Maradona: el segundo más grande

Pelé, según los estudiosos y críticos deportivos, fue elegido como el más grande deportista del siglo XX. Sin entrar en polémica, los sabios del deporte, en mi rústica manera de apreciar su veredicto, se equivocaron. Para no decidirse por Maradona tomaron muy en cuenta, por encima de su incuestionable calidad futbolística, sus problemas de conducta que se relacionan con el consumo de estupefacientes. Respetemos, sin duda, esa visión de búsqueda del ser integral a la hora de seleccionar un premio de tanta importancia como el de mejor deportista del mundo.

Si Maradona no lo mereció, por un desorden en su vida de consumo de droga, Pelé tampoco lo merecía. No hay duda de la grandeza futbolística de éste. Sin embargo, el rey, luego de superar con creces su pobreza no ha sido nunca un ejemplo de búsqueda de justicia para todos. Su bolsillo, su ambición de riqueza individual, ha estado muy por encima de los valores humanos que deben caracterizar a todo aquel que tenga como visión de mundo el imperio de la justicia social. Todos conocen que Pelé sólo anda detrás de negocios para incrementar su riqueza personal sin que le importe el sufrimiento de la mayoría del pueblo brasileño y, menos, del mundo entero. Todos conocen que la FIFA es un supermonopolio que explota sin misericordia a naciones y equipos en su descarada acumulación y acrecentamiento de riqueza económica. No sé si me equivoque, pero por encima de Pelé, Garrincha merecía un escalafón más alto que el rey, porque siendo cojo, enfermo de nacimiento y analfabeto –amén de su alcoholismo-, supo brillar en un deporte –fútbol- donde ningún otro de su condición física tendría vida ni un solo segundo de prueba.

Maradona es, sin duda, el segundo más grande deportista del siglo XX. Aun cuando se tome en cuenta su pasado de consumidor de droga, su genialidad en el fútbol se lo otorga. Es el único futbolista, hasta ahora, que cuando iniciaba la táctica la concluía en el éxito de la estrategia; es decir, unía el medio con el fin. Bailaba el tango con tanta excelencia como la salsa. Gambeteaba con maestría; esquivaba al contrario calculando todos los espacios y movimientos de los combatientes de su equipo y del adversario; nunca en sus momentos de genialidad descargó de su audacia la picardía que los árbitros no tenían oportunidad de descubrir para sancionarla. Fue un enemigo de terror para sus contrarios sin necesidad de ninguna violencia que lo inmolase o causase daño al enemigo. Por el contrario, causaba admiración y hacía desbordar la alegría en la fanaticada incluyendo la parte que le adversaza. Sólo Ronaldhino, en este tiempo, hace algunas cosas de las muchas que sólo podía hacer Maradona. Este, la estrella indiscutible de su equipo en su tiempo, era el epicentro o el eje sobre el cual giraba el resto de 18 piernas que corrían buscando, controlando o pateando el balón, para que Maradona no fallara en el éxito de la estrategia: hacer el gol. Nunca un equipo de fútbol defendió tanto del dios-único como el argentino en la era maradónica. Sólo en el básquet se ha visto algo semejante con el rey Jordan.

En la actualidad, aun cuando Maradona goza de una fortuna económica, se ha dedicado a la defensa del derecho a la autodeterminación de los pueblos, a la condena de las políticas salvajes del imperialismo, a participar gratuitamente en eventos por causas nobles. Maradona es: el segundo más grande deportista del siglo XX.

Esta opinión sería incompleta si no dijera quién es el más grande. No sé para los demás, pero `para mí sí: Mohamet Alí. Es la personalidad más impresionante que haya tenido el deporte mundial en todos sus tiempos. Campeón de peso pesado en el boxeo. Produje en éste deporte –hasta buen grado: salvaje- una verdadera revolución. Es quizá el único ejemplo que encuentre san Juan para que le crean que primero fue el verbo y luego la acción. Alí fue un profeta en un deporte donde los puños hacen su carrera mermando –casi sin misericordia- el cuerpo y el alma del adversario hasta derrotarlo. Bailaba rock en un peso donde ningún otro boxeador ni siquiera tenía la voluntad para proponérselo. Movía las manos con la misma agilidad que las piernas, la cadera, la cabeza y el tronco. Era superinteligente para la defensiva y ardorosamente audaz para la ofensiva. Anunciaba el veredicto días antes del combate, y un poco más allá, donde sólo lo puede hacer el más grande: el asalto de su victoria.

Pero, además, Alí desafió y venció –política, ideológica y éticamente- al más poderoso de todos los imperios, el de Estados Unidos. Su infinita e inquebrantable cualidad humanística la evidenció al negarse a ir a Vietnam para hacer una guerra a un pueblo que ningún daño había hecho al pueblo estadounidense. Su vocación de solidaridad no tiene comparación por la grandeza de sus actos. Su lucha contra el racismo, su defensa de causas nobles, su manera de enfrentar esa maldita enfermedad que lo agobia desde hace años, su amor por el ser humano y su desprecio al mal, de haber sido tomados en cuenta por los especialistas deportivos, no hubiera permitido que erraran tan feamente al negarle el veredicto de ser el más grande entre los grandes deportistas del siglo XX. Y, creo, de todos los tiempos.


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Freddy Yépez


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