Guerra sin balas y agresión legalizada

La guerra no siempre llega con tanques ni se anuncia con sirenas. A veces se firma en silencio, se decreta desde el mismo continente y se ejecuta con algoritmos, bloqueos financieros, complicidad institucional y narrativas que criminalizan la soberanía. La Ley de Poderes de Guerra de Estados Unidos no necesita declarar conflicto para activarse, basta con decretar una "emergencia nacional" y construir un enemigo simbólico. Venezuela ha sido ese enemigo desde 2015, cuando se le calificó como "amenaza inusual y extraordinaria". Desde entonces, la agresión se ha legalizado.

Todavía no hay bombas, pero hay una creciente incertidumbre social. No hay soldados, pero hay amenazas. No hay guerra declarada, pero hay guerra. Una guerra que no busca conquistar territorios, sino desgastar cuerpos, agotar esperanzas, quebrar vínculos. Una guerra que se libra en la cotidianidad, en la fila del mercado, en el silencio del salario que no alcanza, en la angustia de no saber si mañana habrá luz, gas, medicina o futuro.

La agresión jurídica no se ve, pero se siente. Opera como una niebla que enturbia el sentido de la paz. El venezolano no solo resiste el bloqueo. Resiste la incertidumbre y en esa resistencia, muchas veces sucumbe a la angustia colectiva, a la fatiga emocional, a la imposibilidad de descifrar la trascendencia de la tranquilidad. ¿Qué significa estar en paz cuando todo es amenaza? ¿Cómo se construye serenidad cuando cada anuncio desde adentro y desde afuera puede alterar la vida de millones?

La amenaza no se limita a Venezuela. Colombia, aunque no posee las reservas petroleras de su vecino, ha sido arrastrada al tablero geopolítico como pieza de presión y plataforma de operaciones. La confrontación entre Gustavo Petro y Donald Trump ha escalado a niveles inéditos, convirtiendo a Colombia en un nuevo blanco de agresión política y económica. El presidente estadounidense ha acusado a Petro de ser un "líder del narcotráfico" y ha anunciado el fin de la ayuda financiera a Colombia, además de nuevos aranceles y amenazas diplomáticas. Esta ofensiva no solo desestabiliza la relación bilateral, sino que convierte al país vecino en una pieza sacrificable dentro del tablero geopolítico. Colombia, que durante décadas fue presentada como "socio estratégico" de EE.UU., ahora es tratada como amenaza por el simple hecho de tener un gobierno que no se alinea con los intereses imperiales. En ese giro, Venezuela no queda aislada y se rebela contra una ofensiva transnacional que busca castigar cualquier intento de soberanía energética, política o económica.

Estados Unidos no busca simplemente un cambio de gobierno. Pretende reconfigurar el acceso al petróleo en el Caribe, redibujar rutas de extracción y asegurar su hegemonía energética en un mundo que transita hacia nuevas formas de dominación. La agresión jurídica, mediática y militar contra Venezuela es el síntoma de una ambición más profunda. Se busca despojar al país de su capacidad de decidir sobre sus recursos. En ese contexto, la paz no es solo un deseo colectivo, sino una amenaza para quienes se lucran con el caos.

La respuesta no está en la resignación ni en la evasión. Está en la reconstrucción de una legalidad soberana que no solo defienda, sino que proponga. Una legalidad que anticipe, que proteja, que sancione la complicidad interna con el bloqueo y que internacionalice la verdad desde el Sur. No como lamento de víctima, sino como doctrina jurídica de resistencia.

Venezuela es acusada de "amenaza inusual" porque le temen a su soberanía. Nos bloquean el pan, pero no la dignidad. Nos niegan el derecho a existir, pero seguimos avanzando a contracorriente. Esta guerra sin balas no se gana con misiles, sino con un renovado consenso social, con apego al dialogo como precepto democrático y la anuencia de un pueblo que actúa como conciencia vigilante de la n

ación.



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Darío Morandy


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