La primera cortesana de Venezuela

El primero de enero de 1545 hizo su entrada al Coro de los trescientos vecinos, don Juan de Carvajal. Viene con todos los poderes de la Audiencia de Santo Domingo para imponer la paz y el orden en aquella gobernación donde impera la anarquía y la muerte. De los 1.100 españoles llegados al país desde 1527 apenas tres centenas quedan con vida, a causa de aquella drogomanía trágica y del espíritu quisquilloso y pleitista que parecía saturar el ambiente de aquellos criminales.

Una bellísima mujer que dejará huella en la historia, y en la nomenclatura de las esquinas de Caracas, lo acompaña.

Walter Dupy, llevado por la imaginación y el enigma, describe sus facciones: de nacarada simetría. La nariz perfecta; las cejas, dos largas pinceladas, y bajo ellas, el par de ojazos negros, que tan pronto son luceros, como acerinas o ascuas, según expresen serenidad, enfado o pasiones de vida intensa. Tenía la tez de un mate sonrosado… Abundosa la cabellera; grácil el cuello, carnosa la boca Era de la tierra de María Santísima; de algún lugar de la Sierra Morena. Primero fue a Sevilla, antesala de Indias, y de allí a Santo Domingo.

Nadie sabe cómo vino a parar a estas tierras. Walter Dupy, quien era un caballero, abre la hipótesis de que fuese la viuda de un conquistador, de un capitán naufragado o de un rico mercader. Pero nosotros preferimos pensar que era una buscona, una dama de placer, una de las tantas rabisalseras que pasaron al Nuevo Mundo para hacer rabiar a los genealogistas criollos de nuestro tiempo, empeñados en mimetizar —para gloria de su áurea clientela— alegres o tristes aventureras que dieron color y sabor a la conquista.

No es por mal pensado que digamos esto. Al Nuevo Mundo, por mucho tiempo casi no vinieron mujeres españolas. Y buena parte de las que lo hicieron pertenecían a la profesión más antigua del mundo. Sobran los testimonios. Acuérdense lo que escribió Cervantes refiriéndose al Nuevo Mundo: "Palo y amparo de los desesperados de España, añagazas de mujeres fáciles…, ambición de muchos y remedio particular de pocos." Aparte que las condiciones del Nuevo Mundo en aquellos tiempos no eran las más favorables para una mujer, las autoridades españolas, por muy diversas razones, prohibían, salvo que fuesen hijas de los conquistadores, el paso de mujeres solteras. La mujer es la manzana de la Discordia, decían ellos.

Había silenciadas ordenanzas de sembrar la simiente española en el mayor número de indias. Era una forma de dominar la tierra conquistada:

Si queréis posesionaros de esta tierra, ¡matad a sus hombres y preñad a sus hembras!

Luego de pacificarse una región, como sucedió en Santo Domingo, con el objeto de satisfacer la necesidad de mujeres españolas, se enviaron remesas de mujeres con problemas de conducta y hasta se permitió la venta de esclavas sarracenas. (Moras)

Salvo las ocho o diez mujeres casadas que llegaron con Juan de Ampíes, en las expediciones ulteriores, como puede constatarse en los catálogos de Pasajeros de Indias, no viene ni una sola mujer de España, con lo que se confirma lo que venimos diciendo, que en las tropas expedicionarias, como sucede en todo ejército que se respete, no venían hembras. En muchas ocasiones, la astucia de tripulantes y marineros logró conducir a Indias, sin ser sabido, a regocijadas damitas que, al fin y a la postre, entendiéronse con la justicia. De modo que no tendría nada de particular, aparte demostrarlo los hechos, que la compañera de Carvajal, como bien lo señala Walter Dupy fuese: La primera cortesana de la conquista. ¿Qué hay con eso? Siempre hay una primera vez.

A todas éstas, ¿quién es esa dama de la que llevamos tanto tiempo hablando? ¿Y a todas éstas no hemos dicho su nombre? Perdonen ustedes. Se llamaba Catalina de Miranda, un bombón de dieciocho años que, de no haber sido el fiero Juan de Carvajal su dueño, se la hubiesen quitado en alegre rebatiña. Pero Juan de Carvajal era un tigre enjaulado, que además conocía muy bien a los vecinos de Coro, ya que había sido secretario de Ambrosio Alfinger, el monstruoso Míster Ambrosio que sembró la muerte y el terror cinco años atrás.

Apenas recibió el mando de Juan de Villegas exclamó con voz tonante: Oídme, carne de horca. He venido a este maldito poblacho a hacer justicia y dar término a vuestras fechorías. Y como en ese momento reparase en dos soldados, compañeros de Francisco Martín, los mismos que con él incurrieron en canibalismo, ordenó: A la horca con ellos. A éste lo colgáis también por degollar indios, por la pereza de no desamarrarlos cuando se desmayaban…

Pero, señor… si vos mismo lo consentíais…

Nada, nada. A la horca con él… Y también al tuerto, por cargar con exceso a los indios. Daos prisa, sayones…

Catalina de Miranda encontró justificada la tremenda justicia de su amante: Es cierto, dueño mío, que son abominables los que esta mañana colgasteis de la horca. Pero no puedo creer que todos sean de la misma calaña.

Cómo se ve, chicuela, que no los conocéis a fondo. La única manera de que se queden quietos es que vivan aterrorizados. Si bajas la guardia, te muerden. Mañana mismo les tengo una sorpresa.

¿Cuál será, mí dueño y señor?

He decidido despoblar a Coro y mudarla al Valle de Sogamozo, donde viven los indios tocuyos que son mansos y laboriosos. Ya no aguanto el calor de este sitio y la aridez del suelo.

A tambor batiente, Carvajal dio la nueva a la gente de Coro. Como quiera que algunos se mostraran reacios, los amenaza con la horca. Sesenta vecinos, decididos a librarse de Carvajal, se ausentan de Coro en medio del sigilo de la noche y no paran de andar hasta llegar al puerto. Carvajal monta en cólera: Iré tras ellos y caro les haré pagar su desacato.

Los emigrados al puerto viven en constante sobresalto y pasan la noche en vela por mucho tiempo. De tal hecho se deriva el nombre de La Vela de Coro.

Carvajal desiste de sus propósitos de salir tras los fugitivos. Seguido de ciento ochenta vecinos y de la hermosa Catalina, remonta la sierra en dirección a la región de los indios tocuyos. Catalina ve con alegría que con ellos va un apuesto mozo llamado Francisco Márquez, a quien no cesa de hacer ojitos, a pesar de la celosa vigilancia del Gobernador. Luego de un largo peregrinar llegaron a un valle donde se levantaba una hermosa y copuda ceiba. Aquí he de fundar mi ciudad, la nueva capital de Venezuela.

Y allí fundó la pura y limpia ciudad de El Tocuyo; lo que fue óbice para que colgase aquel mismo día, de la copuda ceiba, a cuatro personas a quienes había tomado ojeriza por el camino. El reino del terror continuó en El Tocuyo, al igual que los devaneos entre Catalina y Márquez.

Carvajal: ¡Dadle de una vez al caballo! Latigazo, relincho, galope, persona que se ahoga. ¿Qué esperáis, mentecatos, o es que queréis sustituir al desdichado?

¡El pobre Dionisio! Ya con éste son quince los que este malvado ha muerto.

Márquez: (Susurrando) Catalina, os amo…

Catalina: (Susurrando) ¡Cállate, por Dios, desdichado. ¿No ves que no te quita el ojo de encima? ¡Hay, Dios, viene hacia nosotros!

Márquez: Le daré el frente…, ya basta de tanta tiranía.

Carvajal: ¡Soldados! ¡Prended a este hombre!

Márquez: ¡Castellanos! ¡Enfrentemos de una vez a tan cruel tirano!

Voces: ¡Si, sí! ¡Muera Carvajal!

Carvajal: ¡Soldados, cargad contra ellos!

(Carreras, corneta a lo lejos, galopar de caballos que se aproximan.)

Carvajal: (Alarmado) ¿Y esto, qué significa? ¿Quiénes son?

Soldado: Son gente armada y vienen hacia nosotros.

Voz: (En tercer plano) ¡El Rey, el Rey!

Márquez: (Primer plano) ¡El Rey, el Rey!

Voz: (Aproximándose) Daos preso, Juan de Carvajal…

Carvajal: (Soberbio y extrañado) ¿Quién sois vos?

Soy el Licenciado Pérez de Tolosa y vengo de parte de la Real Audiencia de Santo Domingo a poner punto final a vuestros desafueros. ¡Capitán Diego de Lozada! Ordene usted, señor.

Pérez de Tolosa: Desarmad a este hombre y ponedlo en el cepo.

Diego de Lozada: Como ordenéis, señor.

Catalina: (Emocionada) ¡Francisco!

Márquez: ¡Catalina!

Como en los cuentos de hadas, el ogro de Carvajal fue colgado de su ceiba. Ésta, comenzó a secarse ese mismo día. Francisco Márquez y Catalina se unieron amorosamente y fueron muy felices en El Tocuyo por doce fecundos años. A comienzos de 1567, Márquez, jubiloso entró a su casa: Catalina, Catalina, mi amor…

Catalina: ¿Qué pasa, hombre de Dios?

Márquez: Que el capitán Diego de Lozada me ha invitado a que me le una en la expedición que organiza para conquistar el país de los Caracas.

Catalina: (Con melancolía) ¡Ay, Francisco, que mala nueva me das! Por algo volaba anoche una mariposa negra.

Márquez: ¡Déjate de andaluzadas y piensa en la riqueza que nos espera! El país de los Caracas rebosa de oro.

Catalina: ¿Es que acaso te has olvidado de la suerte del mestizo Francisco Fajardo, nuestro buen amigo? ¿Es que no recuerdas a Rodríguez Suárez y a Diego García de Paredes, que eran mucho más majos que tú? Mira, mi niño, que prefiero verte pobre vivo que muerto rico.

Márquez: Don Diego de Lozada me ha prometido uno de los mejores solares de la nueva ciudad. Y si lo dudas, pregúntale a nuestro buen amigo Diego Montes, mejor conocido como el Venerable.

El Venerable: Tiene razón, Catalina. Es el porvenir del chico.

Catalina: ¿Qué vas a hablar tú, viejo truhan, mala gente, que mataste a un pobre indio nada más por ver cómo tenía las asaduras por dentro y así remedar a tu jefe el de Hutton?

El Venerable: Déjame hablar a solas con ella, Francisco.

Márquez: (Alegre) Está bien, Venerable. Os dejo.

El Venerable: Oye tú, mala pécora…, que somos de la misma fibra y andamos por el mismo sendero. ¿De dónde acá estas ñoñerías con Francisco, luego que le has puesto más cachos que un venao?

Catalina: (Indignada) ¿Cómo dices, bazofia, asesino mal nacido?

El Venerable: (Simulando parsimonia) Mira, nena, que cuando tú vas yo vengo, como que me llamo Domingo Montes de Oca. ¿O es que acaso crees que ignoro los líos que tuviste con Fajardo, Rodríguez Suárez y Narváez, por no mentarte a Lozada, Infante y Francisco Guerrero, alias el Cautivo?

Catalina: (Interrumpiendo, conciliadora) ¡Cállate, Venerable, que Francisco puede oír!

El Venerable: (Guasón) Pero chica, si aquí en El Tocuyo apenas te faltamos yo y el corneta.

Catalina: (Melindrosa) Está bien, viejo querido, que a partir de hoy sea sólo el corneta. Pero no le digas nada a Francisco. Yo no lo hice por mal sino por darles contentamiento a nuestros héroes. (Con gracia) Aparte de que un hombre sin cuernos es como un jardín sin flores.

El Venerable: Eso se llama entrar en razón. El chico tiene que venir con nosotros. No hay nadie mejor para gobernar la caballería.

Y un día de enero de 1567, entre los alegres sones de la charanga, Catalina vio a Francisco Márquez, su amante, partir con Lozada hacia el país de los Caracas.

Márquez: ¡Adiós, Catalina! ¡Pronto estaré de vuelta!

Catalina: Adiós, mi niño, que la Virgen de la Soledad y el gran poder de Dios te protejan de todo mal.

El soldado Francisco Márquez, ya en el país de los Caracas, cercado y perseguido por los indios se encontró de pronto ante un precipicio que le cerraba el paso. Sin pensarlo espoleó el caballo. ¡Arre, caballito! El caballo no alcanzó la otra vertiente y se precipitó en el vacío. Desde entonces se llama ese lugar el sitio de Márquez. Cuando pasen por ahí acuérdense de Catalina de Miranda.

Catalina, fiel a su destino de hembra regocijante, pasó de mano en mano como la moneda del cuento. Diego de Lozada, fiel a la memoria de Márquez, le otorgó un solar donde erigió su casa, a pocos pasos del Reducto, y desde entonces se llama así la esquina de Miranda. Seguramente ustedes creyeron que era en honor del Precursor, que como bien se sabe nació en la esquina del Hoyo. De tres hombres, Catalina tuvo muchos hijos y murió muy anciana hacia 1610. Esta es la historia de Catalina de Miranda, madre de prominentes familias caraqueñas. La primera cortesana de Venezuela.

¡Chávez Vive, la Lucha sigue!

¡Patria Socialista o Muerte!

¡Venceremos!



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Manuel Taibo


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