Creemos en el amor pero se nos obliga a creer en el odio

 Quienes no crean en el amor no quieren ni a su mamá ni a su papá pero, igualmente, no quieren a sus hijos ni a sus familiares más cercanos. Mucho menos, es lógico, podrán amar al prójimo que no tenga su línea sanguínea. Igualmente, en este mundo de globalización de la pobreza y el sufrimiento para la mayoría de la humanidad y desglobalización de la riqueza y el privilegio para una minoría cada vez más reducida, quienes no sientan odio contra los explotadores y opresores, contra los que se divierten y se burlan del dolor ajeno, tampoco quieren ni a su mamá ni a su papá, ni a sus hijos y demás familiares cercanos y, menos, al prójimo que vive en situación de pobreza.

El tiempo en que dicen los que revisaron el pensamiento y la obra de Jesucristo para vender la idea de que el profeta quería, por igual, al pobre que al rico, al que tenía mucho y al que no tenía nada, al colonizador y al colonizado, al torturador y al torturado, pasó de moda con las atrocidades que acometen los pocos malos que dominan y gobiernan el mundo contra los muchos buenos que son dominados y gobernados siendo los convidados de piedras.

Hegel fue el más grande de todos los filósofos idealistas de la era moderna y su filosofía sirvió de inspiración espiritual a la burguesía para hacer su revolución contra el feudalismo y por el capitalismo. Que ahora, cuando predomina la llamada globalización capitalista salvaje, su ideal ya no le sirva al imperialismo para acometer sus crímenes de lesa humanidad, es otra cosa donde el extraordinario filósofo no tiene culpa alguna como tampoco la tuvo Marx en el desastre de lo que se denominó “socialismo en un solo país”.

 Pareciera, a simple vista, que hablar positivamente del odio es una obra nacida de una mente loca, perversa y diabólica. Interpretarlo de esa manera es como reducir al tamaño de una pequeña laguna toda la dimensión espacial del mar. Cierto es que el reverso o la antítesis del amor es el odio, pero mientras el mundo continúe siendo un escenario trágico de la lucha de clases, de la opresión contra la libertad, de la explotación a la fuerza de trabajo, del egoísmo contra la solidaridad, del desprecio contra la ternura, de la tristeza contra la alegría y de la muerte contra la vida, no habrá un corazón sincero que no albergue en su espacio un lugar para el amor por una causa y otro para el odio contra otra causa. Es como el papel del diptongo en el idioma.

 A los revolucionarios suele atacarse y criticarse por su vocación de estimular al extremo el odio en la conciencia revolucionaria. Muy pocos -o ninguno- de sus críticos se ha detenido en echarle una miradita al odio, no como razón o motivo de un pecho personal, sino como elemento de ideología y de ciencia política que impulsa el estado de ánimo, los deberes o principios de la lucha de clases. Si un cristiano jurara ante un altar que Jesucristo no albergó odio contra el imperio romano y los mercaderes, éstos nunca hubiesen sido expulsados del templo. Si un bolivariano dijera que Bolívar no explotó el odio contra los colonizadores, estaríamos en presencia de un depredador de la verdad histórica y habría que condenar y cremar el decreto de guerra a muerte dictado y firmado por el Libertador Simón Bolívar. Si éste no hubiese profesado un odio de pueblo colonizado contra el colonizador qué sería acaso el Juramento del Monte Sacro: ¿una verdadera prueba de amor teológico al hombre en abstracto o una prueba de odio contra el hombre concreto que colonizaba a la América? Si un marxista expusiera que toda la doctrina de Marx está plagada de amor sin odio, estaríamos ante un estertor revisionista mucho más utópico que la fantasía de Moro o de Campanella. Habría que hacer que los unos y los otros, invirtieran su tiempo de vida terrenal leyendo y copiando infinitamente la “Divina Comedia” de Dante hasta que descubran en el Purgatorio un topus urano platónico para la salvación del mundo. Sin odio (pero también sin amor de clase) estaríamos aún viviendo los primeros signos del nacimiento del género humano y, tal vez, las manos serían tan rígidas que aún el hombre no disfrutaría de la facultad de pensar.

 José Martí, reconocido y alabado incluso por muchos adversarios del comunismo o marxismo, fue un promulgador implacable del odio. Pareciera una contradicción o incongruencia que un notable poeta se detenga en su expansión intelectual o artística para ocuparse de estimular el odio social. Martí, en su obra juvenil conocida como “Abdala”, en la escena V, dice nada más y nada menos lo siguiente: “El amor, madre, a la Patria/ No es el amor ridículo a la tierra/ ni a la yerba que pisan nuestras plantas/ Es el odio invencible a quien la oprime/ Es el rencor eterno a quien la ataca...” ¿Alguien tendría autoridad de alguna especie para criticar a Martí por lo que pensó y escribió?

Y de otra parte, la burguesía y sus ideólogos –por ejemplo- son admiradores, nada más y nada menos, de la esencia ideológica del gran escritor de derecha y partidario de la política de exterminio para el imperio de la raza pura, Friedrich Nietzsche, autor de la siguiente idea: “... ya es hora de entrar en batalla con un ejército entero de malicia satírica contra las aberraciones del sentido histórico, contra ese deleite excesivo en el proceso en detrimento de la existencia y de la vida...”. Y si faltase otro ejemplo para que no quede duda alguna sobre el papel del odio, diremos que si éste no hubiese sido invocado por los grandes ideólogos de la Enciclopédie, para hacer posible el triunfo definitivo de la burguesía sobre los señores feudales y la Inquisición, estaríamos actualmente sometidos a los estragos del Santo Oficio y nunca hubiese habido un Papa como Juan XXIII. Entonces ¿cuál sería una razón suprema y sagrada para rechazar toda manifestación de odio en un mundo donde quien decide su marcha es la lucha de clases y no las buenas voluntades de sus habitantes hermanados por el hecho de ser todos seres humanos?

 Sépase, aunque no estemos de acuerdo con ello por la simple condición de tener un corazón humano y la facultad del raciocinio, que el odio, junto al mal, son fuerzas propulsoras, por un lado, de progreso social, de avance en el desarrollo de la historia, del nuevo porvenir, y, por el otro, de conservadurismo de lo viejo, de lo santificado, pero que ya caduco no representa ninguna alternativa de superación para el género humano. No lo dijeron, primero, los marxistas, lo dijo y hay que repetirlo, nada más y nada menos, que Federico Hegel, el más eminente de los filósofos idealistas, cuya doctrina sirvió de fundamento ideológico para el triunfo de movimientos burgueses, para el avance de las ciencias, y tiene en su haber de méritos, el ser padre de la dialéctica, ciencia sin la cual, hasta ahora, el pensamiento moderno no haría más que caer en desvaríos, darse de cabezazos contra las realidades y nadar en imprecaciones negando la lógica de la evolución de la historia como de la naturaleza. No olvidemos que él dijo que era mucho más grande afirmar que el hombre es malo por naturaleza que por bueno. Y Engels, materialista dialéctico contrario al idealismo hegeliano, refutando a los que se burlaron de lo dicho por Hegel, les dijo: “... todo nuevo progreso representa necesariamente un ultraje contra algo santificado, una rebelión contra las viejas condiciones, agonizantes, pero consagradas por las costumbres; y, por otra parte, desde la aparición de los antagonismos de clase, son precisamente las malas pasiones de los hombres, la codicia y la ambición de mando, las que sirven de palanca del progreso histórico, de lo que, por ejemplo, es una sola prueba continuada la historia del feudalismo y de la burguesía...” Y, hasta ahora y búsquese un solo ejemplo para contradecirlo, la lógica de la evolución se produce por choques de antagonismos, de hechos violentos, de procesos que se repelan entre sí y preparan el salto cualitativo, que es una revolución; es decir, una “brutalidad del progreso” en la historia, porque produce muertes y dolor, pero luego de llorados y enterrados los difuntos, lo dice Víctor Hugo y no el Che, se reconoce que el género humano ha sido maltratado, pero ha marchado. ¿Qué sería el mundo actual si la revolución burguesa de 1789 no hubiese maltratado con sus brutalidades, con su violencia como partera de la nueva sociedad, con su odio al régimen francés que se basaba en el dominio del feudalismo? ¿Que sería de Venezuela si la guerra de Independencia contra España no hubiera maltratado con sus brutalidades y su violencia la sociedad venezolana que vivía colonizada? Y que nadie nos venga con el cuento increíble de elevar el pacifismo de Ghandi como la única vía posible humana y democrática de conquistar la independencia de la India o de cualquier otro país, porque si alguna nación sufrió la atroz violencia de sus depredadores fue, precisamente, la patria del hombre que se alimentaba con leche de cabra en sus largas huelgas de hambre invocando el pacifismo como la única arma de liberación de los pueblos. Y un poco más de la verdad verdadera: la oposición “moral” de Ghandi, prometiéndole no crear dificultades de orden público a Gran Bretaña, reflejaba el temor y el odio de la burguesía india a las masas populares indias, que sí tenían sobradas razones para creer que el imperialismo británico -tan atroz como el estadounidense o el alemán de Hitler o el italiano de Mussolini- las conducía hacia una tragedia. Sépase que Ghandi, sin desmeritarlo en nada de sus valores personales o políticos, siempre requirió de las arrogantes amenazas de violencia del imperialismo inglés contra el pueblo indio para poder lograr la canalización del movimiento revolucionario indio hacia el pacifismo y desviarlo del camino de la revolución. ¿O es que acaso algún estudioso sociológico puede argumentar sin errar que en la India se haya producido una revolución verdadera con el logro de su independencia de Gran Bretaña en 1947? Sépase que esa independencia no sólo costó la división de su territorio en Unión India y Pakistán, sino también medio millón de muertos y 15 millones de desplazados. ¿Hubo o no violencia y odio para el logro de la independencia de la India?

 El mundo actual puede ser debatido o confrontado teóricamente en las aulas de la universidad, en los auditorios o teatros de las ciudades, en las casas de los partidos, en las mesas de redacción de los medios de comunicación, en cuevas de las selvas, en canchas deportivas, en un corral donde se aposenta el ganado, en el solar de la casa de un vecino o compañero de organización política, en la fiesta de una feria, en el portón de una fábrica, a la orilla de una quebrada, en una plaza pública o hasta en un lugar de veraneo, pero el destino del mundo se decide, queramos o no actualmente, en el reducto que domina el mercado mundial por la fuerza poderosa de los monopolios de mayores capitales financieros, en las bolsas de valores donde la aplastante mayoría de la humanidad ni siquiera es invitada como convidada de piedra y nada conoce de martillos que hablan por la economía capitalista. La economía decide aunque la política dirige. Y en ese mundo, donde impone la más chiquita minoría el destino a la más grande mayoría, no puede concebirse sin el odio como fuerza paralela al amor, y sin el mal como fuerza paralela al bien. ¿Qué es el amor y el bien para un rico o qué es el odio y el mal para un pobre? o ¿qué es el odio y el mal para un rico o qué es el amor y el bien para un pobre? Cada quien responda como le parezca o lo crea conveniente. 

 No creemos que un burgués pueda sentir amor sincero y verdadero por el hombre que explota, por el que le produce la plusvalía o la riqueza y lo mal remunera; como tampoco puede dejar de sentir odio contra aquel obrero que le paraliza la fábrica, que le exige elevación de salario y mejores condiciones de trabajo y, si no se limitara a esas reivindicaciones, más lo odiaría si se rebela para expropiarle lo que el patrón le ha expropiado (o mejor dicho: robado) a la sociedad, lo que por naturaleza humana debe pertenecer a toda la humanidad, y lo denomina propiedad privada. ¿Entonces ¿qué moral puede tener un monopolio que enriquece y privilegia a unos pocos sobre la miseria y el dolor de muchos, para solicitar a éstos que no sientan odio contra un régimen que los esclaviza, que los coloniza, que cada día que pasa más los empobrece y más los llena de sufrimiento? Es de ese odio y no del individual, que hablamos y que escribió el Che, pero también Bolívar lo profesó, lo propagó y lo materializó. Ningún pueblo, hasta ahora, satisface sus necesidades materiales y supera sus deficiencias espirituales trabajando en una empresa que fabrica moral y alimentándose de mercancías morales.

 Y por último, creemos, que para entender el papel del odio en este tiempo en que las contradicciones sociales son elevadas a la “n”, basta ir a un campesino, de esos que no saben bien leer ni tampoco bien escribir, pero sí saben bien pensar, que le dictó el siguiente texto a un camarada sobre lo que para él es su entendimiento del odio y del amor de clase, y dice así: “Odiemos y amemos: Para que nada nos esclavice/ odiemos al amo/ odiemos la oscuridad que le niega luz a nuestro pueblo. Para que nada nos esclavice/ odiemos al amo/ odiemos la historia falsificada que nos desmemoria. Para que todo nos emancipe/ amemos al pueblo/ amemos la luz que nos haga brillar el horizonte. Para que todo nos emancipe/ amemos al pueblo/ amemos la cultura que universaliza el conocimiento y la solidaridad”.



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El Pueblo Avanza (EPA)


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