La neurastenia ideológica

Si lo contrario a la verdad, es el error, como piensan los filósofos, se me ocurre especular que la verdad es, por tanto, todo lo plenamente comprobado. Pero no hay duda que últimamente se ha vivido una atmósfera de intelectualidad intensa, al menos en Aporrea.

¿Habrá acaso una lucha intelectual honesta por comprender la Revolución, por determinar, qué debe ser ella, o, habrá simplemente una epidemia de intelectualidarrea?

Algunos y algunas han tratado de dar de baja o implantar realidades con un simple trazo de pluma intelectual, pero quizás a través de expresiones que lo que hacen realmente es tratar de imitar la inteligencia. Y he allí lo patético de sus esfuerzos. Y todo para darse el lujo de pasar por inteligentes, al parecer. En eso resultan burgueses empedernidos y puede que hasta positivistas. Pareciera que la inteligencia es hábil, manoseando lo momificado, pero que se ve torpe en el momento de tratar con lo vivaz.

La siguiente aproximación a la inteligencia, me atrae: Como lo que equivale, no a conocimientos, sino como la facultad de dar una configuración lógica a los conocimientos que se tienen.

El humano resulta pues un cernícalo vanidoso y luego que alcanza la holgura económica quiere entonces destacarse como hombre o mujer de talentos, aunque no los posea. Porque pasar por inteligentes pudiera ser también el aspecto frívolo de… ¿algunos revolucionarios? La verdad es que se lanzan absurdamente duro contra Maduro y los demás camaradas y, con argumentos ni siquiera sofísticos, que seguro los arquetípicos Julio Borges y Capriles Radonski los envidiarán (con odio, por supuesto) al no ser capaces ellos de interponerlos así, que es mucho decir, “sino con excelentes máximas pragmáticas de esas que tan bien cuadran en boca de títeres” y que suelen leerse en revistas de barbería… Son incapaces de entender que por ejemplo Marx y Engels tenían diferencias aunque compartían la misma torta ideológica. Porque parece ser que Marx tendía a ser un pensador inconcreto, un Intelectual desordenado y dedicado a su familia. Y Engels, por el contrario, un pensador práctico, un diestro comerciante, galán, organizado y, para colmo parece que le gustaba (y burda) el güisqui, el tabaco y las mujeres buenas… Y no buenas de alma, precisamente. Y, ante tanto desorden, estos neurasténicos ideológicos de hoy quizás hubieran reforzado, entonces, más su positivismo intelectual… No obstante, y a pesar de esas diferencias tejieron –porque Engels era hijo de un fabricante de tejidos– una profunda amistad que los llevó a la colaboración en la producción de libros y artículos, y a trabajar unidos en organizaciones radicales. Y, gran parte de la misericordia que sintió Marx, por la estrechez con la que vivía la clase trabajadora, procedía de su relación con Enqels y sus ideas. Es más, Engels ayudó con nobles mesadas a Marx durante el resto de su vida, para que éste pudiera dedicarse con exclusividad al trabajo intelectual y político. Ahora, lo que no sé, es si por eso no hubo nunca de cortarle las patas… Y no creo, porque incluso Engels reconocía que Marx lo hubiese hecho igual sin él, y reconoció que lo que Marx hacía era él incapaz de hacerlo debido a que Marx tenía más cimientos, su mirada era de águila y se percataba de asuntos más penetrantes –y rápidamente– que él. Engels -al menos así luce- como que sí era un verdadero autocrítico.

Pero aquí cualquier neurasténico ideológico de estos arremete casi criminalmente contra Nicolás, Elías y demás meritorios camaradas de la dirección colectiva de la Revolución, como si fueran enconados enemigos y, con un discurso tan pesado, "como el brumoso viento de otoño que murmura a través de las hojas secas"… Y que por eso parecieran ciertamente padecer, o de “locura razonante", o de “trastorno delirante”... Y por lo que me permito preguntar, sin perder por supuesto el garbo socrático: ¿Qué vaina es esa, chamos? La campaña de que somos brutos parece que ha logrado sus efectos. Los contrarrevolucionarios, por el contrario, no padecen de ese tonto complejo: ellos son, y lo peor es que se creen que son. Todo lo que no es, ellos simplemente creen que es. Para ellos, pues, farandulear es otra cosa: no es más que la bola que se goza pasando por brutos. Con sus decorosas excepciones, como es natural. Y lo peor es que se hacen ricos con eso, amén de recibir los más envidiables reconocimientos. Por eso es que los egos de estos neurasténicos ideológicos, tal como el de los contrarrevolucionarios, no soportan más y a la larga explotan [¡coño!] en absurdidad.

Me he visto forzado a mantenerme alejado de las galeradas para Aporrea; y no sé si lo han notado. Temo que no. Tranquilos. (Risas). Pero es que como viejo desesperado ante tal condición, además de bruto, y de la impotencia, además para salir de la brutalidad, se me ha metido en la cabeza escribir un relato que primero logre no demostrar absolutamente nada, pero que, si algún sereno intelectual (o hasta algún neurasténico ideológico) sale por allí, y lo analiza, pudiese llegar a la conclusión de que su caos formal y de fondo no es más que la vida misma que felizmente contiene el orden para evitar descalabrarse, al menos, por ahora. No sé hacia dónde apunta su trama y su desenlace, pero temo que será hacia una guerra inevitable entre Terepaima Ojeda e Idígoras Moreno. Eso, por supuesto, me mantendrá alejado si es que acaso logro esa quimera. Porque es que mi cogote, mi cuello, mi espalda, y otras cosas manifiestamente incorrectas de mi cuerpo, no dan para mucho tiempo ante el tiránico computador. Y, el tiempo (al menos para mí), pasa como en Viasa…

Pero para que vean que no es coba, he aquí como comienza este libro sin nombre:

“Hallándose atormentado por los males de su profesión, Constancio Mercerón notaba que no estaba haciendo las cosas bien; que no las estaba incluso contando bien, pues confundía realidad con ficción, por lo que intentando construir otra, destruía, por tanto, el escenario real.
Si bien se arrimaba a las letras, no hacía ver que por eso tenía mayor cabida para calificar los hechos, porque si se miraban las causas suscritas por letrados de diversas épocas, muchas eran marranas y de miradas soberbias y oligarcas sobre la realidad y, más que todo, cuando hablaban como desde una peana mancillada.

Su verdad estaba malherida de hostilidades. Sabía mucho menos de Dios, que cuando Moisés recibió la encomienda. Y no le era posible decir las cosas como eran: silenciaba los retumbos de la verdad. Se cambiaban sus títulos y se le daba otro sentido a lo que pretendía avisar. Lo que se leía era el mensaje más varonil; no así el más verdadero. Su veracidad existía, pero se la ahogaban ferozmente con el esponjoso cojín mediático.

Así decía ver la vida a sus casi cien años. Como quien no tenía porvenir e ignoraba lo que el mañana le reservaba, y sin que dejara de experimentar la felicidad. Y no llegar a los cien –temía– debido a no saber al dedillo –no sólo a su edad, sino a cualquiera– en qué momento podía su vida ser cancelada. Pero siempre le comentaba a su mujer que si conseguía no ser un testigo del pasado, sino vivir en un presente inacabadamente actualizado, podía vivir más. Su mujer retemblaba. Acostumbraba ante todo seguir el rastro a alguien con su pensamiento para saber lo que tenía de propio ese ser al que no le quitaba el ojo de encima. Pero también el tiempo era seguido con su mismo pensamiento, para saber qué tenía de propio ese lapso que percibía lento a veces.

Su peso era apenas de treinta y cinco mil gramos. Sus piernas, más que piernas orugas y una cámara, que alcanzaba escanear todo lo hallado a su paso circunspecto, eran sus ojos. Capaz era de explorar, en búsqueda de la verdad, en los lugares de difícil acceso que siempre ofrece la vida, como el pirofilacio de la mentira o del error que construyó el destino humano bajo la estructura del templo de la Sinceridad Perdida y que fuera bloqueado, deliberadamente, para que nadie nunca más entrara, no sin antes haber depositado en él objetos para ofrendar, no se sabe qué, o a quién. Pero era posible que en ese inframundo, donde incluso naciera el tiempo, viviera la respuesta de que allí estuviera aún la Sinceridad Perdida buscando polvo humano”.

¿Cómo les parece ese tenor? En todo caso les prometo alcanzar ese fruto de buena ley; es decir, sin aspirar ser un cascabel que taña el sonajero.

Bueno… Los benditos intelectuales.

¡Qué carajo será un intelectual para que se desee tanto ser intelectual! Intentemos pues saber lo que es. De entrada les digo, a los enemigos del eurocentrismo (sobre todo de la música sinfónica interpretada tan vilmente por los connacionales pupilos del maestro Abreu) que no intenten entonces ser intelectuales, porque como producto cultural, son los intelectuales una creación histórica de la Europa moderna creyendo, los neurasténicos ideológicos, que pudieran gozar del privilegio de los presocráticos, como el de uno de ellos, Heráclito, padre de la dialéctica, que habiendo dicho una soberbia pendejada, como esa de que la materia prima de la que están hecha todas las cosas, es el fuego, sin embargo es muy repetida hoy después de 2.500 años, menos en Aló ciudadano, por supuesto, para no poner a Capriles en calderística evidencia. (Aclaro: hago referencia a calderística aquí, derivada del diputado Caldera, por lo que me abstuve de decir calderoniana, no fuera a interpretarse que derivaba de Calderón de la Barca). Pero es que también el campo intelectual, como cualquier otro campo (incluido el de béisbol y el de fútbol) también es social, por lo que pudiera hablarse, por tanto, de una sociología de ellos al haber cumplido un papel central en la configuración de la teoría sociológica, y ser en adición factores inseparables de las fuerzas sociales. Pero no hay que negar que a la par, este campo, por ser social, justamente está frisado con relaciones de fuerza: por supuesto, tanto de sampableras y artes, como de importes y lucros.

Pero como estamos en confianza, fue Gramsci quien habló del intelectual; sobre todo en cuanto éste vinculado a la política. Así fue que estableció, digamos dentro de su teoría de los intelectuales, dos categorías: el intelectual orgánico y el intelectual tradicional. Y además, fue quien vinculó el problema de los intelectuales, al problema de la hegemonía.

Pero dicha distinción gramsciana tal vez no siempre resulta clara o, simplemente, no resulta clara, quizás obedeciendo a que Gramsci no mostraba interés por un intelectual inconcreto, vale decir, sin analizar su función y sobre todo su posición dentro del acumulado social. Me inclino por pensar que hacía referencia a los escritores –denunciados por Sartre en “Qué es la literatura”– como escritores no comprometidos con más nada, que no fuera sólo, el “arte por el arte”... Y, dentro del arte tal vez sólo lo bello. En fin, porque en términos generales, la idea de intelectual orgánico atiende a la necesidad de cada grupo social esencial; es decir, esencial en cuanto a que nace en la maternidad de una función esencial, como sería en la del mundo de la producción económica y que, va creando una o más capillas de intelectuales, que dan homogeneidad y conciencia a su función y, no solamente ya en el campo económico, sino también en el social y político. Como para el empresariado capitalista, por ejemplo, resulta el técnico industrial, el científico de la economía política, que no necesariamente debe ser un economista (Marx, por ejemplo, o Giordani, hoy entre nosotros), el abogado, y pare de contar. Porque, en cuanto a cierta categoría de abogado, no olvidemos que la burguesía es como Mercurio (o también Hermes), que es el dios de la oferta y la demanda de monedas y de quienes practican las mañas liberales, quien por cierto, acabando de nacer, intentó robarle los rebaños al propio Apolo, el cetro al poderoso Zeus y, cuando lo intentó con el rayo, sufrió una quemada del carajo, imagínense, pero quien también alcanzó robarle el tridente a Artemisa y la faja a Afrodita. Por eso pienso que al dios Mercurio hubiera sido muy fácil “tenderle una emboscada” mediante la entrega de una faja de dólares, y filmar la escena con cámara escondida.

Y en cuanto a los intelectuales tradicionales –manteniéndonos dentro de la mirada gramsciana– este concepto atendería por su parte a la maternidad religiosa o quizás más, propiamente dicho, escolástica: por ejemplo a la ideología religiosa y filosófica de la época, con el plantel, con la moral, con la justicia, con la caridad, con la asistencia, y pare de contar, que, con su larga historia de luchas y transformaciones en Europa, permitieron nacer otras clases que atendieran a la creciente complejidad social, formando lo que alguien llamó la aristocracia de la toga, con sus privilegios, y a la que yo le añado el birrete. En síntesis, así más o menos abrevia Gramsci la tendencia general de los intelectuales tradicionales, aunque insinúa que debido su “espíritu de cuerpo”, a su ininterrumpida continuidad histórica y, en consecuencia, por su calificación, se pudieran ver a sí mismos como autónomos del grupo dominante…

Porque es que además esa duplicidad de intelectuales de Gramsci casi no difiere de otras concepciones, como por ejemplo la de Pierre Bourdieu, que no obstante haber tenido desvaríos nazis, hablaba de que el intelectual es un personaje bidimensional, que sólo puede permanecer y que de hecho existe como tal, si está coronado de una autoridad específica conferida por un mundo intelectual separado, es decir, independiente de los poderes religiosos, políticos y económicos, cuyas leyes específicas respeta, y compromete esa autoridad específica en luchas políticas. Pero esto sería harina de otro costal, para analizar.

Y vaya pensando, por favor, si esto pudiera ser cierto. Por ejemplo, ¿resulta el recién elegido Papa, como representante de Cristo en la tierra, independiente del denominado grupo Bilderberg? O, más domésticamente, ¿resulta el presidente de la Conferencia Episcopal Venezolana, independiente de Primero Justicia? De allí pues que, esta diferenciación gramsciana del intelectual (e incluso la Bourdieuana) pudiera resultar inoficiosa, porque incluso, algunos intelectuales orgánicos, que opinan en Aporrea, no se notan muy autónomos, ni de la Conferencia Episcopal, ni nada siquiera de la “Polal”…. (Al menos por el tenor dinamitero de sus ataques, a ciertas columnas de la Revolución). En fin.

Y por favor, mis dilectos y consecuentes lectores y lectoras, no me olviden, miren que la verdadera muerte, es el olvido. Les ruego entender, que no debo dejarme tentar por la polémica. Permítanme un tiempo. A mi amable editora, Aporrea.org, mi agradecimiento. Estaré pendiente.

Y que se dejen los neurasténicos ideológicos de vainas raras.

Los quiero mucho, no obstante que no compartan mis estupideces.

Hasta entonces.


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Raúl Betancourt López


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