en los campos abiertos diezmaban con bastante facilidad las tropas de infantería.

José Tomás Boves fue el primero jefe militar en hacer de la caballería el componente más numeroso y más efectivo de la guerra venezolana. Logró acaudillar un contingente de efectivos a caballo compuesto de varios miles de hombres. Eran tantos los hombres dispuestos a seguir al terrible asturiano que, en ocasiones, cuando salía derrotado en alguna contienda, de inmediato se iba a los pueblos llaneros donde reclutaba en pocos días otros miles de hombres, con ellos rehacía sus tropas y regresaba al combate. El secreto suyo para lograr convertirse en el caudillo de estos valientes soldados lo describe muy bien Francisco Tomás Morales, su compañero de lucha. Escribe Morales al respecto: ”Boves tuvo la fortuna de penetrar los sentimientos de los llaneros, gente belicosa que es necesario saberla manejar. Comía y dormía con ellos. Tenía “un no se qué”, que les atraía su simpatía. Los dominaba con imperio. Llegó a mandar 19.000 hombres, de los que podía presentar en una acción 12.000” (En Vicente Lecuna: 1960; 209).

Luego de su muerte ocurrida en la población de Urica, en diciembre de 1814, pero sobre todo en razón de las medidas tomadas por Pablo Morillo, una vez desembarcados en Venezuela en 1815 los efectivos de la expedición pacificadora, ocurrió una migración masiva de esas tropas llaneras hacia el bando republicano. Al Pacificador le causaron muy mala impresión esas tropas variopintas que en Venezuela hacían la guerra a nombre del rey español. Se avergonzaba de las tropas que aquí defendían las banderas realistas y consideraba que tales efectivos no merecían representar al rey en esta guerra, pues en su gran mayoría eran hombres de piel oscura, antiguos esclavos, gente del común. Así mismo, eran indisciplinados, no vestían uniforme, peleaban descalzos, casi desnudos, sus armas preferidas eran las lanzas, los machetes y los cuchillos. Cuando presentaban batalla no se distribuían según las reglas de la guerra conocidas en Europa. Aceptaban como jefe solo al más valiente de ellos, no al que vestía el uniforme más vistoso, ni al que ostentaba más charreteras en sus hombros, además que su guerra era contra los blancos, fueran estos realistas o patriotas.

Ante tan compleja y difícil realidad lo que se le ocurrió a Morillo fue licenciar una buena parte de esas tropas, otra parte la envió a pelear fuera del territorio venezolano, y apenas una pequeña cantidad la dejó consigo; además de remover a los jefes de dichas tropas. Y así fue como aquel aguerrido e invencible ejército levantado por José Tomás Boves, gracias al cual el bando realista estaba ganando la guerra a los patriotas, llegó a su fin. No fue vencido por sus contrincantes, sino que fue disuelto por un arrogante jefe español, recién venido a América. Con sus medidas cometió un craso error, pues a partir de este momento esta gente, acostumbrada a hacer la guerra, no se iría a cultivar un conuco en algún monte venezolano, tampoco se emplearía como peón en alguna de las arruinadas haciendas del país, ni mucho menos regresaría a su anterior condición esclava, sino que continuaría haciendo lo que en aquel momento venezolano era la actividad más atractiva: la guerra. Pero como no eran aceptados en el ejército español de Pablo Morillo, se buscaron otro "Taita", igual de valiente y arrojado como Boves; se buscaron a José Antonio Páez, el Centauro de los llanos, quien ya por el año 1815 gozaba de cierta celebridad gracias a su valentía, su don de mando, su pericia con la lanza y su habilidad guerrera, con la diferencia respecto a Boves que Páez era republicano y como tal partidario de la independencia.

De manera que fue así como el ejército patriota vio engrosar sus filas con las tropas de los aguerridos llaneros, antiguos esclavos, negros libres, mulatos, zambos e indios. Y a partir de entonces el ejército libertador se vistió con el variopinto uniforme de la caballería, cuyas erguidas armas se encimaban sobre las cabezas de las tropas, provocando gran pánico en los enemigos, conscientes que se avecinaba sobre ellos segura y espantosa muerte.
Por esta y otras razones, ya para la segunda mitad del conflicto, las condiciones del mismo dieron vuelta a favor de los libertadores. Los cambios ocurrieron de forma progresiva. Desde el punto de vista militar los ejércitos se fueron equilibrando tanto en número, en equipamiento, como en destrezas militares. Además, Guayana y Margarita pasaron bajo dominio de los republicanos, mientras que en los llanos de Apure y Barinas, Páez y sus tropas se enseñoreaban con relativa facilidad sobre sus enemigos. Otro factor incidente en este sentido fue la unidad de mando finalmente reconocida por la oficialidad republicana en la persona de Simón Bolívar. Y, sin duda, la victoria obtenida por Manuel Piar y sus tropas en la batalla de San Félix, el 11 de abril de 1817, gracias a la cual la provincia de Guayana pasó a manos de los libertadores, constituyó un acontecimiento de mucha influencia en la evolución cambiante de la guerra.  

La incorporación de los combatientes llaneros al bando de los libertadores significó que se sumaran a este sector los mejores soldados intervinientes en esta guerra. Tal soldado llanero reunía condiciones extraordinarias que hacían de él un combatiente por demás temible: fortaleza física obtenida durante toda una vida de trabajo exigente; resistencia ante la adversidad, ante las carencias, ante las dificultades; valentía inigualable adquirida a través de constantes años de batallar en defensa de su sobrevivencia; experticia probada para cruzar a nado ríos crecidos y caudalosos; maestría en la montura de caballos y mulas; destreza en el manejo de la lanza y del machete, y conocimiento a fondo de la geografía llanera. Fueron trescientos años de formación en este duro menester, cuando obligado por las circunstancias adversas impuestas por el orden colonial, tuvo que aprender a sobrevivir en estos lugares apartados del territorio llanero, huyendo de las persecuciones de los señores gobernantes y propietarios.

En los llanos habitó entonces durante mucho tiempo gente enemistada con el orden colonial. Los indígenas, que huían de la crueldad del conquistador español y de la servidumbre impuesta sobre ellos; los negros africanos, que huían de la ignominiosa esclavitud; los mulatos, zambos y mestizos, que huían de la discriminación y desprecio hacia la gente de su clase prodigada por los criollos blancos. Es decir, gente resentida con las clases dominantes de la época, que esperaban algún momento propicio para cobrarse las afrentas sufridas, momento que llegó con la guerra de independencia

Fueron miles de hombres y mujeres los que se refugiaron en esos alejados e inmensos parajes. Allí consiguieron comida en abundancia, proporcionada por los numerosos ríos y riachuelos que cruzan el territorio, así como por sus extensas sabanas, abundantes de ganado vacuno y otros animales de la fauna silvestre. De manera que al iniciarse la guerra en tierras venezolanas muchos de estos habitantes de los llanos se lanzaron a las batallas como integrantes de las tropas que peleaban en contra de sus persecutores, de esos que los habían obligado a huir y refugiarse en esos apartados sitios llaneros. Pero pasados varios años, como dijimos, esas tropas ya expertas en las faenas de la guerra, se sumaron al bando de los libertadores y con ello contribuyeron a cambiar las condiciones del conflicto.     

Relatos de la época describen el aspecto que presentaban esos soldados en esta primera etapa de la guerra, cuando la desnudez, la escasez de provisiones y la pobreza de armamentos eran características sobresalientes entre los hombres integrantes de tales tropas. Dice uno de esos relatos: “En cuanto a armas iban muy mal provistos, pues muy pocos las llevaban. Algunos tenían mosquetes con bayonetas; otros carabinas; casi todos solamente lanzas. Pero su arma favorita era el machete que, sin lugar a dudas, resultaba en manos de aquellos hombres la más mortífera de todas; (era) gente de aspecto feroz y salvaje a quienes los avíos militares no humanizaban ni mejoraban. Montados en bestias famélicas y agotadas (…) Muchos sin calzones, ropa interior u otra alguna, excepto una faja de paño azul o de algodón por los ijares, cuya puta pasaba por entre las piernas sujetándola al cinturón. Otros llevaban pantalones pero sin medias, zapatos ni botas y generalmente con una sola espuela. Algunos llevaban una especie de sandalia con el pelo hacia afuera. Sujetan las riendas con la mano izquierda y en la diestra llevaban una vara de ocho o diez pies de largo con una lanza de hierro muy afilada en la punta y en los bordes, más bien chata, que tiene la forma de la alabarda de nuestros sargentos” (Hippisley, 1819). Cuando no se conseguía el metal con que preparar la cortante punta se procedía a afilar muy bien uno de los extremos de la vara para luego someterlo al fuego. Así adquiría la punta una enorme dureza, capaz de penetrar, sin romperse, los cuerpos de los soldados enemigos que se enfrentaban a esta rudimentaria pero poderosa arma.

Uno de los legionarios ingleses venidos a Venezuela a hacer la guerra al lado de Bolívar nos dejó otra descripción de la soldadesca llanera. Dice éste: “La indumentaria del llanero es pobre (…) tienen una notable agilidad y ejecutan cualquier maniobra con una rapidez prodigiosa; su única arma es la lanza, una lanza que tiene de 9 a 11 pies de largo, fina cimbreante pero extremadamente fuerte, no se parece en nada a la que usa la caballería europea; es más bien como la cuchilla de una enorme navaja en cuya punta hay un acero cortante y bien templado, la sujetan a la muñeca con trenzados de cuero como de ocho pulgadas de largo; podríamos decir que el llanero nace con la lanza. De niño, los padres les fabrican pequeñas lanzas con las cuales, a fuerza de jugar, se van adiestrando (…) El montar a caballo es para los llaneros una segunda naturaleza; las marchas interminables que hacen los convierten en la más resistente caballería del mundo. Los caballos que montan están tan adiestrados que parece formar un cuerpo con su dueño, de suerte que la menor indicación del jinete basta para advertirlos de la maniobra que deben realizar (…) La sagacidad de uno se anticipa al deseo del otro” (Parra Pérez, en Acosta Saignes, 1983; 183).  

La táctica militar de los llaneros a caballo cuando se enfrentaban a sus enemigos “consiste en dar repetidas cargas con la mayor furia a lo más denso de las filas enemigas hasta que logran poner en desorden la formación y entonces destrozan cuanto ven en torno suyo” (Páez. Autobiografía. 1946; 149). Estos ataques causaban grandes destrozos en la infantería enemiga, cuyos efectivos muy poco podían hacer ante las arremetidas de esa conjunción infernal de bestia, hombre y lanza, embistiendo a gran velocidad. La ventaja de la caballería sobre los demás cuerpos militares consistía en su rapidez de desplazamiento. Tal rapidez impedía a los miembros de la infantería recargar sus armas luego de hacer el primer disparo. Ese momento era aprovechado por los hombres a caballo para abalanzarse y ensartarlos con sus lanzas.

La caballería se organizaba en escuadrones integrados por unos cien hombres, y tres escuadrones formaban un regimiento. Su arma favorita, la lanza, era fabricada de una vara de madera flexible, cuya medida variaba entre tres y cuatro metros de largo. Montados en sus caballos los lanceros fijaban las riendas encima de sus rodillas y con éstas guiaban el animal. A su vez, con las manos libres manejaban a discreción las puntiagudas armas, y cuando lograban enfilar con precisión contra un enemigo puesto bajo su mira, que se aproximaba en sentido contrario, con la fuerza del empuje que llevaba su montura era tal el golpe con el que impactaban y atravesaban su cuerpo que este se levantaba varios centímetros por encima del suelo o de la silla según fuera el caso. La herida provocada por la lanza dejaba un boquete de varios centímetros tanto a la entrada como a la salida. El empuje que traía el caballo y el hombre hacía que la lanza al penetrar rompiera todo a su paso: carne, vertebras, ligamentos y órganos vitales. La muerte se producía en medio de agudos dolores, luego de pasado un tiempo prudencial. Casi nadie sobrevivía a una herida causada por estas armas.   

Veamos a continuación una épica descripción de un enfrentamiento entre la caballería realista y la republicana, en palabras de Eduardo Blanco. Dice el autor de Venezuela Heróica: “Las encontradas lanzas se dan violento choque; la fortuna nos halaga un instante; retroceden envueltos los jinetes realistas, e ilusionado con aquella ventaja, trata el Libertador de acrecentarla desplegando por uno de los flancos de Morales el batallón Aragua; pero apenas este cuerpo, estacionado en una altura, baja veloz y se aventura en la llanura, cuando de súbito, cual si la tierra se abriera y arrojara de su convulso seno millares de fantasmas, surge la oculta caballería de Boves, en número de 4000 jinetes, que arremeten contra el sorprendido batallón después de revolcar a nuestros escuadrones que se dan a huir despavoridos. Entre las patas de los caballos enemigos desaparece, como tragado por un monstruo, el batallón Aragua, y una sola masa, rugiente, vertiginosa, convulsiva, forman al confundirse republicanos y realistas; inútil resistir (…) La espantosa matanza, acápite sombrío de aquella inolvidable y sangrienta jornada, se ceba en nuestro campo (…) Los caballos de Boves echan por tierra cuanto les resiste: vuelcan nuestros cañones, pisotean los muertos, los heridos, los que tratan de huir y los que osados se defienden. Un batallón de Cumaná se forma en cuadro y resiste algún tiempo el bote de las lanzas; Boves en persona acude a exterminar a aquellos bravos; carga tres veces sin abatir al resistente cuadro; pero lo rompe al fin y desbarata sin dejar en pie un solo soldado (…) el degüello termina tan sangriento combate”.

En el sector de los patriotas sobresalieron como hombres habilidosos con la lanza, Manuel Sedeño, Pedro Saraza, José Tadeo Monagas y José Antonio Páez. Algunas crónicas de esos tiempos nos proporcionan descripciones de las tropas que acompañaban a algunos de estos jefes. Gustav Hippisley, coronel británico, llegado a la ciudad de Angostura en 1818, se refiere de la forma siguiente a la caballería de Sedeño: “es una mezcla de hombres de todas las estaturas y de todas las edades, de caballos y de mulas. Algunos de estos animales llevan sillas de montar, la mayoría de ellos no llevan nada. Algunos llevan bocados, otros, simples cabezadas de cuero o riendas; otros llevan cuerdas colocadas bajo las riendas que sirven como bocados. Del arzón de las sillas de montar (…) colgaban pistolas.

En cuanto a los soldados tenían entre trece y treinta y seis o cuarenta años de edad, eran negros, morenos, blancos, según su casta. Los adultos llevaban grandes bigotes y el pelo corto, lanoso o negro, según su origen; sus miradas eran feroces y salvajes, impresión reforzada por sus atavíos. Montaban animales hambrientos, malos pencos, caballos o mulas; algunos iban sin calzones, sin chaqueta, y sólo tenían como ropa un paño de tela de algodón azul, cuyos extremos se cruzaban entre las piernas y se ataban en la cintura. Otros iban calzados pero sin medias, ni botas, ni zapatos, y casi todos llevaban espuelas de un solo lado; algunos calzaban una especie de sandalias hechas de cuero con el pelo hacia afuera. Llevaban las riendas en la mano izquierda, y en la derecha un palo de ocho a diez pies de largo con una moharra de hierro en la punta, casi aplastada, muy aguda y filosa, parecidas a las alabardas de los sargentos ingleses. Una cobija de aproximadamente sesenta pulgadas  cuadradas, con un hueco, o mejor dicho una abertura, en el centro, por la cual se mete la cabeza, cae sobre los hombros y les cubre el cuerpo, quedando holgada en los brazos y dejándolos perfectamente libres para manejar el caballo, la mula y la lanza; a veces un viejo mosquete con el cañón recortado de doce pulgadas les sirve de carabina, y un sable ancho, un machete, o un puñal, o incluso una pequeña espada, les cuelga de la cintura por medio de una correa. En la cabeza, un sombrero de fieltro, una piel de tigre, o un gorro adornado con una pluma o un pedazo de tela, completan el uniforme de las tropas de Sedeño; así se disponen a combatir”. (Juan Uslar Pietri. Memorias de legionarios extranjeros en la Guerra de Independencia. 1991; 147-148).

Refiriéndose a las tropas conducidas por Páez, comenta el mismo cronista anterior: “La caballería de Páez es superior en cuanto a la indumentaria, el equipaje y la calidad de los caballos, a pesar de que tampoco se viten uniformemente. Estos soldados no van tan desarropados como los de Sedeño, pero unos cuantos carecen de botas, de zapatos, y no tienen más ropa aparte de su comida, elemento indispensable de su uniforme. Todos llevan calzas, o algo que se parece a unos calzones o pantalones anchos, y sus armas son las mismas que las de otros cuerpos de caballería. Algunos de los hombres de Páez van vestidos con los despojos arrebatados al enemigo (…) Páez no debe su fortuna a nadie más que a sí mismo; surgió de repente en el transcurso de la revolución, antes de la cual era un desconocido. Cuando empezó a sobresalir llegó a encabezar un cuerpo considerable, sirviendo con lealtad a la causa republicana. Su valentía, su intrepidez, sus éxitos reiterados, y la cantidad de hombres que lo seguían, lo dieron pronto a conocer. La rapidez de sus movimientos, el ímpetu con el que perseguía al enemigo cuando éste huía, las batallas en las que participó, y las conquistas que hizo ya sea colectivamente ya sea individualmente, le han valido la admiración de sus partidarios, y el terror del enemigo que se espanta al solo oir su nombre, cuando avanza por los llanos o las sabanas.

Sus soldados son otros tanto Páez que ven en su jefe a un ser superior, cuyas órdenes son acatadas ciegamente por cuatro mil valientes”. Por su parte el legionario británico Charles Brown nos ofrece la siguiente pintura acerca de Páez y sus tropas. “Este general Páez era antes un arriero de mulas pero por su arrojo y conducta valerosa fue elegido para el mando de cuatro o quinientos guerrilleros indios, fuerza que ha aumentado hasta cerca de tres mil. De ella depende por completo el éxito de la causa patriota. Están armados de lanzas toscas y deformes y montan pequeños caballos muy veloces; su único uniforme es una cobija con un agujero en el medio; llevan a veces un sombrero grande de paja, adornado con un penacho de plumas rojas y blancas. Páez es un zambo de poca estatura pero de aspecto agradable y gobierna en la provincia de Barinas. Su uniforme corriente son unos pantalones indios, delgados, que le llegan sólo hasta la rodilla, una cobija como la que se describió antes, y un sombrero grande de paja; lleva desnudo piernas y pies; equipado de este modo monta su caballo, agarra su lanza y conduce sus tropas a la carga (…) Los hombres de la provincia del general Páez son gente valiente, robusta y recia; han tomado el nombre de guerrillas (…) son las únicas tropas con quienes los realistas temen encontrarse, debido a que sus caballos son tan veloces que sorpresivamente atacan el campo enemigo durante la noche, cuando se les suponía a leguas de distancia” (Memorias de legionarios extranjeros en la Guerra de Independencia, 1991; 160).

Por su parte, Francisco de Paula Santander, testigo de primera línea en los combates por la independencia de Venezuela y la Nueva Granada, en sus Apuntamientos, nos proporciona el relato siguiente de la caballería patriota. “Durante la campaña de los llanos, de 1816 a 1818, dice, se hacía la guerra a los españoles con la caballería y muy poca infantería. La movilidad del arma de caballería, la facilidad de atravesar a nado los ríos y caños crecidos, y el conocimiento práctico del territorio, la abundancia del ganado que era el único alimento de las tropas, la carestía de hospitales, de parques y provisiones, daban a las tropas independientes ventajas considerables sobre los españoles. Los caballos y el ganado se tomaban donde estaban sin cuenta alguna y como bienes comunes; el que tenía vestido lo usaba; el que no, montaba desnudo su caballo con la esperanza de adquirir un vestido en el primer encuentro con el enemigo. Habituados los llaneros a vivir de carne sola, y a robustecerse sufriendo la lluvia, no temía la falta de otros alimentos ni el crudo invierno de aquel territorio. Nadadores por hábito, ningún río los detenía en sus marchas; valerosos por complexión, ningún riesgo los intimidaba (…) El reclutamiento se hacía siempre general, de toda persona capaz de tomar un arma; nadie estaba exceptuado. Así fue que en los combates de Yagual y Mucuritas, tenían su lanza los abogados, los eclesiásticos y toda persona que podía usarla. Hasta el año 1818 todos estaban forzados a vivir y marchar reunidos: militares y emigrados, hombres, mujeres, viejos y niños, todos se alimentaban de una misma manera, con carne asada y sin sal, y todos iban descalzos”. (En, Acosta Saignes. 1983; 185).

Otro aspecto de las tropas es abordado por el legionario británico James Hackett, quien elaboró una Relación de su experiencia en Venezuela en esos años difíciles de la guerra. En una parte de esa Relación afirma: “Los ejércitos patriotas marchan en hordas, sin concierto ni disciplina; su equipaje es muy poco más de lo que cubre sus espaldas; están totalmente desprovistas de tiendas de campaña y cuando acampan lo hacen sin regularidad ni sistema: los oficiales que los mandan van, por lo general, a caballo; también van así los soldados que pueden procurarse caballos o mulas; de estas hay gran abundancia. El principio de exterminio que rige entre las partes contendientes, hace que las batallas sean sangrientas y devastadoras (…) Los independientes despliegan en la acción gran bravura y determinación, y con frecuencia logran éxitos a pesar de su falta de disciplina, de la deficiencia de las armas y del modo desordenado de conducir el ataque y la defensa”. (En, Acosta Saignes. 1983; 187).

Lo cierto fue que a pesar de ese trasvase de tropas hacia el bando de los libertadores, todavía para 1818 sus adversarios realistas gozaban de superioridad militar, que se traducía en victorias, tales como las obtenías por ellos en las batallas de Semén, en el Rincón de los Toros y en la Laguna de los Patos. Mientras tanto en, en el sector patriota las desavenencias entre los jefes militares era un problema aun no resuelto, así como el cuestionamiento a la autoridad de Bolívar. Las derrotas militares sufridas este año por las tropas de Bolívar, Mariño y Páez tuvieron mucho que ver con esas diferencias. Un acontecimiento positivo en medio de ese piélago de calamidades fue la llegada de los legionarios extranjeros a la ciudad de Angostura a apoyar la causa independentista. La presencia de esos experimentados oficiales británicos sirvió para que El Libertador aprovechara la experiencia y conocimientos traída por ellos y conformara un ejército más profesional. Su incorporación al bando de los patriotas contribuyó sin duda a las victorias obtenidas por estos en los años siguientes. Otra noticia favorable para los patriotas este año fue la arribada a las costas venezolanas de varias embarcaciones cargadas de armas, enviadas desde Inglaterra por Luis López Méndez, diplomático venezolano encargado de hacer estas negociaciones. Con esa adquisición terminó para las fuerzas libertadoras la penuria de medios militares. Por todo ello, de ahora en adelante, acontecimientos favorables se irán sumándo progresivamente en este lado de la guerra. Uno de estos, por demás importante, fue la victoria obtenida en 1819 por las fuerzas patriotas en Ayacucho, por cuyo motivo el extenso y rico virreinato de la Nueva Granada será gobernado desde entonces por los republicanos. Y fue éste el último año de supremacía militar realista. Los cambios en la correlación de fuerzas dieron finalmente ventaja a los libertadores, luego de nueve años de penurias, derrotas, muertes y exilios.       

Esta superioridad se demostró definitivamente en la batalla de Carabobo, en junio del año 1821, en cuya ocasión la participación de la caballería llanera comandada por Páez tuvo un efecto decisivo en la victoria obtenida por los republicanos. Bolívar lo reconoció así en una proclama dada ese día glorioso del 24 de junio de 1821. Dijo El Libertador al respecto: “Solamente la división de Páez, compuesta de dos batallones de infantería y 1500 jinetes, de los cuales pudieron combatir muy pocos, bastaron para derrotar al ejército español en tres cuartos de hora (…) el valor indomable, la actividad e intrepidez del General Páez, contribuyeron sobremanera a la consumación de triunfo tan espléndido” (Páez. Autobiografía. 1946; 208). Ese día, allí en Carabobo, se juntaron las nuevas y efectivas armas de fuego con las viejas lanzas de madera. Con el concurso de ambos componentes se obtuvo la victoria definitiva. La larga guerra por la independencia de Venezuela llegó así a su final.

El uso durante toda la guerra de las rudimentarias lanzas otorga a los combatientes venezolanos mayores méritos, pues con esas armas de palo ayudaron a derrotar y destruir un poderoso ejército colonialista, bastante numeroso, equipado con el mejor armamento, con mucha experiencia de guerra, y que traía además la misión de recolonizar todo el continente suramericano. Pero no logró ese ejército de Morillo cumplir con la tarea encomendada. Aquí en territorio venezolano mordieron esas tropas del rey español el polvo de la derrota. Murieron muchísimos de ellos atravesados por tales armas de palos, en las distintas batallas libradas en esos años de 1815 a 1821. Sus restos fertilizaron el suelo que pretendieron someter, el suelo donde floreció la soberanía y la república.     



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Sigfrido Lanz Delgado


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