Universidad de sal

Como la mujer de Lot, la universidad venezolana está convertida en estatua de sal. La vieja academia se quedó ensimismada, mirando hacia atrás, sobrecogida y paralizada por el temor a los cambios. Avanza por inercia y vive de sus glorias pasadas. Es, qué duda cabe, la institución más conservadora de la Venezuela contemporánea.

Su estructura preserva algo más que las formas del modelo medieval. La expresión más acabada de ese arcaico paradigma es el claustro universitario, con su calco en cada facultad en las llamadas asambleas, las cuales son cualquier cosa, menos asambleas. La palabra y figura del claustro le vienen de la universidad monástica y monárquica. Puro formol y mortaja.

Así transitó los siglos, con no pocos sacudimientos, como el de la Reforma de Córdoba en la Argentina de 1918. O el de aquellos albores libertarios, con los estatutos republicanos dictados por Simón Bolívar, en 1827. Pero las fuerzas conservadoras siempre terminaron por retornar al regazo colonial e imponer la fuerza inmovilizante del pasado.

En Venezuela, la universidad se colocó de espaldas al pueblo y se divorció de su realidad. Los millares de jóvenes que cada año quedaban excluidos de sus aulas, no eran su problema. Por el contrario, ese drama colectivo lo convirtió en un negocio que, vía prueba interna, pasó a engrosar lo que denominó “ingresos propios”, una forma de asalto, hay que reconocerlo, a mano desarmada.

En su seno, afloraron las roscas y grupos de interés. También los apellidos, para no irles a la zaga a los mantuanos del valle. O a sus amos, como los llamó Herrera Luque. Algunos nombres que despotrican de la elección indefinida, se hicieron indefinidos en cátedras, departamentos, institutos, escuelas y facultades. Los cargos en unos casos se volvieron hereditarios y, en otros, conyugales. Siempre partidistas.

La exclusión intramuros pasó invicta el siglo XX y se aferra a su claustro en pleno siglo XXI. Los “académicos” ultramontanos se irritan ante la sola posibilidad de que los trabajadores y empleados puedan tener derecho al voto para elegir a las autoridades. Gritan que eso sería el fin de una academia que, hace rato, está momificada. Estos catedráticos se consumen ante la sola propuesta de homologar el voto estudiantil y el profesoral. ¡Y se dicen democráticos!

¡Cómo pesan las arcaicas estructuras de la vieja universidad! A la altura de esta línea, para regocijo ventajista de las roscas “académicas”, es hora de que los profesores instructores por concurso de oposición no tienen derecho de voto para escoger las autoridades rectorales, ni de facultad, ni de nada. Poco importa que sobre ellos recaiga el mayor peso de la docencia en casi todas las universidades llamadas autónomas.

El siglo XXI ya no soporta a estos viejos mastodontes que tanto hablan de democracia y tanto la niegan. El claustro como estructura, digámoslo de una buena vez, debe volar en pedazos. Sobre sus escombros ha de renacer la nueva universidad, de cara al país, consustanciada con el pueblo y sus problemas y verdaderamente democrática. Desde los directores de escuelas hasta el equipo rectoral deben ser elegidos por toda la comunidad universitaria, sin exclusión.

Los que vociferan que el gobierno bolivariano amenaza la autonomía, en realidad es a estos cambios a lo que temen, a la verdadera profundización de la democracia universitaria. Cambios que están por cumplirse en forma inexorable. Las fuerzas conservadoras podrán retardarlos algo, pero no los detendrán. Con no poco pavor, esas fuerzas oyen que las campanas empiezan a doblar por el viejo claustro y sus momificados e inútiles pero costosos faraones “académicos”.

Lo de “académicos” es un decir. La exclusión como electores de trabajadores y empleados, de los profesores instructores, así como el valor de 25% que en la obsoleta ley se le asigna al voto estudiantil con respecto al profesoral, no ha significado la elección como autoridades de los más académicos. Hoy mismo, en este aquí y ahora, se puede hacer una larga lista de cargos rectorales y de decanos ejercidos por quienes nunca se han destacado en la investigación ni en la docencia, no han presentado debidamente sus trabajos de ascensos, no han escrito un solo libro, no tienen los títulos que exige la ley y ni siquiera han pronunciado alguna frase que los recuerde, sino para la historia, al menos para la anécdota.

Y a todas y cada una de esas autoridades, las ha elegido el añejo claustro y las esclerosadas Asambleas de Facultad. Hacia ese inconmovible pasado que tanto pesa sobre el presente y hace nugatorio el futuro, mira y se aferra la universidad que emula a la mujer de Lot, la universidad convertida en estatua de sal.

earlejh@hotmail.com


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Earle Herrera

Profesor de Comunicación Social en la UCV y diputado a la Asamblea Nacional por el PSUV. Destacado como cuentista y poeta. Galardonado en cuatro ocasiones con el Premio Nacional de Periodismo, así como el Premio Municipal de Literatura del Distrito Federal (mención Poesía) y el Premio Conac de Narrativa. Conductor del programa de TV "El Kisoco Veráz".

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