La política como espectáculo y como parodia

La subordinación de la praxis política al mercado es la expresión más acabada del triunfo incuestionable del individualismo hedonista (https://bit.ly/2QIhEMG) implantado –por las posturas ultra-liberales– como cultura y estilo de vida en el Estado, la escuela, la familia y, prácticamente, en cualquier ámbito de la vida social. En este contexto, los líderes y los partidos políticos se mercadean (https://bit.ly/33ZaKWR) como baratijas sin sustancia ni contenido, ni esencia ideológica; imperando en ello el cínico pragmatismo y la ausencia de referentes y de un conocimiento acabado respecto a los problemas públicos. Ello es una manifestación más de la pérdida de fe en la política como praxis para construir respuestas que contribuyan a resolver los problemas públicos que se ciernen sobre las mayorías. A lo suma, las decisiones cruciales quedan en manos de cuerpos técnicos del Estado que también se muestran distantes ante el maremágnum de necesidades y urgencias de las colectividades.

En ese vértigo de la banalidad, impera la lucha del poder por el poder mismo, y se apela a la pulsión emocional del votante –que no del ciudadano– para defenestrar y aplastar a "el otro". La despolitización de la sociedad marcha a la par de la desciudadanización y del eclipsamiento de toda posibilidad para construir respuestas y soluciones de largo plazo ante la pauperización de las condiciones de vida en sociedad. De cara al capitalismo genocida y su patrón de acumulación por desposesión y despojo, la clase política –en ninguno de sus signos ideológicos– cuestiona los fundamentos de las estructuras de poder, riqueza y dominación. Más bien, se asumen como gestores acomodaticios y distantes de las necesidades de las comunidades y, demagógicamente, como mesías ante el colapso civilizatorio que inunda por doquier y que hace naufragar al mundo contemporáneo.

El espectáculo de las élites políticas es tal que obvian toda posibilidad de reflexión y de contrastación de sus vociferaciones. La misma corrupción rampante se impone como espectáculo con el cual se pretende ridiculizar o denigrar al adversario. Entonces, predomina en la arena pública la lapidación de la palabra; en tanto que el argumento es suplantado por la emoción y la ocurrencia desmedida. De la ocurrencia se transita a la improvisación y al cortoplacismo, y se hace del acto de gobierno y de la conducción de la sociedad un camino desviado y sin sentido. De ahí que las pugnas entre facciones de las élites se diriman en un estercolero que conjuga redes sociodigitales, discursos sin eco, imagen –más que palabra– a manera de mercadería con envoltorio, parafernalias y teatralidades, conspiranoias, paliativos e incapacidad para imaginar proyectos de sociedad alternativos. No restándole al ciudadano (concebido como cliente) no más aliciente que "votar por el menos malo" en cada cita con las urnas. De este modo, la frivolidad se apodera del escenario y la razón es asaltada con la enjundia de quien desconoce y ningunea a la política como vía de transformación social.

El espectáculo y la parodia de la praxis política alcanzó su más acabada expresión con Carlos Saúl Menem en la Argentina al contraer matrimonio con una ex Miss Universo en medio de la hecatombe privatizadora del sector público. O con Abdalá Bucarám y su proclividad a asaltar las plazas públicas del Ecuador como "Rock Star" al cantar y bailar (https://bit.ly/3oSX1KI). O el ataque con arma punzocortante a Jair Bolsonaro en plena campaña electoral del 2018 y su enunciación como mesías ante los "peligros del socialismo". O los saltimbanquis y orangutanes del circo público mexicanos que incluye desde el "¿y yo por qué?" de Vicente Fox y su diarrea verbal sin sentido ni estructura, hasta Enrique Peña Nieto y su farandulera Presidencia, y demás deportistas, luchadores profesionales, cómicos, intérpretes gruperos, influencers que prometen "las tetas y el paraíso" ("#ChichisParaTodas porque una mujer con chichis es una mujer empoderada") (https://bit.ly/3wACv49) y candidatos que bailan streaptease, cantan géneros populares, golpean personas, insultan a reporteros, emergen de un ataúd (https://bit.ly/3utDAt8) y mienten sin pudor y sin límites. Y que en medio de la desolación abierta por la débil cultura ciudadana suelen buscar el voto de un electorado sin brújula y sin mínima capacidad para procesar la información que sustente el ejercicio del pensamiento crítico.

La más acabada expresión de este pensamiento parroquial que raya en la banalidad lo representó el Presidente Andrés Manuel López Obrador y su Subsecretario de Salud al inicio de la crisis pandémica, pese a asegurar que el gobierno mexicano contaba con una estrategia sanitaria fundamentada en criterios científicos o técnicos.

El 16 de marzo de 2020 se le preguntó al mandatario mexicano si era necesario que ejerciera la sana distancia en sus eventos públicos y si se realizaría las pruebas que diagnostican el Covid-19. Entonces el Presidente señaló que se respetarían los protocolos sanitarios y solicitó a su Subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell Ramírez, que explicase por qué no era necesaria la prueba y por qué no era pertinente cancelar sus actos públicos. El Subsecretario sentenció que el Presidente tiene derecho a la privacidad y no debe exponerse a ser forzado para realizarse una prueba de Covid-19. Además, este funcionario declaró que el Presidente goza de plena salud y "sería mejor si padeciera coronavirus porque lo más probable es que él en lo individual, como la mayoría de las personas, se va a recuperar espontáneamente y va a quedar inmune." Y sentenció, "la fuerza del Presidente es moral y no es una fuerza de contagio, el Presidente no es una fuente de contagio que pueda contagiar a las masas" (https://bit.ly/3uiO2E0)

El 18 de marzo se interrogó al Presidente, de nueva cuenta, respecto a su intervención en giras de trabajo y eventos públicos, y respondió en el siguiente sentido para asegurar que gozaba de cierta protección: "un escudo protector es como el ‘detente’ [...], el escudo protector es la honestidad, eso es lo que protege, sí, el no permitir la corrupción. Miren aquí está el detente [exhibiendo ante las cámaras los amuletos y demás imágenes], es que me los dan, son mis guardaespaldas, porque no están de más. Aquí está otro detente [muestra otro objeto contenido en una cartera]: ‘detente enemigo que el Corazón de Jesús está conmigo’" (https://bit.ly/3fLSvtv).

Lo anterior evidencia contundentemente no solo la proclividad a corresponderse con las creencias de las mayorías desde la plaza pública –las llamadas conferencias mañaneras–, sino la debilidad misma del Estado mexicano y de sus instituciones de cara a los prejuicios y el socavamiento de su laicidad.

Con los ejemplos referidos, es evidente que los estadistas fueron suplantados por las balandronadas, supersticiones y trivialidades que rayan en una comedia que no alcanza a encubrir la tragedia que asola, desde hace décadas, a las sociedades contemporáneas. El gran inconveniente no son las expresiones desatinadas de esas élites políticas, sino el eco que encuentran en un pueblo ajeno a la reflexión y que naufraga en la indiferencia respecto a los problemas públicos.

La crisis de la política como colapso civilizatorio (https://bit.ly/2OdSmBL) se nutre de la parodia en que fue convertida la vida pública, así como de la infame teatralidad de las élites que pretenden conducir a las sociedades. El espectáculo se acompaña de la denostación, la humillación, la farsa, el engaño, la promesa sin sustento, la pérdida del sentido común y la ausencia de propuestas. Ahondando todo ello el arraigado extravío de las sociedades y su desilusión, desencanto y malestar (https://bit.ly/2ZKkZgg). De tal modo que el malestar en la política y con la política es directamente proporcional a la magnitud de la gravedad de los problemas públicos y a la incapacidad de las elites para edificar metanarrativas que contribuyan a la construcción de la esperanza y a un restablecimiento del sentido de comunidad.

De ahí que ante la instauración de la post-verdad y de la mentira y la desinformación como dispositivos de poder (https://bit.ly/3ivDXOQ), sea urgente que los ciudadanos destierren el lastre de la indiferencia y que cuestionen las formas degradadas en que se ejerce la praxis política y el tratamiento de los problemas públicos. La reconfiguración de la cultura ciudadana atraviesa por hacer del pensamiento crítico un mecanismo para contener el espectáculo que priva en la vida pública y que eclipsa toda posibilidad de deliberación colectiva y de construcción de alternativas. Renovar las élites políticas amerita reestructurar el ser del ciudadano y su interés por los grandes problemas nacionales y mundiales. De lo contrario, la praxis política y el espacio público continuarán raptados por la comedia, la diatriba y la evasión de la realidad.

 



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Isaac Enríquez Pérez

Ph D. en Economía Internacional y Desarrollo. Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.

 isaacep@comunidad.unam.mx      @isaacepunam

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