¿Es revolución política o revolución espiritual? Parte II

Retomando lo que escribí en la Parte I de este modesto escrito, es apropiado decir que el pueblo desde su decidida y firme voz no es más que la expresión –valga el dicho popular— la voz de Dios.

Si queridos compatriotas, hubo en Venezuela en estas últimas cuatro décadas toda una entelequia dizque democrática, la cual viene siendo arrastrada desde principios del siglo XX. Con una fuerza de la iniquidad que tuvo su cenit en el gobierno de Carlos Andrés Pérez II y su casi extinción al final del gobierno de Rafael Caldera II (1.998). Por que a partir de la década de los noventa se instauran en Venezuela las fuerzas revolucionarias del cambio, que de hecho son las fuerzas y el anhelo de todo un pueblo que no quiso seguir bajo la tutela de gobernantes serviles, sumisos y entreguistas.

Y es a partir del año 1.998, por cierto un año o número mágico en términos espirituales: 1+9+9+8=9 (ese resultado del número 9 es el número con que se identifica a Dios), cuando se patentizo y se hizo realidad el reclamo fuerte y gallardo, desde dentro de ese rancio pueblo, que con su presencia y protagonismo no quiso ni quiere a gobernantes lacayos ni mucho menos a sociedades elitescas, que no sientan per sé el nacionalismo, el sentido de pertenencia, la historia de nuestros indígenas, y aún más, grupos privilegiados reacios a aceptar las hazañas heroicas de nuestros ancestros. Gobernantes de baja ralea que se vendían por cuatro lochas al mejor postor extranjero; gobernantes y acólitos inescrupulosos que se sometían al tutelaje de fuerzas exógenas (imperialismo norteamericano y adláteres); gobernantes que obedecían ciegamente los mandatos de sus amos del norte; gobernantes que hicieron indigna a una nación que se hizo respetar –con mucha honra ante el concilio de las naciones— por las hazañas libertarias y extra fronteras de sus prohombres libertadores; gobernantes que vendieron lo que nos pertenecía por derecho y herencia por ser pisatarios connaturales de nuestro arraigo histórico sucesoral.

Todos estos acontecimientos sociales de marchas y contramarchas, de alianzas políticas acomodaticias, de pactos de Punto Fijo, de sainetes políticos de medianoche, de alternabilidad del poder entre blancos y verdes, y tantas otras medias mentiras de perogrullo –durante muchas décadas— fueron configurando irremisiblemente la historia de los pueblos. Dando pie para que en este pueblo se fraguara la levadura de un cambio de paradigma, que tuvo como colofón y como por arte de magia la redención de un cambio, y la afortunada aparición en escena de un joven militar forjado en las academias castrenses. Formado éste con humildad y sólidos principios provincianos y con un alto sentido del deber hacia sus congéneres. Dando al traste, por ende, con el servilismo y los malos políticos que habían perdido el contacto con su pueblo, y más grave aún, habían perdido la dignidad, el honor y el buen sentido.

Se nos inoculó durante tanto tiempo con el sucedáneo de la falsedad, la mentira, el robo, la corrupción, el cuanto hay pa’ eso, y el sentido de competencia desleal. Todos esos antivalores importados del norte y de allende los mares, fueron socavando gradualmente el gentilicio, el nacionalismo, la cultura, y los valores propios y autóctonos. Sí, hubo toda una inversión de valores donde se premiaba injustamente al que más tenía o podía, y no al más débil o al que menos tenía. Toda una tramoya de privilegiados donde no tenían cabida los olvidados y excluidos. En otras palabras, a la mayoría (del pueblo) se le invirtieron los valores, viendo como normal que se viviera en un mundo en el cual la supervivencia es para el más apto, donde imperara la ley del más fuerte, se alimentara la competencia, y donde el acto de ganar se calificaba como el bien más alto. Es por eso que en todos los países, en todas partes del planeta hay un clamor por el regreso a los viejos valores, y un regreso al nacionalismo

La mayor parte de las personas están satisfechas con un mundo en el cual se honran las diferencias, no las similitudes, y los desacuerdos se solucionan con conflictos y guerra.

Muchos se ríen cuando se sugiere cualquier otra clase de sistema que no sea el que actualmente está en vigencia, diciendo que las conductas como la competencia y el asesinato y el "victorioso se lleva el botín" ¡son las que hacen grandiosa su civilización! La mayoría de las personas piensan que no hay otra forma natural de ser, porque está en la naturaleza de los humanos comportarse de esa manera, y que si actuaran de otro modo se aniquilaría el espíritu interior que impulsa al hombre a triunfar.

(Nadie se plantea la pregunta de "¿Triunfar en qué?")

Como colofón de esta II Parte, quiero dejarle a los consuetudinarios lectores de Aporrea.org una asertiva reflexión, que bien pudiera significar mucho para aquellos países que se empeñan en ir contra la corriente histórica de los pueblos –valga decir el imperio norteamericano— porque desde su obcecado y vil comportamiento pretenden someter por la fuerza a los más débiles y desposeídos:

“La primera característica de una sociedad primitiva es que piensa que es avanzada. La primera señal de una consciencia primitiva es que piensa que es iluminada”. Esta devastadora afirmación encaja perfectamente dentro del estereotipo del poderosísimo coloso de papel…


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José Agapito Ramírez


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