Estados Unidos y su ofensiva en el hemisferio ocidental

De Robocop global a matón regional

Desde que asumiera la presidencia de Estados Unidos, hace 11 meses, Donald Trump ha ido reenfocando sus cañones hacia América Latina, un patio trasero sobre el cual no reconoce ni admite límites a su poder y en donde pretende provisoriamente refugiar a la decadente hiperpotencia. Su ofensiva se da, además, en el marco de un avance electoral de la derecha trumpiana en la región. Chile se convirtió el domingo en el último eslabón de una cadena iniciada en su momento por Brasil, retomada por Argentina hace un par de años, continuada por Ecuador, Bolivia y Honduras, y con posibilidades de extenderse a Colombia en unos meses.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, el 7 de septiembre de 2025. AFP, Mandel Ngan.

 

Carlos Fazio, desde México 
Semanario Brecha, Montevideo, 19 diciembre, 2025

El miércoles 17, todas las alarmas se encendieron cuando el presentador estadounidense Tucker Carlson manifestó que existía la posibilidad de que Donald Trump anunciara una agresión militar contra Venezuela. Según declaró Carlson en el programa Judging Freedom, en la mañana de ese mismo día un miembro del Congreso le había informado que se avecinaba «una guerra» y que el presidente la anunciaría en el discurso a la nación que pronunciaría por la noche. Sin embargo, en las palabras de balance de sus 11 meses de gestión –pródigas en exaltar su «liderazgo excepcional» y sus «logros épicos envidia de todo el mundo»–, Trump no hizo ninguna mención sobre política exterior. La ausencia de referencias a Ucrania y Venezuela fue el principal mensaje del discurso, lo que podría entrañar contradicciones internas y alimentar las expectativas sobre el devenir de ambos conflictos.

Un día antes, el martes 16, la jefa de gabinete de la Casa Blanca, Susie Wiles, considerada la mano derecha del presidente, dijo en una entrevista con Vanity Fair que Trump quiere seguir «haciendo estallar» embarcaciones en el Caribe hasta que el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, «se dé por vencido» o «se rinda». Wiles atribuyó la obstinación de Trump a su «personalidad de alcohólico», porque trabaja con la idea de que «no hay nada que no pueda hacer».

Ayer jueves, tras constatar «una escalada ininterrumpida y deliberada de tensión en torno a Venezuela, país amigo», Rusia llamó a la administración Trump a «no cometer un error fatal» que acarrearía «consecuencias imprevisibles para todo el hemisferio occidental».

En esas coordenadas estamos.

CONTINUIDADES Y AJUSTES

En relación con las administraciones precedentes, un balance preliminar de los 11 meses iniciales del segundo mandato de Trump en la Casa Blanca revela una continuidad estructural más profunda y algunos cambios, pero no rupturas conceptuales, sino ajustes tácticos de una misma configuración de poder. Sin embargo, y con independencia de la narrativa cuasidelirante del mandatario de turno, parece que podrían precipitarse algunos hechos sustanciales al interior de la otrora «nación indispensable» y a nivel internacional con el imperio del caos liderando desde atrás.

Como adelantó la Heritage Foundation el 1 de agosto de 2024 –tres meses antes de las elecciones presidenciales de Estados Unidos que dieron la victoria al convicto magnate inmobiliario–, el momento unipolar había terminado. Citando la Estrategia Nacional de Defensa de 2018 (Trump) y de 2022 (bajo la presidencia de Joe Biden), ese centro de pensamiento al servicio de las administraciones republicanas desde la época de Ronald Reagan decía que el Ejército estadounidense no contaba con suficientes capacidades para derrotar a China por sí solo y mucho menos una escalada en cascada de múltiples adversarios (China, Rusia, Irán, Corea del Norte), por lo que debía «secuenciar» las amenazas y delegar en sus «aliados y socios» de Europa (OTAN), Asia-Pacífico (Japón, Corea del Sur, Australia, Filipinas) y Oriente Medio (Israel, monarquías petroleras árabes) la disuasión y la defensa, con apoyo estadounidense crucial, pero más limitado (liderazgo desde atrás), ante el riesgo de una tercera guerra mundial.

El documento ponía énfasis en que el Ejército de Estados Unidos está diseñado para librar y ganar solo una guerra importante a la vez, por lo que recomendaba «empoderar» a sus aliados (en particular a sus socios de la OTAN para la defensa convencional de Europa en el marco del conflicto proxy en Ucrania), como parte de una «distribución de responsabilidades» que le permitiera al Pentágono modernizarse y prepararse para una guerra a gran escala contra su enemigo principal: la República Popular China.

Al respecto, advertía que la caída de Taiwán podría permitir a Xi Jinping tomar el control de la industria taiwanesa de semiconductores, lo que mejoraría de manera significativa la capacidad de China –como potencia global hostil– para ejercer coerción económica e incluso negar el acceso a Estados Unidos a ciertos «bienes comunes» globales [sic] en el hemisferio occidental, región donde Pekín u otros enemigos (Rusia, Irán) podrían desplegar fuerzas militares. Aleccionaba que los altos niveles de inmigración ilegal ponían en riesgo la seguridad nacional de Estados Unidos (espionaje, sabotajes o actividades relacionadas), y al mismo tiempo mencionaba que decenas de miles de estadounidenses morían por sobredosis de drogas causadas por el flujo de fentanilo y otros narcóticos a través de la frontera de México con Estados Unidos.

Ante tales escenarios, el tanque de pensamiento republicano –que se ostenta como líder del «verdadero realismo conservador»– recomendaba que el Departamento de Defensa debía estar «preparado para aportar fuerzas [castrenses] para la vigilancia de amplias áreas, la interdicción marítima, la ingeniería militar, el desarrollo de capacidades antinarcóticos, la recopilación de inteligencia y la acción directa contra objetivos de alto valor en las Américas». Elementos, todos, que sin duda permearon las acciones iniciales del régimen del autócrata narcisista tras su regreso a la oficina oval de la Casa Blanca el 20 de enero pasado.

Tácitamente, los ideólogos del nacionalpopulismo trumpiano de inflexión neofascista, el subsecretario adjunto de Defensa, Elbridge Colby, y Michael Anton, del Instituto Claremont, sindicado como el cerebro detrás de la idea del retorno de la nación a la «normalidad homogénea de la etnia», admitieron el declive del imperio y recomendaron erigir a Estados Unidos como una «fortaleza» hemisférica, en lugar de una potencia hegemónica global. Un hecho signado por la transición del «orden internacional basado en reglas» de la administración Biden al hipernacionalismo blanco que rige los principios de America First (Estados Unidos primero) del republicano y los fanáticos patrioteros del movimiento MAGA (Make America Great Again o Hacer a Estados Unidos grande de nuevo), azuzados ahora con el corolario Trump a la doctrina Monroe, plasmado en la Estrategia de Seguridad Nacional (ESN).

Se trata de uno de los documentos más doctrinarios y transparentes sobre la concepción fundacional del imperialismo estadounidense, que define de manera directa y sin ambages la visión de Trump, del deep state (Estado profundo), del bipartidismo republicano/demócrata y sus grandes donantes (con algunas excepciones), sobre seguridad, una política exterior racista, soberanía y liderazgo en su tradicional esfera de influencia, considerada despectivamente por sucesivas administraciones en la Casa Blanca como su «patio trasero», cuyo objetivo principal es expulsar del subcontinente a sus adversarios geopolíticos, y consolidar y reforzar su hegemonía allí ante el avance del mundo multipolar.

En ese sentido, la ESN mantiene la lógica de secuenciación estratégica recomendada por la Fundación Heritage: en un mundo peligroso, priorizar la defensa del territorio nacional y los intereses de Estados Unidos; asegurar el control del hemisferio occidental y reorganizar las economías y los recursos de los países del área, y, finalmente, proyectar poder hacia los rivales estratégicos, en especial China. Es decir, América Latina y el Caribe como espacio vital del imperio, anclado en la misma matriz que combina el excepcionalismo, el universalismo y el hegemonismo estadounidenses, con una lógica que refuerza el derecho intrínseco de Washington a intervenir, sancionar, presionar, castigar o premiar a los países del continente al mejor estilo monroísta. [Por más detalles sobre el «corolario Trump», véase nota de Rafael Noboa en página 20.]

La difusión de la nueva versión de la ESN fue precedida de un alud de eslóganes, enunciados provocadores y medidas ilegales y extraterritoriales concretas desde los primeros días de la nueva administración trumpiana, tales como la retórica de «paz mediante la fuerza»; la imposición de aranceles a diestra y siniestra; los migrantes indocumentados (no blancos y de clase socioeconómica baja) como una amenaza capital; intentar apropiarse de Groenlandia; convertir a Canadá y México en sendos estados de la Unión Americana; recuperar el control del geoestratégico canal de Panamá; rebautizar oficialmente al golfo de México como golfo de America (ergo, de Estados Unidos); etiquetar a algunos grupos de la economía criminal como «organizaciones terroristas transnacionales» (similares al llamado Estado Islámico); clasificar al fentanilo como arma de destrucción masiva como coartada para intervenir militarmente y asesinar con impunidad en naciones como México, Colombia o Venezuela, a través de una narrativa de corte orwelliano. Bajo estos enunciados, Trump fue utilizando dispositivos híbridos para allanar el aterrizaje de un repliegue táctico regional, necesario para modernizar y rearmar al ahora renombrado Departamento de Guerra, de cara al enfrentamiento principal con China.

El proceso llevó a la relocalización de la hegemonía estadounidense en el hemisferio occidental, como laboratorio de una operación de disciplinamiento dirigida a garantizar que la región funcione sin chistar como corredor de recursos geoestratégicos, con el control directo de la infraestructura y las cadenas de suministro de materiales críticos al servicio de la reindustrialización y revigorización de la base industrial militar del país, con eje en los sectores energético y financiero. Una recalibración para ganar tiempo y espacio político.

En ese sentido, y con base en la visión de Elbridge Colby de reducir la sobreextensión militar del imperio como vía para el reimpulso, la Estrategia de Seguridad Nacional 2025 es un texto transicional y provisorio para que, una vez «recuperado», Washington vuelva por sus fueros. En consecuencia, privilegia un orden transaccional y coercitivo, aplicado con una mezcla de pragmatismo y desdén por los formalismos jurídicos que el propio texto admite sin pudor.

LA SOBERANÍA ASIMÉTRICA Y VENEZUELA

En la ESN de Trump, la soberanía ya no se concibe como un derecho inalienable, fundado en la autodeterminación de cada Estado nación, sino como una capacidad operativa: es una atribución jerárquica y extensiva del propio poder estadounidense sobre la región. En esta lógica, el continente americano es presentado como un espacio de jurisdicción estratégica ampliada, una zona de control expansivo, cuyas estabilidad, orientación política y arquitectura normativa deben estar alineadas con los intereses de Estados Unidos, que no es un Estado más dentro del sistema, sino un supra-Estado, investido con la facultad de ordenar, supervisar y corregir el comportamiento del resto de las unidades políticas regionales.

En este marco, la soberanía deviene asimétrica y condicionada: Estados Unidos se adjudica para sí la condición de único sujeto soberano pleno, mientras que las demás naciones del hemisferio son tratadas como soberanías subordinadas y dependientes, cuya validez práctica está medida en términos de su alineamiento con las prioridades estratégicas de la Casa Blanca. Una reinterpretación que convierte a Canadá, México y los países de América Latina y el Caribe en una extensión funcional del territorio político estadounidense, estructurando un orden vertical en el que la legitimidad de cada Estado está mediada por su grado de lealtad y obediencia al hegemón. Toda tentativa de autonomía, ya sea por proyectos nacionales de desarrollo, diversificación geopolítica o cooperación con potencias o países extrahemisféricos (como China, Rusia o Irán, que pueden ofrecer opciones de financiamiento, infraestructura o inversión más atractivas), es recodificada como una amenaza que habilita mecanismos de presión, disciplinamiento punitivo o intervención directa o indirecta.

La lógica de intervención se manifiesta en dos mecanismos: reclutar y expandir. Reclutar implica seleccionar gobiernos que actúen como nodos de contención migratoria, antidrogas o de vigilancia marítima (por ejemplo, los casos de Canadá y México). Expandir significa ampliar esa red de socios funcionales al proyecto de supremacía hemisférica: hoy, Javier Milei en Argentina; Nayib Bukele en El Salvador; Daniel Noboa en Ecuador; Santiago Peña en Paraguay; José Jerí en Perú; Luis Abinader en República Dominicana; Kamla Persad-Bissessar en Trinidad y Tobago, así como Puerto Rico, Islas Vírgenes y tendencialmente Granada, el Chile del pinochetista José Antonio Kast, cuando asuma, y Honduras, si Trump logra imponer a su candidato en los comicios.

En ambas variables (reclutar y expandir), las relaciones se organizan bajo un modelo de corte feudal, debido a que Estados Unidos ocupa la posición del señor territorial que dicta obligaciones y otorga recompensas o impone castigos a sus vasallos. En suma, la lealtad hemisférica deberá demostrarse aislando a China y Rusia, lo que pone en un serio predicamento a Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, miembro regional del BRICS.

En ese contexto, la militarización del Gran Caribe y del Pacífico oriental con proyección sobre las costas venezolanas y colombianas, así como el acto de guerra ejecutado por fuerzas especiales, infantes de marina y personal de la Guardia Costera al incautar el buque tanquero M/T Skipper con casi 2 millones de barriles de crudo venezolano la semana pasada (operación que encaja en una tendencia creciente de interdicciones marítimas ejecutadas por Washington), seguidos, el martes 16, de la etiquetación del gobierno de Maduro como una «organización terrorista extranjera» y del decreto que oficializa el bloqueo aeronaval «total y completo» de Venezuela, parecen marcar un peligroso punto de inflexión.

 


Esta nota ha sido leída aproximadamente 140 veces.



Carlos Fazio

Catedrático y periodista uruguayo residente en México. Docente de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM)


Visite el perfil de Carlos Fazio para ver el listado de todos sus artículos en Aporrea.


Noticias Recientes: