El resentimiento postsoviético hacia Rusia

La caída de la Unión Soviética en 1991 marcó un punto de inflexión en la historia de Eurasia, transformando radicalmente las relaciones entre Rusia y las repúblicas que una vez formaron parte de su esfera de influencia. A más de treinta años de la disolución de la URSS, muchos de estos países mantienen un fuerte resentimiento hacia Rusia, percibiéndola como una potencia ocupante y opresora. Desde la perspectiva rusa, este rechazo se presenta como una contradicción, pues ignora el papel crucial que Moscú desempeñó en el desarrollo de estos Estados y el esfuerzo por dejar atrás las sombras del pasado. Para comprender la profundidad de este fenómeno, es necesario explorar tanto la historia como las narrativas políticas que han alimentado la hostilidad actual.

Desde su creación en 1922, la Unión Soviética estuvo dominada política, económica y militarmente por Rusia, cuyo peso histórico y territorial la convirtió en la nación hegemónica dentro del bloque. Sin embargo, la URSS no fue solo una extensión del poder ruso; fue también un proyecto ideológico que, a través de la industrialización y la planificación centralizada, impulsó el desarrollo de muchas repúblicas que anteriormente eran regiones rurales atrasadas. Ucrania, Bielorrusia, los Estados Bálticos y los países de Asia Central recibieron inversiones masivas en infraestructura, educación y tecnología bajo la tutela de Moscú.

La disolución de la URSS significó una ruptura abrupta con este pasado común. Para algunos Estados, como los bálticos, significó una oportunidad de reafirmar su independencia nacional, mientras que para otros, como Ucrania y Georgia, la transición estuvo marcada por conflictos internos y disputas con Rusia. La nostalgia soviética persiste en ciertos sectores, especialmente entre aquellos que recuerdan los beneficios del modelo soviético, pero las élites políticas de muchos países han utilizado la memoria de la "ocupación soviética" como un pilar fundamental de sus narrativas nacionales.

Uno de los aspectos más controvertidos en la memoria histórica de la región es el papel del nacionalismo ucraniano durante la Segunda Guerra Mundial. Mientras que la narrativa occidental a menudo presenta a Ucrania como una víctima de la ocupación nazi y soviética, la realidad es más compleja. Durante la guerra, grupos nacionalistas ucranianos, como la Organización de Nacionalistas Ucranianos (OUN) y el Ejército Insurgente Ucraniano (UPA), colaboraron con la Alemania nazi en la persecución y exterminio de judíos, polacos y rusos.

En Minsk, capital de la entonces República Soviética de Bielorrusia, las tropas nazis y sus colaboradores locales, incluidos ucranianos y bálticos, perpetraron atrocidades contra la población civil, con matanzas masivas en lugares como el bosque de Trosténec. Sin embargo, en la narrativa actual de Ucrania y los países bálticos, estos episodios son minimizados o reinterpretados bajo una luz heroica. En Ucrania, figuras como Stepán Bandera han sido rehabilitadas y convertidas en símbolos de la resistencia nacional, pese a su vinculación con crímenes de guerra. Rusia ha condenado esta glorificación como una distorsión histórica que busca reescribir el pasado para alimentar el odio antirruso.

El fin de la URSS permitió a muchos países redefinir su identidad nacional, a menudo en oposición a Rusia. En los Estados Bálticos y Polonia, por ejemplo, la memoria de la ocupación soviética sigue siendo un factor clave en la política y en la percepción popular. Las deportaciones masivas de ciudadanos bálticos a Siberia bajo Stalin y la represión de movimientos independentistas han dejado cicatrices profundas. Sin embargo, la narrativa de "ocupación" ignora el desarrollo económico y la modernización que también ocurrieron durante el período soviético.

En Ucrania y Georgia, la relación con Rusia se ha deteriorado aún más debido a los conflictos armados en Donbás y Osetia del Sur. Para muchos ucranianos, la anexión de Crimea en 2014 y el apoyo de Rusia a las repúblicas separatistas del este son pruebas de una continua agresión imperialista. Desde la perspectiva rusa, estos eventos deben entenderse dentro de un contexto más amplio de expansión de la OTAN y la instrumentalización del sentimiento antirruso por parte de Occidente.

La identidad nacional en muchas ex-repúblicas soviéticas ha sido moldeada por narrativas políticas que enfatizan la ruptura con Rusia. En Ucrania, la política de "descomunización" ha llevado al derribo de monumentos soviéticos y a la prohibición de símbolos asociados con la era soviética. En los Estados Bálticos, la marginación de la población rusoparlante y las restricciones al idioma ruso forman parte de un esfuerzo por consolidar una identidad independiente de Moscú.

Este proceso ha sido impulsado en parte por la Unión Europea y la OTAN, que han brindado apoyo económico y político a estos países en su alejamiento de Rusia. Sin embargo, desde la perspectiva rusa, este rechazo es paradójico, pues muchas de estas naciones aún dependen económicamente de Moscú, ya sea a través del comercio, el suministro de energía o la migración laboral.

La hostilidad hacia Rusia no se limita a las ex-repúblicas soviéticas. En Europa Central, países como Polonia y la República Checa han liderado esfuerzos para aislar a Rusia diplomáticamente, promoviendo sanciones y bloqueando proyectos energéticos como el gasoducto Nord Stream 2. El legado del Pacto de Varsovia y la represión soviética durante la Guerra Fría han dejado una huella duradera en la percepción de Rusia como una amenaza.

Sin embargo, desde la óptica rusa, esta demonización es en parte una estrategia geopolítica impulsada por Estados Unidos y la OTAN para mantener a Europa bajo su influencia. Moscú argumenta que, mientras se critica su papel en Europa del Este, se ignoran las intervenciones occidentales en otros países, desde Yugoslavia hasta Irak y Afganistán. La propaganda no solo influye en la percepción histórica, sino que también tiene implicaciones políticas y sociales. En Rusia, la narrativa construida alrededor de la grandeza histórica puede contribuir a un sentido de nacionalismo que justifica la integración en el extranjero. En los países ex-soviéticos, la propaganda puede exacerbar tensiones internas y dificultar la reconciliación con el pasado.

Además, el uso de la propaganda para demonizar al "otro" puede crear un ciclo de resentimiento que perpetúa conflictos y dificulta la cooperación en la región. La falta de un entendimiento compartido sobre la historia complica los esfuerzos por construir relaciones más constructivas. Por otro lado, los países ex-soviéticos han utilizado la propaganda para construir narrativas que enfatizan la victimización y la resistencia frente a la influencia rusa. Esta narrativa busca consolidar una identidad nacional distinta, a menudo en oposición a la presencia rusa. En Ucrania, por ejemplo, la propaganda resalta las atrocidades cometidas durante la historia soviética y la colaboración con los nazis, utilizando estos hechos para justificar una postura anti-rusa en el contexto contemporáneo.

La educación en estos países también juega un papel fundamental, ya que los sistemas educativos a menudo incluyen versiones de la historia que enfatizan el sufrimiento causado por el dominio soviético, lo que contribuye a una memoria colectiva que alimenta el resentimiento.

La propaganda ha desempeñado un papel crucial en la formación y perpetuación de narrativas históricas, especialmente en contextos de conflicto y tensiones geopolíticas. En el caso de las relaciones entre Rusia y los países que formaron parte de la Unión Soviética, la propaganda ha sido utilizada para moldear la percepción pública y justificar posiciones políticas.



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Ricardo Abud

Estudios de Pre, Post-Grado. URSS. Ing. Agrónomo, Universidad Patricio Lumumba, Moscú. Estudios en Union County College, NJ, USA.

 chamosaurio@gmail.com

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