La reciente experiencia en España, Portugal y parte de Francia, donde a las 12 de la mañana hasta las 19 y sucesivas horas dejó de haber suministro de luz, desde luego en toda España, es para reflexionar a fondo sobre la figura del informático, de carrera o sin ella…
En el siglo XX, el mundo asistió al surgimiento de una figura paradigmática del poder técnico-científico: el físico. Desde los descubrimientos de Einstein, el conocimiento físico-matemático mostró tener consecuencias prácticas de una magnitud existencial. El dilema moral no tardó en aparecer: ¿tienen los científicos responsabilidad sobre el uso de sus descubrimientos? La conciencia de figuras como Oppenheimer y el posterior debate sobre la proliferación nuclear marcaron una época.
Hoy, sin embargo, el relevo ha ocurrido de manera silenciosa pero decisiva: el informático —y, en un sentido más amplio, el ingeniero de datos, el desarrollador de sistemas y el diseñador algorítmico— ocupa el centro de la escena. Su poder no se manifiesta en explosiones visibles ni en tratados internacionales, sino en la estructuración invisible del mundo cotidiano: los datos, las decisiones automatizadas, la infraestructura digital, la información que circula y la que se oculta.
Esta transición implica un cambio en la forma del poder. Mientras que el físico del siglo XX operaba mayoritariamente dentro de instituciones estatales, el informático contemporáneo se encuentra en un campo mucho más distribuido y opaco, donde confluyen grandes corporaciones tecnológicas y agencias gubernamentales.
Este poder técnico, precisamente por ser estructural y no visible, depende de forma alarmante de la conciencia individual de quienes lo ejercen. En un contexto donde los algoritmos deciden créditos, sentencias, diagnósticos médicos o estrategias militares, la integridad ética del desarrollador deja de ser una cuestión privada: se convierte en un asunto político de primer orden.
Aquí emerge una tensión profunda entre dos modelos de ética profesional: por un lado, la ética de la conciencia, que apela a la responsabilidad individual del técnico; por otro, la ética de la función, que se ampara en la neutralidad del rol dentro de un sistema más amplio. Y cuando los sistemas en cuestión afectan a millones de personas sin posibilidad de control democrático, la neutralidad se vuelve cómplice.
En este contexto, es imperiosa la construcción de una "ética algorítmica pública" sustentada en principios de transparencia, responsabilidad compartida y límites normativos al uso de inteligencia artificial en dominios sensibles. Una democracia que funcione mediante sistemas que ni los ciudadanos ni sus representantes comprenden, no es posible considerarse una democracia.
La soberanía, entendida como la capacidad colectiva de decidir sobre los asuntos comunes, se ve socavada cuando los códigos que rigen la vida social son ininteligibles. En ese sentido, el poder informático exige lo mismo que en su momento se reclamó al poder atómico: control, regulación, vigilancia institucional y, sobre todo, un reconocimiento explícito de su dimensión política.
Hoy el mundo depende de la honestidad y de la conciencia de los informáticos. Pero no debe celebrarse como progreso, sino como vulnerabilidad sistémica que exige urgente reforma institucional.
En resumen, la interpretación científica puede moldear la política global y la vida cotidiana. Científica, informática y médica, pues tampoco estuvo nada clara, habida cuenta las contradicciones científicas o pseudocientíficas, el reconocimiento de ciertos Laboratorios en cuanto a los sueros que llamaron vacunas, y la desconfianza que generó en buena parte de la población mundial la declaración de pandemia universal por la OMS en el año 2019. Algo que asimismo exige un planteamiento y sistemática similares a los formulados aquí sobre el rol del informático…