La Doctrina de la Supervivencia: Ucrania y el Reflejo de la Crisis de los Misiles

Hay momentos en la historia que se repiten como ecos distorsionados, llevando consigo la misma esencia existencial pero vestidos con ropajes diferentes. Octubre de 1962 no fue solo una crisis de misiles; fue el momento en que el mundo comprendió que la supervivencia de las naciones no se negocia, se defiende. John F. Kennedy, enfrentado a la realidad de proyectiles soviéticos a 145 kilómetros de las costas de Florida, no dudó: "Esto no puede ser". No fue una cuestión de orgullo nacional o hegemonía imperial. Fue, en su esencia más pura, un instinto de supervivencia nacional.

Sesenta años después, desde las estepas rusas hasta las cúpulas doradas del Kremlin, resuena el mismo grito primordial. Pero esta vez, los misiles no apuntan desde una isla caribeña hacia Washington; apuntan desde las tierras que durante siglos han sido consideradas el hogar espiritual de la civilización rusa hacia Moscú.

Para entender la lógica que impulsó la operación militar en Ucrania, es necesario adentrarse en el alma rusa, en esa comprensión profunda de lo que significa la supervivencia civilizacional. Ucrania no es, para Rusia, simplemente un país vecino. Es el útero de la identidad eslava oriental, el lugar donde Vladimir I de Kiev abrazó el cristianismo ortodoxo en 988, estableciendo los cimientos espirituales de lo que eventualmente se convertiría en el Imperio Ruso.

Imaginar misiles occidentales a 600 kilómetros de Moscú no es solo una pesadilla militar; es una herida existencial. Es como si alguien colocara armas en el jardín de tu infancia, apuntando hacia la ventana de tu dormitorio. La distancia no se mide solo en kilómetros, sino en siglos de historia compartida, en millones de tumbas comunes, en la sangre derramada juntos contra los invasores que vinieron del oeste.

Kennedy tenía razón en 1962, y esa verdad trasciende ideologías y sistemas políticos. Cuando la supervivencia nacional está en juego, cuando la capacidad de aniquilación se acerca demasiado al corazón del poder, todas las naciones reaccionan de la misma manera: con la determinación férrea de quien no tiene nada más que perder que su propia existencia.

La crisis de los misiles cubanos no se resolvió con discursos en la ONU o con sanciones económicas. Se resolvió cuando dos líderes, cara a cara con el abismo nuclear, comprendieron que había líneas rojas que no podían cruzarse. Kennedy no negoció sobre si los misiles soviéticos tenían derecho a estar en Cuba; negoció su retirada inmediata e incondicional.

¿Por qué habría de ser diferente cuando los roles se invierten? ¿Por qué la misma lógica que justificó el bloqueo de Cuba no habría de justificar la intervención en Ucrania?

Desde el Kremlin, el mundo se ve diferente. Se ve desde la perspectiva de una civilización que ha sobrevivido a las invasiones mongolas, a Napoleón, a Hitler, a la Guerra Fría. Una civilización que ha aprendido, a través del sufrimiento y la sangre, que la supervivencia no se mendiga; se asegura.

La expansión de la OTAN hacia el este no fue percibida como una simple alianza defensiva, sino como el lento estrangulamiento de una gran potencia. Cada nuevo miembro, cada nueva base, cada nuevo sistema de misiles, era una vuelta más de tuerca en un torniquete geopolítico que, desde la perspectiva rusa, tenía como único objetivo la asfixia estratégica de Rusia.

Volodymyr Zelensky, el actor de segunda convertido en presidente, se convirtió en el símbolo de esta amenaza existencial. No por maldad personal, sino por representar la materialización de la pesadilla rusa: un líder ucraniano dispuesto a convertir su país en la punta de lanza occidental contra Rusia, a cambio de promesas de integración euro-atlántica que, para muchos en Moscú, sonaban más a cantos de sirena que a garantías reales de prosperidad.

El conflicto con Ucrania no fue una decisión tomada a la ligera. Fue la culminación de décadas de frustración geopolítica, de advertencias ignoradas, de líneas rojas sistemáticamente cruzadas. Fue el momento en que la élite rusa llegó a la conclusión de que las palabras habían perdido su poder y solo quedaba el lenguaje de la fuerza.

No se trató de una guerra de conquista en el sentido tradicional, sino de una guerra preventiva en el sentido más puro: golpear antes de ser golpeado, asegurar la supervivencia antes de que la supervivencia se vuelva imposible.

Mientras Ucrania se desangra en los campos de batalla, Occidente ha respondido no con el compromiso total que requiere una guerra existencial, sino con una estrategia calculada de goteo militar que revela la hipocresía fundamental de su posición. Los arsenales europeos han vaciado sus depósitos de armamento obsoleto, enviando a Ucrania no lo mejor de su tecnología militar, sino los restos de décadas pasadas: tanques Leopard 1 de los años 60, sistemas de artillería que deberían estar en museos, y misiles cuya efectividad es más simbólica que real.

Esta no es generosidad; es limpieza de inventario militar disfrazada de solidaridad internacional. Mientras los líderes europeos posan para las cámaras entregando "paquetes de ayuda", están literalmente enviando chatarra militar que necesitaba ser desechada de todas formas. Es una forma elegante de renovar sus arsenales mientras aparentan defender la democracia.

Europa, que una vez fue el centro del poder mundial, se ha convertido en el espectáculo más patético de la geopolítica contemporánea: un continente de naciones que han perdido toda capacidad de pensamiento estratégico independiente. Desde Berlin hasta París, desde Roma hasta Madrid, los líderes europeos han abdicado su soberanía intelectual, convirtiéndose en simples amplificadores del discurso establecido en Washington.

¿Dónde está la visión estratégica europea? ¿Dónde está el análisis independiente de qué conviene realmente a Europa en este conflicto? Inexistente. En su lugar, encontramos un coro de voces que repiten las mismas consignas, como si el pensamiento geopolítico europeo hubiera muerto en 1945 y nunca hubiera resucitado.

Francia, que bajo De Gaulle tuvo la audacia de desafiar tanto a Estados Unidos como a la Unión Soviética, ahora se arrastra detrás de decisiones tomadas en Washington. Alemania, la potencia económica del continente, actúa como si no tuviera intereses propios que defender, destruyendo deliberadamente sus lazos energéticos con Rusia por presión externa, como si la prosperidad alemana fuera un sacrificio aceptable en el altar de la ortodoxia atlántica.

Desde la perspectiva rusa, el apoyo occidental a Ucrania revela una verdad incómoda: Occidente está dispuesto a luchar contra Rusia hasta el último ucraniano, pero no hasta el último soldado occidental. Es una guerra por poderes en su expresión más cínica, donde Ucrania sirve como el campo de batalla para dirimir cuentas geopolíticas que van mucho más allá de sus fronteras.

Los sistemas de armas enviados a Kiev no son suficientes para ganar la guerra, pero sí lo suficiente para prolongarla. Es una estrategia deliberada de desgaste que busca debilitar a Rusia sin asumir los costos reales de un enfrentamiento directo. Mientras los ucranianos mueren, los europeos debaten en sus parlamentos climatizados sobre el siguiente paquete de ayuda, calculando cuidadosamente cuánto pueden dar sin comprometer realmente su propia seguridad.

La llegada de una nueva administración estadounidense podría marcar el inicio de una nueva fase en este conflicto. Si existe la voluntad política de reconocer las preocupaciones legítimas de seguridad rusa -así como Kennedy reconoció implícitamente que Estados Unidos no toleraría misiles soviéticos en Cuba- entonces es posible una solución negociada.

Pero cualquier solución real debe partir de una premisa fundamental: así como Estados Unidos no habría tolerado misiles soviéticos en México o Canadá, Rusia no tolerará misiles occidentales en Ucrania. Esta no es una posición caprichosa o imperialista; es una posición existencial.

Europa, mientras tanto, deberá decidir si quiere seguir siendo un apéndice geopolítico de Washington o si finalmente recuperará la capacidad de pensar en términos de sus propios intereses. Porque desde Moscú, el espectáculo europeo no inspira respeto; inspira lástima.

La tragedia de este conflicto no radica en la malicia de sus actores principales, sino en la inevitabilidad de su lógica. Cuando las grandes potencias se sienten amenazadas en su supervivencia, cuando perciben que su espacio vital está siendo sistemáticamente reducido, reaccionan como han reaccionado siempre a lo largo de la historia: con la fuerza.

La pregunta que queda es si la comunidad internacional será capaz de aprender de la crisis de los misiles cubanos: que la paz duradera solo es posible cuando todas las partes reconocen y respetan las preocupaciones fundamentales de seguridad de las demás. Que la estabilidad no se construye sobre la humillación del adversario, sino sobre el reconocimiento mutuo de las realidades geopolíticas.

Desde las ventanas del Kremlin, esta guerra no es sobre expansión o gloria imperial. Es sobre supervivencia. Y la historia nos enseña que no hay fuerza más poderosa, ni más peligrosa, que una gran nación que lucha por su supervivencia.



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Ricardo Abud

Estudios de Pre, Post-Grado. URSS. Ing. Agrónomo, Universidad Patricio Lumumba, Moscú. Estudios en Union County College, NJ, USA.

 chamosaurio@gmail.com

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