Nobel de Ignorancia

Estimo a quien me corrige porque me enseña a aprender. Escribí una columna sobre la politización implícita en los premios Nobel y, quizás, tuve el desacierto de titularla: “Arias, un Nobel que deshonra”, porque la hice en momentos en que entraba en vigencia en Costa Rica el TLC, último ataque del neoliberalismo sobre lo que queda de independencia en las economías latinoamericanas y pensé que un Nobel de Paz, como Arias, por demás presidente, que se prestara a ese juego sucio, no era digno de llevar el mote de pacifista cuando lo que está es contribuyendo a la entronización del neocolonialismo económico en Latinoamérica, moderna expresión de la esclavitud antigua, condición denigrante que sirvió de plataforma a la eclosión del capitalismo en el siglo XVIII.

La columna, como tantas otras, fue amablemente acogida por aporrea.org, un portal que coordinan desde Venezuela unos caros amigos a quienes agradezco la deferencia que han brindado a mis discutidas entelequias.

Otro colaborador del portal, Federico Picado Gómez, escribe en defensa de Arias bajo un título, bastante irónico: “Un Nobel para Octavio Quintero”, candidatura que acepto si, y sólo si se crea el Nobel de Ignorancia, que pondría sobre mis hombros la necesidad de esforzarme más en lo que pienso con el fin de asegurarme también más en lo que digo.

No, si yo no estoy cuestionando el Nobel de Paz al doctor Oscar Arias, sino la forma como los eruditos de Noruega (y perdón porque en la columna de marras puse dizque Estocolmo), lo asignan al vaivén de las conveniencias políticas, tanto en el campo científico como en el de la insondable subjetividad que se configura en los Nobel de Paz o de Literatura.

La mención del Nobel de Arias fue un ejemplo, como también fueron ejemplos los de Friedman y Krugman; o como probablemente entre los lectores haya gente que encuentre candidatos más merecedores de premios Nobel que quienes en determinadas circunstancias los han recibido.

Pero, yendo más allá, debemos convenir que todos los premios y todos los concursos se componen más de intereses creados de momento que a meritos precisos de los agraciados. Empezando, y por supuesto, los tales reinados de belleza que terminaron siendo en Colombia, y no creo que sea una excepción del concurso en otros países y hasta en el campo orbital, una puja entre los narcotraficantes que querían convertir en reinas a sus futuras mozas.

Quise traer a colación lo de Arias porque casaba con la puesta en vigencia del TLC en Costa rica, último eslabón del neoliberalismo que arrebatará a los países en desarrollo toda posibilidad y toda autonomía de ser los dueños de su propio destino.

Tal vez, y admito sin tribulaciones, que soy un utopista al considerar que los eruditos de Noruega no sólo debieran considerar la paz como lo opuesto a la guerra, sino también, y sobre todo, la paz que se establece para que nunca vaya a conducir a una guerra. Y en ese orden de ideas, si mi interpretación de Kant no es errónea, fue que concibió su obra, mencionada en mi columna, sobre la Paz perpetua.

Mi concepción de paz no es la que se logra para poner fin a una guerra sino especialmente, y ante todo, la que no da pábulo a tensiones sociales tan tirantes como para que los sujetos se vayan a la guerra.

Yo no tengo presente ahora si en la tensión tan grande que vivieron los países centroamericanos influyeron tanto los intereses políticos del Imperio como los económicos de cada nación en particular, o como región en general. Puedo investigarlo y estoy seguro que habrá cuestiones socioeconómicas que contribuyeron a prender la mecha de manera importante.

El mismo columnista Federico Picado Gómez nos ilustra sobre algo que no sabía y que a partir de su información sobre el Nobel Arias, doy por cierto:

Que desde su lejana presidencia (1986-1990) (…) “El proceso de transformación de la economía costarricense, que incluye la pérdida de los acentos tradicionales en la cuestión social y que transita por la venta de empresas patrimonio del estado nacional, que nos lleva hasta el presente con la apertura de mercados regulados para la actividad bancaria, telecomunicaciones, energía y seguros mercantiles, se inició durante la primera administración de gobierno del Dr. Arias Sánchez de 1986 a 1990, por lo que su pensamiento económico ha ido al ritmo que lo dicta el mundo actual y a la necesidad estratégica, conforme a su visión e intereses, de insertar la economía costarricense en un nuevo escenario internacional y en este sentido se puede afirmar que el Dr. Arias Sánchez como político, es un hombre que, aunque no estemos de acuerdo con él, sabe moverse en el mundo de hoy”.

Bueno, no queda más que decir: que quizás Arias no sólo merecía entonces el Nobel de Paz sino también el de Economía. Lástima que se le hubiera atravesado Friedman.

Lo que si discuto aquí y en cualquier escenario es que no se puede considerar hombre de paz a un presidente que, en antes por lo dicho por Federico, y ahora por lo visto, está haciendo todo lo posible para que los que ahora vivimos en paz mañana tengamos que estar en guerra.

Es cierto que en detalle no me ocupo ni ocuparé de la carrera de Arias, lo que no me inhibe de juzgarlo por su iluminado pragmatismo, que se desprende del párrafo anterior cuando Federico dice que su virtud consiste en “saberse mover en el mundo de hoy”. Cuando me opongo al neoliberalismo, es porque en estos largos años de aplicación a rajatabla, sólo ha conseguido exacerbar los ánimos de unos pueblos que finalmente han tenido que acudir a la violencia para sacudirse el yugo de unos títeres latinoamericanos que han entregado el patrimonio y la soberanía de sus pueblos a la explotación inmisericorde del gran capital. No gratis, por supuesto.

Pero en verdad, ruego el favor de no considerar mi ejemplo como una ojeriza personal al presidente Arias de Costa Rica, sino como una posición ideológica, y casi filosófica, que me permití expresar en torno a los premios Nobel que tan hábilmente distribuye sus alamares entre tirios y troyanos como para que ninguno de ellos vaya a dirigir sus baterías sobre el venerado inventor de la pólvora.



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Octavio Quintero


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