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Lenin, desmonta la democracia ecuatoriana por el servilismo y colonialismo

En América Latina, el voto por desempeño siempre ha sido clave para explicar el comportamiento electoral y el peso de la economía será difícil de subestimar en un contexto de vacas flacas en el que el impacto de las condiciones internacionales quita grados de libertad a los gobiernos. Además, el desempeño en el terreno de la seguridad parece haber sido más efectivo respecto de los conflictos políticos que del crimen organizado. Si bien la promesa de mano dura ha sido la solución en ambos casos, el fracaso de esta política para resolver la violencia criminal sugiere riesgos para los políticos que busquen apropiarse de esta temática en el mediano plazo.

Los cambios políticos y sociales que vive la región implican nuevos desafíos que producen redistribución de estatus. Las transformaciones demográficas facilitaron la entrada de las mujeres en el mercado de trabajo, y esto genera cambios tanto en su ingreso como en las relaciones domésticas. La entrada de los afrodescendientes en las universidades públicas, por ejemplo, no solamente implica competencia con los blancos por los espacios educativos, sino que también modifica una jerarquía social y provoca cambios de estatus. El matrimonio igualitario acaba con el monopolio otorgado a los heterosexuales respecto a ese estado civil y sus beneficios, y al hacerlo, el valor de la exclusividad se ve amenazado, así como las relaciones domésticas que se sostienen en el modelo de familia «tradicional». Se producen de ese modo procesos de redistribución directos porque las relaciones de estatus son relativas y no es posible que todos suban en estatus, a menos que los individuos cuya posición de privilegio se reduce, se resocialicen con una forma diferente de entender las relaciones interpersonales que le otorgue valor a estar en una relación menos jerárquica.

La reducción de estatus relativo genera incentivos para movilizarse, porque los individuos tienden a ser más afectados por las percepciones de pérdidas que por las de ganancias. Asimismo, los «perdedores» perciben esto como una redistribución de suma cero, ya que el valor de su estatus está dado por la distancia relativa. Es decir, la redistribución de estatus es diferente del material, en el sentido de que esta última puede subir el piso para todos, incluso si lo hace más para unos que para otros. Por el contrario, al ser relativa, la redistribución de estatus implica pérdidas para aquellos que no se ven beneficiados. Desde la oferta política, este voto tiene la ventaja de ser relativamente barato en términos económicos. Es por ello un voto clave para las derechas que buscan ampliar su coalición sin redistribuir ingreso hacia abajo y prefieren prometer estatus en su lugar –la promesa de hacer que «América vuelva a ser grande» de Trump remite a un pasado en el que las jerarquías tradicionales no estaban amenazadas–. Sin embargo, el voto de estatus, por sus características de suma cero, debería exacerbar la polarización, en una región ya de por sí muy polarizada y en un contexto económico desfavorable. No es claro cuál será el impacto de ese eje de polarización en la política latinoamericana. Pareciera que si se superpone con otros ejes podría contribuir a una situación de mayor desgaste de los partidos políticos.

¿Se está muriendo la democracia? La respuesta corta es «no». La larga, para quien esté ávido de detalles, es «claro que no». Y, sin embargo, proliferan conceptos como «recesión democrática», «erosión democrática», «reversión democrática» o «muerte lenta de la democracia». Irónicamente, esto sucede años después de que los seguidores de Francis Fukuyama declararan la victoria eterna de la democracia. Es evidente que no era para tanto. Pero ni la democracia era eterna entonces ni se está terminando ahora. En ausencia de blancos y negros, la actualidad combina gotas de color entre matices de gris, en Libia o norte de África fue de tribus. Después de todo, la democracia es el menos épico de los regímenes políticos. Quizás por eso, agregaría Winston Churchill, es el menos malo. Recientemente, los politólogos europeos Anna Lührmann y Staffan Lindberg publicaron un artículo sobre la «tercera ola de autocratización». Su argumento es que a cada ola de democratización (ya hubo tres) la sucede una contra ola en la que la democracia retrocede. Sin embargo, a partir de una enorme base de datos, concluyen que no debe cundir el pánico: la actual declinación democrática es más suave que la contra ola anterior, y el total de países democráticos sigue cercano a su máximo histórico. No obstante, los fatalistas abundan. Algunos ven golpes de Estado en todos los rincones. Otros sostienen que los golpes pasaron de moda, pero las democracias se siguen desmoronando, ahora por la acción erosiva de quienes las atacan desde adentro. Ambos argumentos merecen consideración.

Fíjense, como Lenin Moreno se destruyó, asimismo, en una receta equivocada.

El problema clásico: los golpes de Estado

La imagen típica de la quiebra democrática es un general deponiendo, y sustituyendo, a un presidente elegido democráticamente. Esa sustitución implicaba un cambio de gobierno pero, sobre todo, un cambio de régimen. El adjetivo habitual era «militar»: un golpe militar daba lugar a un régimen militar. Pero habitualmente era un sobreentendido que no hacía falta reforzar: ¿de qué otro tipo podía ser un golpe? Esto cambió. Hoy abundan todo tipo de calificativos: golpe blando, suave, parlamentario, judicial, electoral, de mercado, en cámara lenta, de la sociedad civil… Esta profusión no debe ser naturalizada. Corresponde preguntarse por qué llegamos del concepto clásico de golpe a esta panoplia de subtipos disminuidos.

Con el politólogo noruego Leiv Marsteintredet realizamos un estudio que titulamos, parafraseando un texto clásico de David Collier y Steven Levitsky, «Golpes con adjetivos». En él observamos que, aunque los golpes de Estado son cada vez más infrecuentes, el concepto es cada vez más utilizado. ¿A qué se debe este desfase entre lo que observamos y lo que nombramos? Logramos identificar tres causas. La primera es que, aunque los golpes son cada vez más inusuales, la inestabilidad política no lo es: en América Latina, varios presidentes vieron su mandato interrumpido en los últimos 30 años. Autores como Aníbal Pérez Liñán demostraron que las causas son distintas, y las consecuencias también: ahora, aunque los presidentes caigan, la democracia se mantiene. Sin embargo, la inercia lleva a usar la misma palabra que utilizábamos antes, como si Augusto Pinochet y Michel Temer encarnaran el mismo fenómeno. La segunda causa es lo que en psicología se llama «cambio conceptual inducido por la prevalencia», un fenómeno que consiste en expandir la cobertura de un concepto cuando su ocurrencia se torna menos frecuente. Una forma más intuitiva de denominar este fenómeno es inercia. La tercera causa es la instrumentación política: a quienes sufren la inestabilidad les sirve presentarse como víctimas de un golpe y no de su propia incompetencia o de un procedimiento constitucional como el juicio político. El contraste entre los «golpes» actuales y los golpes clásicos es tan evidente que hacen falta adjetivos para disimularlo.

Un golpe clásico significaba la interrupción inconstitucional de un gobierno por parte de otro agente del Estado. Los tres elementos constitutivos eran el blanco (el jefe de Estado o gobierno), el perpetrador (otro agente estatal, generalmente las Fuerzas Armadas) y el procedimiento (secreto, rápido y, sobre todo, ilegal). En la actualidad, aunque las interrupciones de mandato siguen ocurriendo, es cada vez más infrecuente que contengan los tres elementos. En ausencia de uno de ellos, se multiplicaron los calificadores que, buscando justificar el uso de la palabra «golpe», dejan en evidencia que no lo es tanto.

Con Marsteintredet argumentamos que la proliferación de adjetivos confunde cuatro fenómenos diferentes, que se expresan en el gráfico. De la combinación de los tres elementos constitutivos clásicos, emergen las siguientes posibilidades:

a) Si el perpetrador es un agente estatal, el blanco es el jefe de Estado y su destitución es ilegal, estamos frente a un golpe de Estado clásico. Los ejemplos típicos incluyen la sustitución de Salvador Allende por Augusto Pinochet en Chile en 1973 y la de Isabel Martínez de Perón por Jorge Rafael Videla en Argentina en 1976.

b) Si el jefe de Estado es destituido ilegalmente pero el perpetrador no es un agente estatal, el acto sería una revolución. Sin embargo, los que prefieren estirar a entender usan «golpe de la sociedad civil», «golpe electoral» o el más ubicuo «golpe de mercado»,. El golpe de mercado es citado, por ejemplo, como causa de la renuncia de Raúl Alfonsín en 1989, en Argentina, mientras que Nicolás Maduro denunció un «golpe electoral» cuando perdió las elecciones legislativas en 2015.

c) Si el perpetrador es un agente estatal y la destitución es ilegal, pero el blanco no es el jefe de Estado, presenciamos lo que se llama autogolpe. Esta palabra es engañosa, porque se refiere a un golpe que no es dirigido contra uno mismo, sino contra otro órgano de gobierno, como cuando el presidente cierra el Congreso. Estos casos incluyen los llamados «golpes judiciales» y el «golpe en cámara lenta», que nosotros denominamos «golpes con adjetivos del tipo 2». El autogolpe arquetípico es el de Alberto Fujimori en 1992, en Perú, pero golpe judicial se aplica a casos como el de Venezuela cuando, en 2017, el Poder Judicial resolvió retirarle las atribuciones legislativas a la Asamblea Nacional) Si el perpetrador es un agente estatal y el blanco es el jefe de Estado pero el procedimiento de destitución es legal, se trata de un juicio político o, como le dicen en Estados Unidos y Brasil, impeachment. La controversia emerge porque, aunque el Poder Judicial ratifique el procedimiento, la víctima puede alegar parcialidad y cuestionar su legitimidad. Aquí surgen el llamado «golpe blando», el «golpe parlamentario» y el aún más paradójico «golpe constitucional». Nosotros los llamamos «golpes con adjetivos del tipo 3». Las destituciones de Fernando Collor de Mello en 1992 y de Dilma Rousseff en 2016 en Brasil han sido denunciadas por sus víctimas como golpes blandos o golpes parlamentarios, dado que no hubo utilización de fuerza militar y ambos procesos se canalizaron por el Congreso con la anuencia del Poder Judicial.

Los golpes con adjetivos se distinguen por la ausencia de uno de los tres componentes clásicos del golpe de Estado. El debate sobre si tal destitución fue golpe o no sigue encendiendo pasiones y, sin embargo, es cada vez menos relevante. Porque, últimamente, las democracias no quiebran cuando cae un gobierno elegido, sino cuando se mantiene.

El problema actual: la muerte lenta.

Hasta la década de 1980, las democracias morían de golpe. Literalmente. Hoy no: ahora lo hacen de a poco, lentamente. Se desangran entre la indignación del electorado y la acción corrosiva de los demagogos. Mirando más atrás en la historia, los politólogos estadounidenses Steven Levitsky y Gabriel Ziblatt advierten que lo que vemos en nuestros días no es la primera vez que ocurre: antes de morir de pronto, las democracias también morían desde adentro, de a poquito. Los espectros de Benito Mussolini y Adolf Hitler recorren su libro de 2018, Cómo mueren las democracias, como ejemplo de que la democracia está siempre en construcción y las elecciones que la edifican también pueden demolerla. Esta obra es un llamado a la vigilancia para mantener la libertad.

Aunque la comparación de Hitler y Mussolini con Hugo Chávez es manifiestamente exagerada, los autores subrayan la similitud de las rutas que los llevaron al poder: siendo tres personajes poco conocidos que fueron capaces de captar la atención pública, la clave de su ascenso reside en que los políticos establecidos pasaron por alto las señales de advertencia y les entregaron el poder (Hitler y Mussolini) o les abrieron las puertas para alcanzarlo (Chávez). La abdicación de la responsabilidad política por parte de los moderados es el umbral de la victoria de los extremistas.

Un problema de la democracia es que, a diferencia de las dictaduras, se concibe como permanente y, sin embargo, al igual que las dictaduras, su supervivencia nunca está garantizada. A la democracia hay que cultivarla cotidianamente. Como eso exige negociación, compromiso y concesiones, los reveses son inevitables y las victorias, siempre parciales. Pero esto, que cualquier demócrata sabe por experiencia y acepta por formación, es frustrante para los recién llegados. Y la impaciencia alimenta la intolerancia. Ante los obstáculos, algunos demagogos relegan la negociación y optan por capturar a los árbitros (jueces y organismos de control), comprar a los opositores y cambiar las reglas del juego. Mientras puedan hacerlo de manera paulatina y bajo una aparente legalidad, argumentan Levitsky y Ziblatt, la deriva autoritaria no hace saltar las alarmas. Como la rana a baño maría, la ciudadanía puede tardar demasiado en darse cuenta de que la democracia está siendo desmantelada.



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Emiro Vera Suárez

Profesor en Ciencias Políticas. Orientador Escolar y Filósofo. Especialista en Semántica del Lenguaje jurídico. Escritor. Miembro activo de la Asociación de Escritores del Estado Carabobo. AESCA. Trabajó en los diarios Espectador, Tribuna Popular de Puerto Cabello, y La Calle como coordinador de cultura. ex columnista del Aragüeño

 emvesua@gmail.com

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